La Reencarnación De La Hija Ignorada Del Duque

La primavera florecía con aparente normalidad en el Imperio, pero bajo aquella superficie perfumada de flores silvestres, el mundo se agitaba con el eco de antiguas verdades que volvían a la luz. Liliane cabalgaba hacia las montañas del este, acompañada de un pequeño grupo de hombres leales y una escolta encubierta. El mensaje que había recibido hacía apenas unos días, llevado por un anciano monje al que nadie más reconoció, hablaba de un lugar oculto en las montañas donde se refugiaban dos personas que el mundo creía muertas.

El corazón de Liliane latía con fuerza. Su hijo se movía en su vientre, como si también él pudiera presentir lo que estaba por venir.

—¿Estás segura de esto, mi señora? —preguntó Darek, el comandante de su guardia personal—. Podría ser una trampa.

—Si lo fuera, ya me habrían atrapado mil veces —respondió ella con serenidad—. Pero esta vez… esta vez lo siento. Algo está a punto de cambiar. Algo grande.

El camino se volvió cada vez más escarpado, hasta que llegaron a una antigua ermita oculta entre los riscos, cubierta por árboles y enredaderas. Liliane desmontó y caminó hacia la puerta con determinación. Un anciano abrió al tercer golpe. Sus ojos, profundos y sabios, la observaron con una mezcla de reconocimiento y temor reverente.

—Los estaban esperando, señora de la Rosa Negra.

Dentro, sentados junto a una chimenea encendida, estaban Valerian y Eleandra.

Liliane se quedó inmóvil. Era como mirar fantasmas hechos carne.

—¿Padre…? —murmuró, incrédula, antes de mirar a la mujer de cabello oscuro—. ¿Madre de Adrian?

Eleandra se puso de pie, con los ojos empañados.

—Sí, Liliane. Estamos vivos. Nos escondieron, nos silenciaron, nos borraron… pero aún no hemos sido vencidos.

Valerian, envejecido pero digno, se puso de pie también.

—Tú… tú eres igual a tu madre —dijo, con voz quebrada—. Y tienes los ojos de Elenora, pero no su alma. No su crueldad.

Liliane se acercó con paso lento. El aire parecía haberse detenido. Cuando al fin estuvo frente a ellos, cayó de rodillas y bajó la cabeza.

—Mi señor… mi señora… El Imperio os necesita. Adrian os necesita.

Eleandra la abrazó sin esperar una palabra más, conteniendo sollozos.

—Tú también nos necesitas, hija. Porque tú has sostenido este imperio sola mientras otros solo lo destruían.

Hablaron durante horas. Valerian explicó cómo Elenora había urdido su caída con la ayuda de ciertos nobles traidores, cómo lo habían drogado, fingido su muerte, y trasladado en secreto a ese refugio con la ayuda de un viejo alquimista leal. Eleandra, al darse cuenta de la conspiración, fue también traicionada y enviada junto a él, dada por muerta en un naufragio simulado.

—Nos mantenían con vida por una razón que aún no comprendemos del todo —dijo Valerian—. Tal vez para evitar mártires. Tal vez por miedo a que alguien usurpara el trono con más legitimidad que ella.

—Pero la marea está cambiando —agregó Eleandra—. Tú, Liliane, eres la primera llama que ha encendido la rebelión contra el falso reinado.

Liliane se irguió.

—No estoy sola. Adrian, aunque ahora perdido, me dio fuerza. El pueblo me dio fuerza. Y mis enemigos… ellos también.

Pasaron dos días juntos, planeando en silencio. Liliane regresó a la capital, decidida a preparar el terreno. El retorno del verdadero emperador no podía ser revelado de golpe. Se necesitaba precisión. Cautela.

Pero el viento ya llevaba rumores.

En el ala oeste del palacio, la emperatriz Elenora golpeaba la mesa con furia.

—¡¿Cómo que desaparecieron los informes del frente norte?! ¡¿Cómo que algunos nobles se están reuniendo en secreto con Liliane?!

Aiden, más frío que nunca, observaba los mapas. Su rostro estaba endurecido, sombrío.

—Ella está ganando. El pueblo la ama. Los clanes de comerciantes la apoyan. Incluso algunos generales que eran tuyos han comenzado a desertar. Y ahora… hay susurros. De que Adrian podría estar vivo.

Elenora palideció por un instante.

—¡Imposible!

—¿Estás segura, madre? —preguntó Aiden con sorna—. Porque los mismos espías que antes eran tuyos ahora hablan de un "hombre sin memoria" en una aldea del norte… uno que lucha con el estilo de los Vellmont, aunque no recuerda su nombre.

La emperatriz se dejó caer en su sillón.

—Entonces, no nos queda otra opción. Hay que eliminar a Liliane antes de que todo se nos escape de las manos.

—No. Esta vez no con veneno, ni con cuchillos ocultos —dijo Aiden, con voz grave—. Esta vez, destruiremos su imagen. Que el pueblo vea que no es una salvadora, sino una farsante.

—¿Qué propones?

—Una trampa. Una alianza falsa. Una acusación bien armada. Y si eso no basta… entonces sí, una guerra.

Mientras tanto, Liliane regresaba a su mansión. Su vientre ya comenzaba a notarse. Los médicos la habían confirmado: llevaba dentro al heredero de sangre imperial.

Esa noche, sintió que algo estaba fuera de lugar. Llamó a su doncella personal, y al no encontrarla, recorrió los pasillos. La encontró en los establos, entregando un paquete a un mensajero encapuchado.

—¿Qué haces? —preguntó Liliane con una calma aterradora.

La sirvienta palideció.

—¡Mi señora, yo…! ¡No era lo que parece!

Liliane avanzó, le quitó el paquete y lo abrió. Dentro, mapas, movimientos de tropas, y hasta cartas personales.

—Le informabas a Aiden —dijo con tristeza—. Durante todo este tiempo.

—¡Él me lo pidió! ¡Me amenazó! ¡Dijo que me mataría si no lo hacía!

—¿Y cuántos murieron por tus palabras? —susurró Liliane, antes de llamar a los guardias—. Llévensela. Júzguenla como traidora.

Esa misma noche, mientras revisaba los informes, recibió un mensaje secreto. Un anillo imperial con un sello antiguo, y una nota.

"El sol no ha muerto. Solo ha estado oculto por las nubes. El emperador vive."

Liliane tembló. La batalla real apenas comenzaba.

Y esta vez, no habría piedad para los usurpadores.