MI DESTINO ERES TU

La casa Morán ya no se veía como un hogar lujoso, sino como un lugar lleno de silencios y frustraciones. Cada mueble roto y cada cuadro torcido contribuían al deterioro de la elegancia que una vez tuvo. Dentro de sus paredes, un padre y su hijo recibían atención de médicos particulares. Vendajes, suturas y analgésicos eran el costo de su humillación.

Félix había cumplido su amenaza.

Sergio fue dejado en la carretera como un animal. Una pareja lo descubrió por casualidad y lo llevó al hospital público más cercano. En cuanto despertó, se escapó. No quería responder preguntas ni dejar rastro. Herido, cubierto de sangre y con su orgullo hecho trizas, regresó a su mansión arrastrándose… solo para encontrarse con su hijo tirado en el suelo de su habitación, un desastre, víctima de una golpiza feroz.

—Debemos tomar venganza, hijo —murmuró con los dientes apretados mientras le administraban una inyección en el brazo—. Ese infame de tu tío va a pagar por cada golpe.

—¿Y de qué forma, papá? —preguntó Alfredo con la voz quebrada—. ¿No viste lo fácil que nos destruyó? Él… él tiene verdadero poder. ¡Nos hizo golpear como si fuéramos basura!

—¡No digas eso!  —gritó Sergio, temblando de dolor—. No podemos rendirnos. ¡Tu madre se fue con él! Ellos deben estar planeando despojarnos de todo.

Alfredo se puso pálido.

—Ella no haría eso. Es mi madre…

—¡Tu madre es una tonta que siempre se deja manejar! Y si piensas que no usarán tu parte de la herencia para eliminar nuestra existencia, eres más ingenuo de lo que pensé.

Alfredo bajó la vista. Sabía que su padre tenía razón. Él mismo había malgastado la mitad de su herencia en viajes, relojes, ropa de marca y fiestas. Siempre creyó que el dinero no se acabaría. Ahora sólo había deudas y amenazas.

—Al menos firmaste el contrato con la Madrigal, ¿verdad? —Sergio intentó sentarse.

—No, papá… —Alfredo tragó saliva—. Ella solicitó tiempo para revisarlo. Nunca firmamos nada.

Sergio lo miró con enojo.

—¿¡Qué tipo de tonto eres!? ¡Tuviste una oportunidad y preferiste divertirte con ella! ¡Eres tan inútil como tu madre!

—¡Lo siento! ¡Pero no podía saber que mi tío lo descubriría! —se defendió, aunque no se sintió convincente.

Sergio cerró los ojos con fuerza, las venas del cuello marcadas.

—Estamos perdidos… A menos que encuentres una esposa rica que nos saque de este lío.

—¿Una esposa?

—¡Sí! —dijo con una sonrisa torcida—. Hay fiestas todas las semanas. Jóvenes herederas que buscan con quién casarse. ¡Y tú eres atractivo! Si logras conquistar a alguna, tendremos acceso a su fortuna.

—Pero… ¿quién querría casarse conmigo ahora?

—Haz lo que sea necesario —ordenó Sergio—. Engaños, seducción, promesas. ¡Hazte querer! Luego la utilizas. Igual que habías planeado hacer con la Madrigal.

El médico regresó con medicamentos para el dolor. Ambos debían mantenerse en reposo por lo menos una semana. Sin embargo, Sergio no podía calmar su mente: ya estaba pensando en su próximo movimiento. Tras tres días, un sobre llegó a la mansión. El mayordomo, temblando, lo entregó.  Al abrirlo, Sergio estalló de ira: era la solicitud de divorcio.

La mansión destellaba con los gritos y el caos. Sergio destruía todo a su paso. Cuadros, jarrones, libros. La oficina quedó hecha un desastre.

—¡Maldita Isaura! ¡Te prometo que pagarás por esto! ¿Cómo te atreves a dejarme en la miseria?

—¿Qué ocurre, papá? —preguntó Alfredo, alarmado al entrar.

—¡Tu madre quiere que le devuelva todo! El control de sus finanzas, su parte de la mansión, ¡hasta la maldita casa en la playa! ¡Y si no firmo… me amenaza con meterme en la cárcel por falsificar documentos!

—Eso debe ser cosa de mi tío. . .  Él la está manipulando.

—Eso ya lo sé, tonto. ¡Por eso tenemos que hablar con ella a solas! Eres su hijo. ¡Llámala! Pídele que nos vea. No se negará a ti.

Alfredo, dudoso, marcó el número, pero este estaba apagado luego marco el del rancho de su tío. El teléfono sonó una. . .  dos. . .  hasta que, por fin, una voz amable respondió.

—¿Rancho Palacios? ¿Quién habla?

—Mamá, soy yo… Alfredo.

Hubo un breve silencio en el otro lado de la línea.

—Alfredo, hijo. ¿Te encuentras bien?

—No muy bien… ¿Podemos vernos? Quiero verte, mamá. Te extraño.

Isaura dudó. Sentía un nudo en el pecho que solo una madre conoce. Pero también pensó en Félix… y en lo que su hijo había hecho. Esta vez debía hacerlo de otra manera.

—Te enviaré una dirección, hijo. Pero no se lo digas a tu padre. ¿Entendido? No debe enterarse.

—Lo prometo, mamá. No me defraudes.

—No lo haré, Alfredo.

Al colgar, Isaura guardó el teléfono, temblando. Respiró profundamente. Esta vez, sería precavida.

Mientras tanto, en la oficina destrozada, Alfredo regresó con una sonrisa que ocultaba su temor.

—Lo conseguí.  Mamá me verá.

—Perfecto —dijo Sergio con una sonrisa maliciosa—. Esta vez, tu madre será útil.

Lo que no sabían era que esa reunión no acabaría como esperaban.