En un mundo que olvidó la era dorada de la magia, Synera, el último vestigio de la voluntad de la Suprema Aetherion, despierta tras siglos de exilio, atrapada entre la nostalgia de lo que fue y el peso de un propósito que ya no comprende. Sin alma propia pero con un fragmento de la conciencia más poderosa de Veydrath, su existencia es una promesa incumplida y una amenaza latente.
En su camino encuentra a Kenja, un joven ingenuo, reencarnación del Caos, portador inconsciente del destino de la magia. Unidos por fuerzas que trascienden el tiempo, deberán enfrentar traiciones antiguas, fuerzas demoníacas y secretos sellados en los pliegues del Nexus.
¿Podrá una sombra encontrar su humanidad y un alma errante su propósito antes de que el equilibrio se quiebre para siempre?
"No soy humana. No soy bruja. No soy demonio. Soy lo que queda cuando el mundo olvida quién eras."
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CAPÍTULO XXIII: Rumbo a las Montañas del Silencio
— Vaelor —
Mientras caminábamos por las calles silenciosas de la ciudad, rumbo a la posada donde pasaríamos la noche, el aire cargado de sal y humedad se enredaba entre los faroles encendidos. Las sombras se alargaban, y el eco de nuestros pasos sobre las piedras era casi lo único que nos acompañaba.
—Fue una noche interesante, ¿no crees? —dijo Esmeralda, con la voz suave pero cargada de intención.
—Así es —respondí tras una breve pausa—. Me agradó mucho aquel muchacho. Kenja... parece una buena persona.
Lo es —asintió ella, sonriendo—, pero es una lástima que debas matarlo.
La miré de reojo, sin detener el paso.
—¿Por qué dices eso?
—Por lo que observé hoy, cuando llegaron —dijo, acomodándose el sombrero—, acompaña a esa bruja… Synera. Y ese mandoble que lleva… no vibra como un arma cualquiera. Su energía es antigua, marcada. Peligrosa.
—No será necesario —dije con calma, aunque sentí una tensión ascenderme por la espalda—. Mi objetivo no es él. No mato a inocentes. Pero… si está involucrado, si se interpone...
—Las cosas pueden cambiar —completó ella, casi en un susurro, cargado de tristeza.
No dije nada. Caminamos un poco más antes de que ella hablara de nuevo.
—Fue muy inteligente de tu parte invitar al aliado del enemigo a cenar.
—No fue planeado —respondí—. Solo fue… una coincidencia.
—Las coincidencias no existen, Vaelor. No en esta ciudad. No entre ustedes tres.
Guardé silencio. Sabía que tenía razón, aunque no lo quisiera admitir.
—Mañana —dije finalmente—. Mañana la enfrentaremos, cuando esté fuera de la ciudad. No quiero provocar una tragedia aquí.
La noche parecía vigilarnos desde los tejados, entre los huecos de la oscuridad y la luz temblorosa de los faroles. El silencio tenía filo.
Entonces, algo… pasó junto a nosotros.
No lo vi, pero lo sentí. Como una corriente helada que recorrió mi piel, erizándola. Una presencia conocida. No era un truco de la mente. Estaba allí. Muy cerca.
Me detuve y me giré de golpe. La calle detrás de nosotros estaba vacía. No había nadie. Ningún ruido, salvo el lejano toc, toc, toc... de tacones sobre la piedra, desvaneciéndose entre las sombras más adelante.
El sonido desapareció tan repentinamente como había comenzado.
—¿Sucede algo? —preguntó Esmeralda, deteniéndose también.
Me llevé una mano a la nuca. La piel me ardía, como si algo... o alguien... me hubiese tocado.
—No, nada —mentí—. Solo creí ver a alguien.
Ella me observó un segundo más de la cuenta, como si supiera que no decía toda la verdad. Pero no insistió.
A la mañana siguiente, lejos de las sombras que acechaban a Vaelor…
— Kenja —
La luz del sol de la mañana se colaba por la ventana de la pequeña habitación que compartíamos. Rayos dorados iluminaban el polvo en el aire y acariciaban mi rostro. Estaba tan cómodo que sentía como si flotara entre dos nubes de algodón.
—Qué suaaave se siente estar aquí... —murmuré aún medio dormido, apretando las suaves "almohadas" contra mi cara.
Sacudí la cabeza, sonriendo en ese dulce sopor, hasta que un sonido me despertó por completo:
—Añaaa~... —gimió una voz femenina justo al lado mío.
Parpadeé. Sacudí la cabeza de un lado a otro. Mi visión se aclaró.
Y entonces lo noté.
Mi cara... estaba hundida entre los pechos de alguien.
Mis brazos... rodeaban su cintura con fuerza.
—¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHH!!! ¿¡Qué carajos está pasando otra vez!? —grité como si se me fuera el alma.
Sobre mi cama, con expresión plácida y sonrisa coqueta, estaba el espíritu de la clériga Lirae. Sí, otra vez. Me había usado como almohada toda la noche.
—Buenos días, mi amor~ —dijo con dulzura, como si despertáramos cada mañana así.
—¡¡¡TIENES QUE DEJAR DE HACER ESO!!! —le grité, escandalizado, poniéndome rojo hasta las orejas.
Justo al lado de mí, en la otra cama, Synera se revolvió, medio dormida, y se tapó la cara con la almohada.
—Mmmrgh... demasiado temprano para tus gritos, Kenja...
—¡¿Dejar de hacer qué, mi amo?~! —preguntó Lirae con su tono de "inocencia mortal".
—¡¡¡DEJA DE APARECER ASÍ EN MI CAMA CUANDO DUERMO!!! ¡NO TE HE INVOCADO! ¿¡CÓMO HACES ESO!?
Lirae puso cara pensativa, apoyando un dedo en su labio.
—Oh, pero... fue usted otra vez quien me invocó anoche con esos movimientos raros sobre la Sharksoul... tan intensos y rítmicos...
—¡¿QUÉ?! ¡Eso era solo un estiramiento nocturno! ¡NO SIGNIFICA QUE QUIERO ABRAZAR A UNA ACOSADORA EN MI CAMA!
Synera gruñó, levantándose como un demonio con resaca.
—¡¡YA CÁLLENSE LOS DOS!! —gritó.
Y en ese instante, una pequeña explosión mágica detonó en la habitación, BOOM, haciendo volar La ventana, parte del muro... ¡y a nosotros también!
Yo salí disparado por el agujero, en ropa interior, cayendo en plena calle con Lirae encima, que desapareció justo al aterrizar. El polvo se levantó por todas partes.
La casera del hospedaje salió gritando, con el cabello alborotado.
—¡¡¡¿Qué demonios han hecho?!!! ¡¡MI POSADA!! ¡¡MIREN ESA PARED!!
Varias personas del vecindario nos miraban boquiabiertas. Algunas señoras mayores tapaban los ojos de sus hijos.
—¡No es lo que parece! —grité, tratando de cubrirme con lo poco que me quedaba de dignidad (y ropa).
Desde el piso de arriba, Synera se asomó por el enorme agujero con cara de zombi y ojos semicerrados.
—Tch... No me dejan dormir... una sola noche...
Un día gloriosamente caótico.
La casera, fuera de sí, nos echó a gritos del recinto. Synera terminó pagando por los daños entre discusiones y amenazas de "hacerles sapos a todos sus clientes".
Yo... solo quería vestirme y olvidar que casi muero asfixiado entre los enormes senos de Lirae.
La mañana había comenzado... explosiva. Literalmente. Después de que la casera nos echara entre gritos y amenazas de llamar a los guardias reales, nos vimos obligados a caminar por las calles de Thérenval con lo poco que teníamos puesto. El sol ardía, el aire olía a salitre y pescado viejo, y yo... solo quería desaparecer en una grieta en el suelo.
Synera, por su parte, no parecía ni remotamente afectada.
Mientras caminábamos por el paseo principal del mercado, la vi sacar un pequeño sobre transparente de entre sus pechos. Con un gesto ágil —y nada discreto—, se untó la uña con un polvo brillante, lo inhaló sin titubeos y chasqueó los dedos. Al instante, su peculiar cigarrillo apareció entre sus labios, encendiéndose con una chispa mágica antes de darle una larga calada.
Varios transeúntes la miraban como si acabaran de ver a un espectro mal peinado.
—¡¿QUÉ ME VEN?! —gritó entre risotadas roncas, soltando una nube de humo que olía a nicotina... y a catástrofe inminente.
Yo solo bajé la cabeza, deseando fundirme con los adoquines.
—Synera, por favor… compórtate. Me regañas a mí por llamar la atención y ¡mira lo que haces tú! —le dije, intentando mantener la voz baja.
—¿Y eso a ti qué te importa, niñito? —respondió sin mirarme, arrastrando las palabras.
—¡Sí me importa! Estás más… alterada de lo normal. Te noto ansiosa, más que otras veces.
—Estoy bien. ¡Bieeen! —canturreó, sonriendo con los dientes apretados, como si le irritara hasta el aire—. Tengo más de mil años, ¿crees que no sé cómo manejarme?
Luego, empujó a un mercader sin disculparse y siguió caminando como un torbellino de humo, sarcasmo y mal genio.
Me quedé atrás unos segundos, observándola. Algo en su aura parecía... alterado. Y por primera vez, pensé que tal vez no era magia lo que la dominaba, sino simplemente... sus días difíciles.
Apresuré el paso para alcanzarla, pero justo entonces choqué con alguien. Fuerte.
—¡Oh! Buenos días, hermosura. ¿A dónde tan apresurado? —dijo una voz grave y familiar.
Era Vaelor. Con esa mirada suave pero enigmática. Sus ojos, tranquilos y afilados a la vez, parecían esconder algo detrás de su calma. Algo en su mirada me hizo fruncir el ceño, aunque, como siempre, mi rostro se tiñó de rojo.
—Ah... b-buenos días —respondí, forzando una sonrisa—. Lo siento, debo alcanzar a alguien antes de que se me pierda.
—Nos veremos más tarde, entonces —dijo con una sonrisa suave, mientras sus ojos seguían mi figura entre la multitud.
Cuando estuve lo suficientemente lejos, él murmuró para sí mismo:
—Espero no tener que lastimarte.
Finalmente alcancé a Synera, que estaba sentada en un banco de piedra frente a una taberna, con la mirada ida y ojeras tan profundas como un pozo sin fondo. Tenía el pelo revuelto, los labios secos y un leve temblor en las manos.
—Oh, apareciste. Justo cuando pensaba que el día mejoraba —gruñó.
—Es que me—...
—Sí, sí. No me importa. Tengo hambre —interrumpió, levantándose de golpe.
Entramos a la taberna. Un sitio oscuro, con techos bajos, olor a ajo frito y cerveza agria. El murmullo de los comensales cesó apenas cruzamos la puerta. Varias cabezas se giraron hacia nosotros... o mejor dicho, hacia ella.
Nos sentamos en una mesa al fondo. Al poco rato, un joven mesero con delantal manchado se nos acercó.
—B-buenos días... ¿en qué puedo servirles?
Synera apoyó los codos en la mesa, sonrió con una intensidad peligrosa y dijo:
—Tráeme TODO el menú. Sí, todo. Y que sea rápido.
—¿T-todo...? ¿El menú completo? —balbuceó el muchacho.
—¿Eres sordo o no entendiste? Te pedí c-o-m-i-d-a. Anda, mueve esas piernitas de elfo doméstico. Ah, y tráele algo al idiota este también —dijo señalándome con el pulgar.
Yo quise morirme. Literalmente.
—Disculpe, joven. Para mí solo el menú del día, por favor. Y… una infusión de hierbas. La más relajante que tenga —dije, intentando suavizar la situación.
El mesero asintió como si le hubieran tirado una cuerda de salvamento y se fue corriendo.
Me giré hacia Synera, que apoyaba la frente contra la mesa, respirando hondo.
—Synera… ¿segura que estás bien?
—Estoy tan bien que, si me haces una pregunta más, hago explotar esta taberna —dijo, sin levantar la cabeza.
Y yo… tragué saliva.
Un nuevo día de puro desorden. Otro más.
El mesero regresó con una bandeja enorme, tambaleándose bajo el peso de todos los platos. Huevos con salsa, pan tostado, carne curada, estofado de setas, fruta en almíbar, pescado ahumado, y hasta un pastel de bayas que claramente no era del desayuno.
—Aquí... está... todo... —dijo el muchacho con esfuerzo, dejando los platos como si depositara piedras sagradas.
Synera no dijo ni gracias. Se lanzó sobre la comida como un animal hambriento, devorando todo con una rapidez inhumana. No dejó una sola migaja. Literalmente, lamió el plato del estofado.
Yo solo la observaba, cada vez más incómodo. Sentí un nudo en la garganta.
—¿Estás... bien? —pregunté, con voz baja, por si acaso respondía lanzándome un tenedor.
Ella no contestó. Solo sorbió la sopa con un ruido tan grotesco que un anciano de la mesa de al lado se atragantó con su vino.
Y entonces, de golpe, se levantó.
—¡Bien! Es hora de irnos —anunció, pasando una mano por su alborotado cabello.
Y fue como si se hubiera aplicado un hechizo de glamour. Su melena se acomodó, sus ropas parecieron planchadas de repente, y su rostro —hace un momento desvelado y descompuesto— recuperó esa belleza elegante, casi etérea. Estaba radiante. Serena. Como si nada de lo anterior hubiera pasado.
Me quedé boquiabierto.
—¿Tú... qué… cómo hiciste eso? —pregunté, atónito.
—Ay, por favor... ¿a estas alturas todavía te sorprendes de mí? —dijo con una sonrisa ladeada, tan afilada como una daga envuelta en terciopelo.
Decidí no insistir. Solo asentí con una resignación temerosa, y nos pusimos de pie.
Synera chasqueó los dedos con elegancia, y sobre la mesa apareció una bolsa de cuero abultada que tintineó con monedas al caer.
—Ahí está tu pago —le dijo al mesero, que no sabía si temblar o agradecerle—. Quédate con el cambio. Y con lo que sobre… ¡cervezas para todos!
—¡¡¡OHHHHHHH!!! —bramaron todos los hombres de la taberna al unísono, levantando sus jarras y brindando entre aplausos.
Un tipo con parche en el ojo incluso gritó:
—¡Que vivan las brujas locas!
—¡Y con buen gusto! —añadió otro, lanzando una risa grasienta.
Mientras salíamos, el dueño de la taberna nos lanzó una mirada que oscilaba entre la gratitud sincera y el desesperado ruego silencioso de que jamás volviéramos a pisar su local.
El sol de media mañana nos recibió con fuerza. Las calles del lugar bullían con vida, olores de especias, gritos de comerciantes y pasos apresurados.
Caminaba a su lado en silencio, con la mente aún atorada en lo sucedido antes. La miré de reojo. Iba erguida, segura de sí misma, como si el mundo entero le perteneciera… o como si no quedara nada que perder.
Y, en el fondo, esa idea me dio escalofríos
—Discúlpame por lo de antes... no estaba en mis mejores momentos —dijo, sin volverse a mirarme.
Yo solo sonreí y seguí caminando a su lado. A veces —lo entendí hoy más que nunca— todos cargamos con sombras que no mostramos, días pesados que nos arrastran sin previo aviso. Synera no era la excepción. Y, sin embargo, verla volver a su forma irreverente, descarada y brillante… me dio una paz que no sabía que necesitaba.
Mientras nos alejábamos de la zona fronteriza de la bulliciosa ciudad portuaria de Thérenval, el aire comenzó a llenarse del aroma a tierra virgen y caminos por explorar. Nuestro destino: las Montañas del Silencio, al sur, donde el mapa se desvanece en sombras y los nombres se pronuncian en susurros.
Volteé a verla una vez más. Su cabello danzaba al ritmo del viento, y aunque no lo dijera en voz alta, su mirada se veía un poco más clara. Un poco más libre.
—¿Listo para lo que viene, idiota? —dijo sin mirarme, pero con esa media sonrisa que ya me resultaba demasiado familiar.
—Siempre lo estoy —respondí, más por convicción que por certeza.
Y así, paso a paso, nos alejamos del bullicio de Thérenval, dejando atrás su aroma a sal, a calles vivas y a promesas inconclusas. El sol del mediodía nos bañaba el rostro mientras avanzábamos hacia el sur, en dirección a las Montañas del Silencio.
No sabía qué encontraríamos allí… pero por primera vez en días, sentía que todo podía ir bien.
Mientras caminaba a su lado, supe que, al menos por ahora, Synera volvía a ser ella misma. Y eso bastaba.
Desde otro lugar de la ciudad, más arriba, ocultos entre las alturas...
Desde el tejado de una casa desvencijada, Vaelor nos observaba con atención, erguido junto a Esmeralda. El viento revolvía los mechones sueltos de sus cabellos, y el sol acariciaba sus rostros, revelando cada línea, cada pensamiento no dicho.
—Ahí van —murmuró Esmeralda con tono leve, casi casual—. ¿Estás seguro de no querer intervenir ahora?
Vaelor permaneció en silencio, los ojos fijos en la figura de Synera.
—No todavía —dijo por fin, con la voz baja y tensa—. Aún no es el momento.
Esmeralda lo miró, un destello de advertencia en su mirada.
—Cuidado con buscar respuestas en medio del camino, Vaelor. A veces, lo que encontramos no es lo que esperábamos.
Y en la distancia, el eco de nuestros pasos se desvanecía, ajenos a que ya no caminábamos solos.