Cecil Moreau estaba destinada a una vida de privilegios. Criada en una familia acomodada, con una belleza que giraba cabezas y un carácter tan afilado como su inteligencia, siempre obtuvo lo que quería. Pero la perfección era una máscara que ocultaba un corazón vulnerable y sediento de amor. Su vida dio un vuelco la noche en que descubrió que el hombre al que había entregado su alma, no solo la había traicionado, sino que lo había hecho con la mujer que ella consideraba su amiga.
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CAPITULO 23
Capítulo 23.
La noche avanzaba mientras los recién casados disfrutaban de su primera velada como esposos en una suite de lujo en el corazón de la ciudad. La habitación, decorada con flores frescas y velas perfumadas, era el escenario de su amor recién sellado. La risa cómplice y las miradas llenas de ternura envolvían el ambiente, alejándolos del bullicio del mundo exterior. No muy lejos de allí, en otro lujoso hotel de cinco estrellas, los padres de Adrien protagonizaban una discusión acalorada. Isabel caminaba de un lado a otro de la suite, furiosa. —¡No puedo creer que estés dispuesto a permitir esta locura, Jean-Pierre! ¿Qué te pasa? —le reclamó, alzando la voz.
Jean-Pierre, sentado en el sofá con un vaso de whisky en la mano, se mantenía firme pero visiblemente tenso. —He cambiado de opinión, Isabel. No puedo seguir adelante con esto. Nuestro hijo merece ser feliz, y si Cecil es quien lo hace feliz, no voy a interponerme.
—¡No seas ingenuo! Esa mujer no es adecuada para él. Es un escándalo esperando a suceder. Piensa en cómo esto afectará nuestra reputación, nuestra familia.
Jean-Pierre la miró fijamente, con una calma que contrastaba con la furia de Isabel. —¿Nuestra reputación o tu orgullo? Adrien no es un peón en tu tablero, Isabel. Ya no puedo seguir complaciéndote en todo. Esta vez, no.
Isabel lo observó con incredulidad. Era la primera vez que Jean-Pierre se oponía a sus deseos. Durante años, había cedido en cada decisión importante, permitiendo que ella controlara cada aspecto de sus vidas. Pero ahora, su firmeza la descolocaba. —No puedo creerlo… ¿Estás dispuesto a sacrificar todo por un capricho?
—Esto no es un capricho —respondía él, con voz grave. Se levantó del sofá y dejó el vaso sobre la mesa. —Hace mucho que no pienso en lo que realmente quiero, pero hoy lo he hecho. Cuando vi a Mathilde esta tarde, recordé cómo era amar sin condiciones. Yo también tuve que sacrificar algo por un matrimonio que no comenzó con amor. Hice lo mejor que pude, Isabel, pero no voy a permitir que Adrien cargue con las mismas cadenas.
El silencio llenó la habitación tras esas palabras. Isabel, aturdida, se sentó en la cama sin saber qué responder. Jean-Pierre tomó su abrigo y anunció con frialdad: —Voy a salir un momento. Necesito pensar.
Sin esperar respuesta, abandonó la suite y descendió hasta el bar del hotel. El lugar estaba casi desierto. Se sentó en un taburete y pidió una botella de vino. Copa tras copa, los recuerdos lo inundaron: los paseos por el campo con Mathilde, las risas compartidas, la forma en que ella lo miraba como si fuera el centro de su mundo.
La embriaguez lo llevó a un estado de nostalgia dolorosa. Se preguntó qué habría sido de su vida si hubiera elegido quedarse con Mathilde en lugar de ceder a las presiones familiares y casarse con Isabel. Los ojos le ardieron, pero no lloró.
Al cerrar los ojos, la imagen de Mathilde, tal como la había visto esa tarde, era más nítida que nunca. Aunque los años habían pasado, su presencia seguía despertando algo profundo en él. Se preguntó si ella también pensaba en aquellos días o si había logrado olvidar.
Mientras tanto, en la suite, Isabel se quedaba sola con sus pensamientos, furiosa y herida. Lejos de dar marcha atrás con las palabras de su esposo, su determinación de separar a Adrien y Cecil se reforzó. No permitiría que esas mujeres estuvieran cerca de su familia. Años atrás, había hecho hasta lo imposible para casarse con Jean-Pierre. Él nunca supo que fue Isabel quien informó a sus padres sobre su relación con Mathilde y que también fue ella quien se encargó de separarlos, revelándole a Mathilde la noticia de la forma más cruel.
Dejando a un lado sus emociones, Isabel tomó el teléfono y comenzó a organizar su plan. Hizo varias llamadas, calculando cada movimiento con frialdad. No podía permitirse fallar.
Al día siguiente, Isabel estaba en una cafetería, esperando a la persona que creía le ayudaría a ejecutar su plan. Minutos después, Clara llegó al lugar, visiblemente alterada. Había recibido un mensaje anónimo en el que se le indicaba que alguien podía ayudarla a recuperar parte de su fortuna. Clara, quien acababa de salir del trabajo y tenía poco tiempo antes de recoger a su hijo, llegó con prisa y una mezcla de curiosidad y recelo.
Isabel, al verla, levantó la mano para llamarla a la mesa. —Señorita Clara, gracias por venir. Tenemos mucho de qué hablar.
Clara, confundida pero intrigada, tomó asiento. No podía imaginarse lo que estaba por escuchar.
Isabel fue al grano. —La he citado aquí porque tengo una propuesta para usted. Si decide trabajar para mí, le devolveré su empresa y, además, le ofreceré una suma considerable. Lo único que necesito es que me ayude a que Adrien termine odiando a Cecil.
Clara se quedó en silencio por un momento, procesando lo que había escuchado. Luego, levantó la mirada y respondió con una firmeza inesperada. —No. No voy a hacer eso.
Isabel frunció el ceño, incrédula. —¿Qué dice? ¿Sabe lo que está rechazando?
Clara asintió. —Sí, y no me interesa. En el pasado cometí el error de dañar a Cecil, pero gracias a ella mi vida cambió. Ahora soy mucho más feliz. Ya no tengo que aparentar delante de nadie y disfruto de mis días lejos de Edwards y su maltrato. Estoy lista para divorciarme y seguir adelante con mi vida, sin resentimientos.
Isabel, indignada, no podía entender la negativa. Según el informe que había recibido, Clara era una mujer sin escrúpulos y frívola, alguien que vendería su alma al diablo por dinero. Además, se suponía que odiaba a Cecil. ¿En qué se había equivocado? Mientras Isabel intentaba encontrar sentido a la situación, Clara la sacó de sus pensamientos.
—Un consejo, señora. Deténgase antes de que sea demasiado tarde. Este es un camino sin retorno.
Clara dejó un billete sobre la mesa, se levantó y se marchó sin mirar atrás. Isabel, hecha una furia, se quedó sola en la cafetería, con su plan tambaleándose y una nueva dosis de frustración que solo alimentó su determinación.