"Sin Reglas"
París Miller, hija de padres ausentes, ha pasado su vida rompiendo reglas para llamar su atención. Después de ser expulsada de todas las escuelas, sus padres la envían a una escuela militar dirigida por su abuelo. París se niega, pero no tiene opción.
Allí conocerá a Maximiliano, un joven oficial obsesionado con las reglas. El choque entre ellos será inevitable, pero mientras París desafía todo, Maximiliano deberá decidir si seguir el orden... o aprender a romper las reglas por ella.
Una comedia romántica sobre rebeldes, reglas rotas y segundas oportunidades.
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capitulo 24
Narra Maximiliano William
El sol de la tarde se filtraba por las ventanas del internado mientras caminaba junto a París hacia la cafetería. Era uno de esos momentos raros en los que el internado parecía completamente vacío; la mayoría estaba en clases o entrenando, y ese silencio solo hacía más evidente el sonido de sus pasos apresurados y su risa ligera mientras hablaba sin parar.
—No te vas a arrepentir, Maxi. Este es el mejor helado que probarás en tu vida —dijo, girándose hacia mí con entusiasmo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué tiene de especial? —pregunté, cruzando los brazos, intentando no mostrar cuánto me fascinaba verla tan animada.
—Pues, para empezar, es MI helado. El abuelo lo mandó traer solo para mí. Tiene un congelador entero dedicado en la cafetería, ¿puedes creerlo? —dijo con una mezcla de orgullo y diversión, como si supiera lo ridículo que sonaba.
—Sí, eso suena muy típico de ti y de tu abuelo —respondí con una sonrisa contenida.
Al llegar, efectivamente, la cafetería estaba vacía. Nadie más que nosotros dos y la señora encargada, que apenas levantó la mirada al vernos entrar. París caminó directo al congelador en la esquina, abrió la tapa y comenzó a rebuscar.
—Aquí está. El sagrado cubo de helado de París Miller —anunció triunfante, sacando un envase grande y colocándolo sobre el mostrador. Luego tomó dos cucharas y me las ofreció.
—¿En serio quieres que comparta esto contigo? —bromeé, arqueando una ceja mientras tomaba una de las cucharas.
—Por supuesto. Soy una persona generosa, Maxi. Solo hoy, claro.
Nos sentamos en una mesa cerca de la ventana, con el enorme cubo de helado entre nosotros. Ella comenzó a comer sin ningún reparo, como si no hubiera otra cosa en el mundo más importante. Yo la observaba, incapaz de no sonreír.
—¿Qué? —preguntó de repente, deteniéndose a medio camino de llevarse otra cucharada a la boca.
—Nada. Es solo que… ¿cómo logras siempre que todo gire en torno a ti?
—Talento natural, supongo. —Sonrió mientras se inclinaba un poco hacia mí, con esa chispa juguetona en los ojos que me desarmaba por completo.
Tomé una cucharada del helado y no pude evitar admitir que era delicioso. París me miró con satisfacción, como si acabara de demostrarme que tenía razón en algo importante.
—Te dije que era el mejor.
—Está bueno, lo admito. Aunque no sé si eso justifica que tengas un congelador entero dedicado.
Ella se encogió de hombros, como si fuera lo más normal del mundo.
Después de un rato, me di cuenta de que tenía un poco de helado en la comisura de los labios. Antes de que pudiera decírselo, ella tomó una servilleta, se inclinó hacia mí y lo limpió sin decir una palabra. Su gesto fue tan natural, tan cercano, que me dejó sin aliento por un instante.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, el aire pareció cambiar. Sus ojos verdes me miraban con una intensidad que no esperaba, y por un momento todo lo demás dejó de existir. Mis pensamientos eran un caos, y lo único que podía escuchar era mi corazón golpeando con fuerza.
Ella rompió el silencio primero, en su típico estilo despreocupado.
—¿Qué? ¿Nunca te han limpiado la cara antes? —preguntó con una sonrisa traviesa, aunque su tono tenía algo más suave, más íntimo.
—No… al menos no así. —Mi voz salió más baja de lo que esperaba, como si la cercanía entre nosotros me hubiera robado las fuerzas.
Continuamos comiendo, aunque la tensión entre nosotros se había vuelto palpable. Hablamos de cualquier cosa para distraernos, pero cada vez que nuestras manos se rozaban al tomar el helado, sentía una especie de corriente eléctrica recorrerme.
—¿Sabes? Creo que podrías sobrevivir con una dieta exclusivamente de helado —dije, intentando romper el silencio incómodo que se había instalado.
—Es una posibilidad, pero sería una dieta muy cara —bromeó, metiéndose otra cucharada a la boca.
En un momento, mientras discutíamos sobre cuál sabor era mejor, me incliné hacia ella para tomar el cubo y nuestras cabezas se acercaron demasiado. Por un segundo, pensé que iba a besarla de nuevo. Quería hacerlo. Cada fibra de mi ser me lo pedía.
Pero justo cuando el momento parecía inevitable, mi teléfono comenzó a sonar, rompiendo la burbuja en la que estábamos.
—Tu deber te llama, oficial William —dijo París con una sonrisa burlona, aunque noté un leve atisbo de decepción en su mirada.
Tomé el teléfono y me levanté, intentando calmar mi respiración. Al contestar, me di la vuelta para no mirarla, porque sabía que si lo hacía, me costaría aún más alejarme.
Al terminar la llamada, volví a mirarla. Ella estaba sentada allí, jugando con su cuchara, como si no hubiera pasado nada. Pero ambos sabíamos que había algo cambiando entre nosotros, algo que ninguno de los dos podía ignorar.
—Tengo que irme —dije con pesar, colocando la cuchara sobre la mesa.
—Está bien. Gracias por acompañarme, Maxi. —Su voz era ligera, pero había algo en sus ojos que me decía que ella tampoco quería que me fuera.
Mientras salía de la cafetería, no pude evitar pensar en cuánto había cambiado mi vida desde que ella había llegado. París Miller no era solo una chica más. Era la única capaz de hacerme olvidar las reglas, los límites y todo lo demás. Y eso me aterraba… pero también me fascinaba.