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LA NOCHE DE LAS BRUJAS

LA NOCHE DE LAS BRUJAS

Status: En proceso
Genre:Equilibrio De Poder / Demonios / Ángeles / Poderosas criaturas sobrenaturales
Popularitas:3.7k
Nilai: 5
nombre de autor: lili saon

¿Alguna vez han pensado en los horrores que se esconden en la noche, esa noche oscura y silenciosa que puede infundir terror en cualquier ser vivo? Nadie había imaginado que existían ojos capaces de ver lo que los demás no podían, ojos pertenecientes a personas que eran consideradas completamente dementes. Sin embargo, lo que ignoraban es que esos "dementes" estaban más cuerdos que cualquiera.

Los demonios eran reales. Todas esas voces, sombras, risas y toques en su cuerpo eran auténticos, provenientes del inframundo, un lugar oscuro y siniestro donde las almas pagaban por sus pecados. Esos demonios estaban sueltos, acechando a la humanidad. Sin embargo, existía un grupo de seres vivos—no todos podrían ser catalogados como humanos—que dedicaban su vida a cazar a estos demonios y proteger las almas de los inocentes.

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CAPITULO VEINTITRÉS

La oficina de Sir Eris estaba envuelta en un silencio sepulcral, solo roto por el constante martilleo de la lluvia torrencial contra las ventanas de vidrio antiguo. Los truenos resonaban como el rugido de bestias mitológicas, y los dragones surcaban el cielo nocturno, sus colosales alas provocando violentas ráfagas de viento que azotaban las paredes exteriores de la oficina. Dentro, Sir Eris, un anciano con la apariencia engañosa de un hombre de apenas treinta y dos años, sostenía una carta en una mano mientras con la otra acariciaba pensativamente su mentón. Sus ojos, rojos como brasas, estaban clavados en el pergamino marrón que sostenía. En la carta se leía la noticia aterradora: el pueblo había sido asaltado por vampiros demoníacos, criaturas viles creadas años atrás por su propia hija, Verlah. Lo que Eris no podía comprender era cómo estos monstruos habían regresado, pues se suponía que habían sido desterrados a los abismos infernales.

Con un rugido de furia, se levantó bruscamente, dejando caer la carta al suelo. Estaba a punto de salir de la oficina cuando Diane irrumpió en la habitación, su rostro reflejando la misma mezcla de confusión y enojo. A diferencia de Sir Eris, Diane no tenía maldad en su corazón y desconocía los oscuros actos del hombre al que amaba. Siempre se había mantenido al margen de esos asuntos sombríos. Sus miradas se cruzaron, un momento cargado de tensión y preguntas sin respuesta. La tormenta afuera era un reflejo de la tormenta que se avecinaba en sus vidas.

—¿Qué fue lo que sucedió en Aureum, Sir Eris? —La voz de Diane sonaba angustiada, quebrada por la preocupación y el miedo—. ¿Por qué estos demonios están de vuelta cuando nosotros nos encargamos de desterrarlos? La única con poder suficiente para traerlos nuevamente sería tu hija, Eris.

Sir Eris apretó los puños, su mirada fija en el suelo, sus pensamientos un torbellino de confusión y furia. La lluvia seguía golpeando las ventanas con fuerza, como si intentara penetrar la barrera entre el caos exterior y la tensión interna de la oficina.

—No lo sé, Diane —respondió finalmente, su voz un gruñido bajo y contenido—. Verlah fue asesinada, sus poderes sellados en el infierno. No debería haber manera de que pudiera hacer esto.

Diane dio un paso adelante, su expresión suavizándose un poco, pero sus ojos seguían brillando con determinación.

—Tenemos que descubrir qué está pasando, Eris. Si Verlah ha encontrado una manera de romper su destierro, necesitamos detenerla antes de que cause más destrucción.

Eris asintió, su mente ya calculando los próximos pasos. Se acercó a Diane, sus ojos rojos encontrándose con los de ella, reflejando la tormenta que ambos sentían en su interior.

—No permitiré que nuestra tierra sufra más por mis errores del pasado, Diane.

—- Iré hacia el Parlamento Mágico ahora mismo. ¿Deseas acompañarme?

— No. Me quedaré aquí por si algo malo sucede.

Diane asintió con determinación, su corazón latiendo con urgencia mientras se precipitaba fuera de la oficina. Un chasquido de sus dedos la llevó a las puertas imponentes del Parlamento Mágico, un recinto envuelto en un aura de poder y misterio que eclipsaba incluso la oscuridad de la noche. La entrada principal, conocida como la Puerta de los Arcanos, se alzaba como un monumento ancestral, una barrera entre el mundo tangible y el reino de lo sobrenatural, adornada con runas antiguas que destellaban con una luz mística, y custodiada por la necesidad de encantamientos específicos para abrirse.

En el laberinto de pasillos y corredores del encantado pueblo de Aureum, el gobierno se estructuraba bajo la sombra de una magocracia única, donde el poder político y mágico se entrelazaban en una danza oscura y peligrosa. El Consejo de Archimagos, compuesto por los más sabios y poderosos magos del reino, ejercía un dominio incontestable sobre el destino de las tierras mágicas. El Gran Archimago, líder supremo del Consejo, ostentaba un poder tanto ceremonial como práctico, su influencia trascendiendo los límites de lo mundano y lo arcano. Sin embargo, incluso en este reino de magia y maravillas, la sombra del miedo y la incertidumbre se cernía sobre Aureum.

Diane avanzó por los pasillos con una determinación impregnada de angustia, chocando con criaturas místicas que apenas prestaban atención a su paso apresurado. Su destino era el departamento de cazadores, donde aguardaban los guardianes del pueblo, liderados por un vampiro de sangre pura cuya muerte había sembrado las semillas de la sospecha y el caos. Aunque el aire pesaba con la incertidumbre, Diane sabía que allí encontraría respuestas, aunque el precio de la verdad fuera más alto de lo que podía soportar.

Al adentrarse en el departamento, un torbellino de mareo la envolvió, su conciencia tambaleándose en la penumbra iluminada por antorchas. No muy lejos, una fila de escaleras conducía a una galería de asientos donde los cazadores acechaban en las sombras, atentos y vigilantes.

—¿Por qué los vampiros de Verlah están asolando el pueblo? —su voz resonó con una mezcla de angustia y determinación, atravesando el silencio con una fuerza sobrenatural. Todas las miradas convergieron en ella, pero una voz fría y desconfiada cortó el silencio:

—¿Quién eres tú para irrumpir aquí, y qué autoridad te otorga el derecho de cruzar esta puerta?

— Soy Diane Echeveland, parte del Consejo Estudiantil de la Academia de la Flor Dorada —declaró con firmeza, acercándose más al grupo con determinación—. Nuestros estudiantes están en peligro y parece que no se está haciendo nada al respecto. El pueblo está sumido en un caos horrible. Nadie entiende lo que está sucediendo. Necesito una explicación de lo que está ocurriendo.

Su voz resonó en el oscuro recinto, cargada de preocupación y urgencia. Los cazadores intercambiaron miradas entre ellos, evaluando la sinceridad y la determinación en los ojos de Diane. Finalmente, el líder de los cazadores, un vampiro de sangre pura con una expresión sombría, dio un paso adelante.

—Diane Echeveland de la Academia de la Flor Dorada —susurró, reconociendo el nombre con respeto—. Lo que sucede en Aureum es más grave de lo que imaginas. Los vampiros de Verlah han regresado y están sembrando el caos en el pueblo. Parece que han encontrado una manera de eludir los encantamientos que los desterraron, y ahora estamos luchando para contenerlos.

Diane asintió, la gravedad de la situación hundiéndose en su mente. Había escuchado historias sobre los vampiros creados por Verlah, pero nunca imaginó que volverían con tal ferocidad.

—¿Eso significa que Verlah ha vuelto? —preguntó Diane, mirando al líder de los cazadores y al resto del grupo con determinación—. Porque ella es la única persona que puede traerlos nuevamente. Nadie de nosotros podría hacerlo.

El líder de los cazadores, asintió sombríamente antes de hablar.

—Nuestros cazadores recibieron la tarea de reunir los restos de la bruja asesinada, pero ninguno dio con ellos. Ya no se encuentran en sus lugares de entierro. Al parecer, alguien los ha robado —dijo con gravedad—. Tenemos la leve sospecha de que la bruja Verlah ha sido resucitada con el hechizo Lenviatu. No queremos afirmar que ella está nuevamente con vida, pero… es lo más probable, Diane Echeveland de la Academia de la Flor Dorada. Haremos lo posible por encontrarla nuevamente. No tiene sus poderes de bruja, así que no será muy difícil.

Diane frunció el ceño, intentando procesar la información.

—Pero si ella está viva… quiere decir que no está sola. Alguien vivo debió haberlo hecho… pero debió ser alguien con sangre de bruja en sus venas… ¿Hay más brujas vivas?

El líder de los cazadores intercambió miradas con su equipo antes de responder.

—Esa es la cuestión, Diane. Hemos estado investigando y, aunque no hay registros recientes de otras brujas vivas, no podemos descartar la posibilidad de que alguna haya sobrevivido o que alguien haya heredado su linaje. La resurrección de Verlah implica un nivel de poder y conocimiento que no muchos poseen. Tendremos que investigar a fondo cada pista y cada sospecha.

Diane asintió, la gravedad de la situación apretándole el pecho.

—Sus hijos…

Cuando Diane dijo eso, uno de los cazadores, Robi, levantó la mirada hacia ella. Un recuerdo enterrado profundamente en su mente resurgió: lo que ocurrió hace años con Sir Eris y la petición que éste le hizo. Raramente pensaba en la niña que había llevado a una familia campesina, pero una parte de él siempre se había arrepentido de haber aceptado esa misión. Sin embargo, ya no había vuelta atrás. Se removió en su lugar, ansioso por seguir escuchando lo que Diane estaba a punto de revelar.

—¿Los hijos de Verlah? —preguntó el líder de los cazadores, su voz cargada de incredulidad.

—Sí. Ellos —afirmó Diane, su tono lleno de certeza.

—¿Qué tienen que ver ellos aquí? —insistió el líder, frunciendo el ceño.

—Ellos tienen su sangre… tal vez fueron ellos quienes decidieron resucitarla.

Un silencio tenso se apoderó de la sala, mientras todos asimilaban la gravedad de las palabras de Diane. Robi sintió una punzada de culpa y temor al pensar en la niña que había dejado en ese tranquilo entorno campesino, ahora posiblemente envuelta en un oscuro destino.

—Si lo que dices es cierto —dijo el líder de los cazadores, rompiendo el silencio—, entonces no sólo enfrentamos a Verlah, sino a sus descendientes, quienes podrían poseer fragmentos de su poder y conocimiento.

Diane asintió, su rostro reflejando la determinación y la preocupación que sentía.

— Debes irte ya —dijo el líder—. Nosotros nos encargaremos de esto.

Diane asintió y salió apresurada, el miedo apretándole el pecho. Dentro de la sala, el murmullo inundó el lugar, creando una atmósfera cargada de tensión. El líder, Sarco, avanzó con pasos firmes, moviendo la capa de su túnica de manera teatral. Miró a sus cazadores, quienes en los últimos años habían disfrutado de una paz relativa, ya que no existía una gran amenaza. Pero en ese momento, todo cambiaría.

Sarco, con su mirada severa y llena de determinación, sabía que sus cazadores tendrían que volver a ser la fuerza implacable que eran en el pasado.

—Escuchen bien —dijo con voz firme, que cortó el murmullo—. La calma que hemos disfrutado ha terminado. Los vampiros de Verlah y su posible resurrección significan que debemos estar más vigilantes y preparados que nunca. Nuestro deber es proteger Aureum, y no fallaremos.

Los cazadores asintieron, sintiendo la gravedad de la situación y la responsabilidad que ahora recaía sobre ellos. Sarco se volvió hacia Robi, quien todavía se veía afectado por los recuerdos y la nueva misión.

—Robi, lidera a tu equipo y encuentra a esa niña que dejaste con esos campesinos hace unos años. Beronica, acompáñalos y utiliza tu conocimiento para rastrear cualquier señal de los hijos de Verlah. El destino de nuestro mundo mágico está en nuestras manos.

Asimismo, Raquel abrió la puerta de una casa en la cima de una montaña. Era el Habi, el lugar donde su hermano pasaba la mayor parte del tiempo. Ivelle entró detrás de Raquel, sin entender por qué estaban allí ni por qué Raquel parecía tan tensa. Observó la casa de dos pisos, construida de madera y decorada con varios cuadros que colgaban de las paredes.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Ivelle, su voz llena de confusión.

Raquel se volvió hacia ella, sus ojos reflejando una mezcla de ansiedad y determinación.

—¿Nunca te has preguntado por qué tus ojos son violetas? —soltó Raquel de golpe, rompiendo el silencio.

Ivelle se quedó sin palabras por un momento, procesando la inesperada pregunta. Su mente comenzó a girar con preguntas y posibles respuestas mientras miraba a su alrededor, tratando de encontrar algún indicio de la verdad que Raquel estaba a punto de revelar.

—Siempre pensé que era algo único, pero… ¿qué tiene que ver eso con todo esto? —preguntó, su voz temblando ligeramente.

Raquel suspiró y se acercó a una de las ventanas, mirando hacia la vasta extensión de la montaña.

—Tus ojos violetas no son simplemente una rareza genética, Ivelle. Es un pecado…—dijo Raquel con voz baja pero firme—. Ivelle… hace algunos años conocí a una mujer, era hermosa e inteligente, y sobre todo muy amable, pero como sabes, a veces las personas reaccionamos de manera diferente. El cerebro toma las cosas, nos hace sobrepensar sobre ellas y nos hace daño. Esa mujer un día vino a mí y me dijo lo que pensaba hacer, pero pensé que bromeaba. Cuando realmente hizo lo que dijo, me quedé sorprendida. La verdad es que yo pude haber cambiado eso, pero ella ya estaba mal. Desde su padre, hasta las personas que la rodeaban, todos le hicieron daño.

Raquel sonrió un poco, pero era una sonrisa triste.

—Nunca pensé que tú... bueno, que su padre pudiera hacerle eso a ella. Cuando lo escuché por primera vez, pensé que era una broma, pero cuando vi las pruebas, cuando te vi a ti, supe que era real. Me arrepiento tanto por no haberla ayudado cuando pude. Sé que no fui la mejor persona en ese momento, pero cuando te conocí, quise remediar todo lo malo que le hice a ella.

Ivelle miró a Raquel, su confusión transformándose en una mezcla de miedo y curiosidad.

—¿A qué te refieres? No sé de qué hablas, Raquel.

Raquel tomó una profunda respiración, preparándose para revelar la verdad.

—Ivelle, Lilac no era tu madre. No sé cómo llegaste a ella, pero… tu madre es una bruja. Verlah es tu verdadera madre.

El mundo de Ivelle se tambaleó con la revelación. Se quedó sin aliento, sus ojos violetas reflejando la tormenta interna que se desataba dentro de ella. ¿Su madre no era su madre? Miró a Raquel a los ojos, esperando ver un signo de broma, pero no había nada de eso. Raquel hablaba en serio, muy en serio.

—No… no puede ser… —murmuró, dando un paso atrás.

Raquel se acercó, su voz suave pero urgente.

—¿Qué estás diciendo? ¿La bruja Verlah? Eso es imposible…

Raquel negó con la cabeza, su expresión sombría.

— Ivelle tu madre es Verlah. — Ivelle soltó una risa escandalosa, provocando la confusión en Raquel—.  Ivelle, no es una broma… Escúchame bien porque esto es serio. Ivelle, tu madre tuvo dos hijos, ambos mellizos. Todo gracias a un… abuso. — La risa de Ivelle fue decayendo —. Su padre por años se aprovechó de ella de una manera horrible. Tu hermano y tú son hijos de tu abuelo, padre de tu madre. Tus ojos violetas indican que eres la mezcla entre la sangre de dos familiares directos. No es común tener los ojos de esa manera. Tal vez seas la única persona sobre la faz de la tierra que tiene los ojos de esa manera por una mezcla genética. Tus ojos son el producto de un pecado carnal de tu padre hacia tu madre. —Raquel dijo con un gesto de angustia. La expresión en el rostro de su amiga la afectaba profundamente.

Ivelle no sabía qué hacer. Quería creer que todo era una broma horrible. Nunca se había preguntado por qué sus ojos eran así, y sus padres nunca le dieron una respuesta clara, así que había dejado el tema de lado. Pero ahora, que entendía lo que pasaba, sentía que el mundo se le venía encima. Las lágrimas se negaban a salir. Ivelle estaba en shock total. Miró a Raquel, quien se acercó con la intención de abrazarla, pero Ivelle la apartó bruscamente. Estaba completamente abrumada por la revelación.

Durante años, había ignorado las señales: los comentarios furtivos, las miradas curiosas. Siempre pensó que sus ojos eran simplemente únicos, diferentes, sin saber que había una razón más profunda detrás de ellos. Ahora, la verdad había salido a la luz y no podía ignorarla más. Sentía una mezcla de confusión, tristeza y frustración.

Raquel la miraba con comprensión, pero Ivelle no podía soportar ser consolada en ese momento. La incomodidad de la situación se mezclaba con la incomodidad en su propia piel. Se sentía vulnerable y expuesta de una manera que nunca antes había experimentado. Las palabras de Raquel eran apenas un murmullo distante mientras luchaba por entender lo que significaba todo esto. Cerró los ojos con fuerza, deseando que fuera solo un mal sueño del que pronto despertaría. Pero la realidad era innegable, y la sensación de que su mundo se tambaleaba seguía intensificándose.

—¿Entonces mis hermanos también lo saben? ¿Saben lo que soy? —susurro con la voz quebrada.

Raquel la miró directamente a los ojos.

— Solo Vante lo sabe… Ivelle, hay leves sospechas de que tu madre está viva. El ataque a Aurem por los vampiros demoníacos fue ordenado por ella. Debemos encontrarla. Solo ella podría protegerte de todo. Mientras tanto, debes permanecer en este lugar.

Las palabras resonaron en la mente de Ivelle como un eco ensordecedor. Durante toda su vida, había creído en la historia que le contaron. Pensó que todo era real. Ahora, enfrentada con la posibilidad de que todo eso fuera una mentira, que su madre no era su verdadera madre y que su padre posiblemente sentía odio hacia ella por no ser su hija y por ser un pecado, ¿cómo podría asimilar eso? En ese momento, recordó las palabras de aquella chica que la había ayudado cuando se encontraba perdida y mal. Se sentía como si el suelo se le hubiera desmoronado bajo los pies. Todo lo que creía conocer sobre sí misma y su pasado estaba en duda. Se aferraba a la idea de una familia que ya no existía, a recuerdos que podrían ser falsos. ¿Quién era realmente ella? Su corazón latía con fuerza, como si quisiera escapar de su pecho. Su garganta dolía y sus ojos ardían con las lágrimas que se negaban a salir. La confusión y la desesperación la envolvían, dejándola sin aliento.

La sensación de traición la envolvía como una nube oscura. ¿Cómo pudieron haberle mentido de esa manera? ¿Por qué la habían dejado con una familia que no era la suya? Las lágrimas amenazaban con desbordarse, pero se negaba a dejar que lo hicieran. No quería llorar, pero tenía tantas ganas de hacerlo.

Su mirada se dirigió a la puerta por donde entró Vante, quien se quedó inmóvil. ¿De verdad nadie le dijo nada? ¿Todo fue realmente una mentira? Se acercó a su hermano y lo miró a los ojos, notando una leve tensión en ellos. Después de resistirse por mucho tiempo, lloró. Se sentía mal.

Miró por última vez a su hermano antes de intentar salir por la puerta, pero antes de que pudiera hacerlo, Vante la tomó del brazo impidiéndoselo.

— Ivelle, por favor, escúchame —dijo Vante con voz suave pero firme.

Ivelle se detuvo, mirándolo con ojos llenos de dolor y confusión. No sabía si podía soportar escuchar más mentiras, pero algo en la mirada de Vante le hizo darse cuenta de que tal vez él también había sido engañado de alguna manera.

— No sé por dónde empezar. Lo siento, Ivelle. Lo siento por todo esto —dijo Vante, su voz quebrándose ligeramente. — Yo nunca pensé que te tendrías que enterar de esto…

Ivelle lo observó, sintiendo una mezcla de emociones encontradas.

— ¿Por qué nunca me dijiste nada? ¿Por qué me dejaron creer que mi vida era real cuando todo era una mentira? —preguntó Ivelle, luchando por mantener la compostura.

Vante respiró profundamente antes de responder.

— No sabía cómo decírtelo. Todo esto... es complicado. No quería lastimarte, Ivelle. Pero ahora que lo sabes, debes entender que todo lo que hicimos fue para protegerte. Mi madre cuando se enteró gracias a Raquel, sabía que no era buena idea decirte esto porque te causará mucho daño. Ella pensó que ocultándote las cosas estarías a salvo…

— Protegerme de qué, Vante? ¿De la verdad? —dijo Ivelle con amargura.

Vante la soltó suavemente, permitiéndole dar un paso atrás.

— Eres una bruja, Ivelle. Mamá no quería que te enteraras de eso ni que supieras cómo usar tus poderes de bruja. Nadie en casa quería que te hicieran algo solo por ser una bruja. De eso te quería proteger, de ser asesinada por acciones que no cometiste tú.

Las palabras de Vante resonaron en la mente de Ivelle como un rayo. Durante años, había sentido que algo dentro de ella era diferente, pero nunca se le permitió explorarlo. Ahora, la verdad cruda la golpeaba con fuerza.

— ¿Qué... qué estás diciendo? —susurró Ivelle, su voz temblando por la conmoción.

Vante la miró con ojos llenos de pesar y comprensión.

— Mamá y papá siempre te amaron, Ivelle. No querían que te pasara lo que le ocurrió a... a tantos otros. El odio hacia los que son diferentes... hacia las brujas... es real. Ellos te querían proteger.

Ivelle se sintió abrumada por la revelación. Durante tanto tiempo había vivido en la oscuridad, sin saber quién era realmente. Ahora, la verdad estaba frente a ella y no podía ignorarla.

— Pero... ¿por qué nunca me lo dijeron? —preguntó Ivelle, con lágrimas amenazando con caer.

Vante la miró con tristeza.

— Tuvimos miedo, Ivelle. Miedo de lo que podrías enfrentar si lo supieras. Miedo de lo que podrían hacerte si te descubrían. Pero ahora es el momento de que sepas la verdad.

Ivelle se sintió como si el suelo se hubiera desmoronado bajo sus pies. Todo lo que creía saber sobre sí misma y su familia estaba siendo reescrito en un instante.

— Yo confié en ustedes, pero ninguno de ustedes confió en mí —dijo con amargura, su voz temblando por la emoción. Miró a su hermano por última vez y salió de la casa.

Ivelle caminó por el jardín, sintiendo el peso abrumador de la revelación y las emociones encontradas que la invadían. Se detuvo bajo un árbol, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Respiró hondo, tratando de calmarse mientras el viento agitaba las hojas a su alrededor. Nunca se había sentido tan sola como en ese momento. Había vivido toda su vida en una mentira, protegida de la verdad por sus propios seres queridos. Pero ahora que conocía la verdad, no sabía qué hacer con ella.

— Ivelle, por favor, espera —dijo la voz de Vante detrás de ella.

Ivelle se giró lentamente para enfrentarse a su hermano, sus ojos llenos de dolor y decepción.

— ¿Qué más hay, Vante? —preguntó Ivelle, su voz temblando con la intensidad de sus emociones.

Vante se acercó a ella, sus ojos llenos de pesar.

— Lo siento, Ivelle. Lo siento por todo esto. No queríamos lastimarte, solo queríamos protegerte.

Ivelle lo miró fijamente, su corazón lleno de una mezcla de amor y resentimiento.

— Protegerme... ¿de qué exactamente? —preguntó Ivelle, su tono mezclado con incredulidad.

Vante se quedó en silencio por un momento, eligiendo sus palabras con cuidado.

— De un mundo que no siempre entiende o acepta lo que eres —respondió Vante finalmente.

— No me importa —se alejó de él de golpe—. No quiero que te acerques más a mí. Viví en una maldita mentira durante toda mi vida, soporté tantos insultos de tu padre solo por ser diferente a sus perfectos hijos. Me cansé. Intenté que vieran lo mejor de mí, pero solo veían un estúpido pecado. Nadie entendió cómo realmente me sentía. Solo me decían “ignóralo” como si eso fuera algo tan fácil. ¿Ustedes lo hubieran ignorado si toda esa humillación fuera hacia ustedes? Vante, me cansé de todo. Soporté tanto para nada… Ya no era la niña de sus ojos, él dejó de tratarme así y me trató como si no valiera nada. ¿De qué me protegían si quien más daño me hacía era él? Nadie me protegió de eso. A nadie le importó, así que ahora no vengas a decirme que me ocultaron tantas cosas solo para protegerme.

Ivelle se detuvo, con el pecho agitado y los ojos llenos de lágrimas reprimidas. Se sentía como si un peso enorme se hubiera levantado de sus hombros, pero también sabía que había perdido una parte de su familia en ese momento. Vante la miró con tristeza, luchando por encontrar las palabras adecuadas para responder a su hermana herida. Sabía que no podía cambiar el pasado ni las decisiones que se habían tomado, pero deseaba desesperadamente encontrar una manera de sanar las heridas que se habían abierto.

— Ivelle, yo... lo siento. Lo siento mucho por todo lo que has pasado. No puedo imaginar lo difícil que ha sido para ti —dijo Vante con voz entrecortada, acercándose lentamente hacia ella.

Pero Ivelle dio un paso hacia atrás, apartándose de su hermano.

— No quiero tenerte cerca. No por el momento.

— ¿Me odias? —indago Vante.

— No lo hago.

— Pareciera que sí.

— Solo déjame en paz.

Horas más tarde, Diane se encontraba en el establo de su mansión, dedicándose a la tarea de limpiar el cabello de su joven unicornio. El peine se deslizaba suavemente por la melena celeste del blanco animal, quien parecía disfrutar del cuidado. El ambiente estaba en calma, solo interrumpido por el susurro del peine entre el pelo del unicornio y el canto lejano de los pájaros.

De repente, un ruido perturbó la tranquilidad. Diane levantó la mirada, buscando la fuente del sonido, pero no pudo ver nada inusual. Dejó el peine de lado y, con pasos cautelosos, se dirigió hacia el origen del ruido. Sus movimientos eran silenciosos, apenas rozando el suelo del establo, hasta que llegó a la salida. Al cruzar el umbral, soltó un grito de terror. Frente a ella, en carne y hueso, estaba Verlah. ¿Qué hacía ella allí? ¿Estaba realmente viva? Diane no podía creer lo que veía. Sus piernas temblaron y cayó de rodillas al suelo, incapaz de procesar la sorpresa y el miedo.

Verlah sonrió y la saludó con la mano, mostrando una expresión de inocencia y alegría que contrastaba con la situación. Parecía una niña pequeña cuya emoción era palpable, pero Diane sabía bien que detrás de esa apariencia dulce y esa mirada jovial de una mujer de veintidós años, se escondía una sed de venganza insaciable.

Verlah llevaba un vestido hecho de finos encajes, compuesto por dos piezas que recordaban al mar en calma. Sus pies estaban descalzos, como siempre, ya que odiaba los zapatos y afirmaba que estos la desconectaban de la tierra. Sus brazos estaban adornados con numerosos brazaletes dorados, y en su cabello crespo también llevaba adornos dorados, lo que le daba un aspecto divino. Sin embargo, para Diane, Verlah no era una diosa benevolente, sino una entidad malvada cegada por el deseo de venganza.

La tensión en el aire era palpable, y Diane, aún en el suelo, se preguntaba cómo podría enfrentar a esta figura del pasado, cuya presencia presagiaba conflictos y revelaciones inesperadas.

—Diane… madrina mía, por fin vuelvo a verte —susurró Verlah. Sus ojos café brillaban con una intensidad casi sobrenatural—. No sabes cuánto esperé por este momento. No puedes imaginar todo lo que sufrí en el mundo de los muertos esperando este reencuentro.

La cara de Diane reflejaba confusión y sorpresa. No podía creer lo que estaba viendo ni entendía cómo Verlah había vuelto del más allá.

—Estoy tan feliz de estar aquí —continuó Verlah, su voz transformándose en un susurro penetrante y temible que resonaba en los oídos de Diane—. Te haré pagar por lo que me hiciste y por lo que le hiciste a mi madre. Te juro que en este momento te arrepentirás de haberte metido en nuestras vidas.

La tensión en el ambiente era palpable, y Diane sintió una extraña sensación de que algo no estaba bien. Antes de que pudiera articular una pregunta sobre lo que estaba sucediendo, Verlah dio un paso adelante, su expresión seria dejando claro que no estaba allí para una visita amistosa.

Diane miró hacia las sombras y vio salir a un muchacho que se colocó frente a Verlah. Ambos parecían iguales de jóvenes, aunque eran madre e hijo. La muerte prematura de Verlah a los veintidós años había conservado su belleza intacta, y ahora, al lado de su hijo, se veía de la misma edad, a pesar de ser mucho mayor. Diane supo de inmediato que aquel joven era el hijo de su ahijada. La revelación la golpeó con fuerza. Los recuerdos comenzaron a inundar su mente, y la realidad de la situación se hizo aún más clara y aterradora.

Verlah había regresado del más allá, y no estaba sola. Había traído consigo a su hijo, ambos unidos por un propósito oscuro. Diane sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies.

La presencia de Verlah y su hijo traía consigo un aire de venganza que parecía envolver todo el establo. Diane se dio cuenta de que estaba a punto de enfrentarse a las consecuencias de un pasado que había tratado de enterrar y olvidar, pero que ahora volvía a la vida de la manera más inquietante y sobrenatural posible.

Verlah se agachó y la tomó del cuello, alzándola con una fuerza sobrenatural. Sus dedos se cerraron con una fuerza implacable alrededor de la garganta de Diane, mientras su mirada ardía con una intensidad amenazante. Diane sintió cómo el aire comenzaba a faltarle y, en ese momento, los recuerdos de lo que había sucedido con Verlah inundaron su mente. En los ojos de Verlah, Diane pudo ver todo el odio que ella tenía en su alma. Era un odio profundo, acumulado durante años en el mundo de los muertos, y Diane, en cierta parte, lo entendía. Recordó la traición, los gritos, y la desesperación de aquel fatídico día que cambió sus vidas para siempre.

—¿Lo sientes, Diane? —susurró Verlah con una voz que parecía resonar en la misma alma de Diane—. Este es el dolor que me hiciste pasar. Este es el dolor que le causaste a mi madre.

Diane intentó liberarse, pero la fuerza de Verlah era inhumana. Los recuerdos se mezclaban con el presente, creando una tormenta de emociones en su interior. Había sido un acto de desesperación, una decisión que creyó necesaria en su momento, pero que ahora volvía para atormentarla.

—No... no sabía... —intentó decir Diane, su voz apenas un hilo, sus palabras sofocadas por la presión en su cuello.

Verlah soltó una carcajada amarga, una risa que resonaba con dolor y furia.

—Claro que sabías. Sabías lo que hacías y a quién perjudicabas. Pero no te importó, ¿verdad? Solo te importaba tu propia seguridad.

Con cada palabra, Verlah apretaba más, y Diane sintió que la vida se le escapaba.

— Suelta...me. Yo no te hice nada…

— ¿No me hiciste nada? — respondió Verlah con voz ronca, su tono lleno de desconfianza — ¿Acaso no eres cómplice de aquellos que me arrebataron todo? — Sus palabras resonaron con una amargura que cortaba como un cuchillo afilado —. ¿Acaso no recuerdas a mi madre?

— Eres una maldita.

— Me han dicho cosas peores — respondió Verlah con desdén, haciendo aparecer sus cadenas, las cuales siempre estarían con ella, incluso en su regreso a la vida —. Ahora te toca pagar por lo que hiciste. ¿Crees que me olvidaría que te hiciste pasar por la amiga de mi madre solo porque querías ser una mujerzuela que quería estar entre las piernas de mi padre?

Diane reaccionó rápidamente, haciendo que su bastón se transformara en una espada cuyo brillo azul cegó momentáneamente a Verlah y a su hijo, quien se puso alerta por si la anciana llegaba a atacar.

— Oh, todavía conservas la espada azul — comentó Irina con ironía —. Es una lástima que eso no te vaya a servir de nada.

Con un movimiento ágil, Verlah extendió las cadenas de castigo que le habían puesto al momento de su ejecución. Aquellas cadenas, imbuidas de un poder oscuro y ancestral, permanecerían con ella por siempre. No había fuerza en el mundo capaz de quitárselas. A pesar de haber muerto y vuelto a la vida, las cadenas de la pena estarían con ella siempre, recordándole su sufrimiento y su propósito. Las cadenas parecían tener vida propia. Surgían de sus brazos y su espalda, moviéndose con una gracia siniestra. Eran largas y terroríficas, cada eslabón teñido de un rojo profundo, como si estuvieran impregnadas de la sangre de sus víctimas y de su propio sufrimiento. El sonido de los eslabones chocando resonaba en el establo, un eco metálico que intensificaba la atmósfera de miedo.

Diane, aún débil en el suelo, observaba con horror cómo las cadenas se movían, serpenteando y entrelazándose en el aire. Eran más que simples herramientas de tormento; eran una extensión de la propia voluntad de Verlah, manifestaciones físicas de su dolor y su deseo de venganza.

—Estas cadenas —dijo Verlah, su voz cargada de una mezcla de resentimiento y satisfacción— son mi legado. Fueron forjadas en el dolor y la traición. Y ahora, Diane, serán tu sentencia.

Con un gesto, Verlah hizo que las cadenas se enrollaran alrededor de Diane, aprisionándola. Diane sintió el frío del metal y el peso de la desesperación que emanaba de cada eslabón. Intentó liberarse, pero las cadenas se apretaban más con cada movimiento, como si tuvieran voluntad propia.

—No hay escapatoria para ti —continuó Verlah—. Sentirás lo que yo sentí. Pagarás por cada lágrima, por cada grito ahogado.

El joven, que observaba la escena con una mezcla de emoción y tristeza, dio un paso adelante, pero después retrocedió. No era algo que le incumbia.

—Verlah, por favor... —intentó decir, su voz quebrada—. No sabía el alcance de mi traición. Pensé que estaba haciendo lo correcto.

Las cadenas se tensaron un poco más, como respuesta a sus palabras, y Verlah se inclinó hacia ella, sus ojos ardiendo con un fuego intenso.

—El tiempo de las disculpas ha pasado, Diane. Ahora es el tiempo del castigo.

La oscuridad del establo parecía cerrarse alrededor de Diane, mientras la realidad de su situación se hacía cada vez más clara. Estaba en manos de una fuerza vengativa, y el camino hacia la redención sería largo y doloroso. Las cadenas soltaron a la pobre Diane, quien, en un intento desesperado por escapar, se transformó en una serpiente. Intentó deslizarse lejos, pero las cadenas de Verlah la persiguieron, azotándola sin piedad y provocándole gritos de dolor tan intensos que resonaron por todo el establo.

Los gritos de Diane eran desgarradores, llenos de sufrimiento y desesperación. Kaelan, el hijo de Verlah, hizo una mueca de disgusto al ver la crueldad de su madre. Incapaz de soportar la vista, se giró, mirando hacia el suelo. Sabía que su madre era malvada y que tenía una insaciable sed de venganza, pero jamás había imaginado a qué extremos llegaría su crueldad. Sin embargo, él, más que nadie, comprendía que esto solo era el comienzo de la tormenta que se avecinaba sobre todos aquellos que habían cruzado el camino de Verlah.

—¡Madre, basta! —gritó Kaelan, su voz temblando de angustia—. Esto no es justicia, es pura tortura. No somos monstruos.

Verlah se detuvo por un momento, mirando a su hijo con una mezcla de sorpresa y desafío.

—Kaelan, esto es necesario. Ella debe pagar por sus crímenes, debe sentir el mismo dolor que nos causó.

—Pero no así —respondió Kaelan, sus ojos llenos de lágrimas—. La venganza no nos traerá paz. Solo perpetuará el ciclo de odio y dolor.

Verlah vaciló, sus cadenas deteniéndose en el aire. La tensión era palpable, como si una batalla interna se librara dentro de ella. Finalmente, las cadenas retrocedieron, cayendo al suelo con un estruendo metálico.

—Tal vez tengas razón, hijo mío —dijo Verlah en voz baja, aunque su mirada seguía siendo dura—. Pero ella aún debe enfrentar las consecuencias de sus acciones.

Diane, aún en su forma de serpiente, se retorcía de dolor en el suelo. La transformación había sido un intento desesperado por escapar, pero ahora se encontraba más indefensa que nunca. Con un esfuerzo supremo, volvió a su forma humana, su cuerpo magullado y su espíritu quebrado. Verlah sonrió ampliamente; las cadenas desaparecieron, aunque solo de la vista humana. Ella se acercó a Diane y se agachó a su altura.

—No te mataré. Dejaré que vivas y le cuentes a todos que la bruja que asesinaron todavía sigue con vida —susurró en el oído de Diane, quien lloraba desconsoladamente—. Puedes ir corriendo con mis padres y darles las buenas nuevas o tal vez puedes ir corriendo a Aureum, como lo hiciste aquella vez. Por ti me atraparon, y déjame decirte que tanto a ti como a mi padre les espera la peor parte. No importa dónde se escondan, los encontraré y los mataré a ambos.

Dejó un beso en la lastimada mejilla de Diane, un gesto cruelmente contradictorio con sus palabras.

—Pero antes de encargarme de ustedes, necesito encontrar a mi hija. Dime, Diane, ¿dónde se encuentra Mareia?

—No... no sé... —balbuceó Diane, su voz temblando de miedo.

—¡Responde ya! Sé que ella no está muerta.

—Sir Eris decidió llevarla con una familia, pero aquella familia ya está muerta... no sé dónde está tu hija.

—¿Estudia en la academia? —insistió Verlah, su tono amenazador.

—Yo no… sé.

—¡Respóndeme con la verdad, asquerosa serpiente!

Diane tembló, sabiendo que debía decir algo que pudiera calmar la ira de Verlah, aunque fuera temporalmente.

—Ella estudia Elementos. Está en segundo año, pero hace tiempo que no la veo.

Verlah se levantó lentamente, su expresión fría y calculadora. Miró a Kaelan, quien había permanecido en silencio durante todo el intercambio.

—Kaelan, tenemos un nuevo objetivo. Encontraremos a Mareia y, después de eso, nos ocuparemos del resto.

Kaelan asintió, aunque en su interior aún luchaba con la moralidad de sus acciones y las de su madre. Verlah volvió su atención a Diane una última vez.

—Reza, Diane. Reza por tu vida y por la de mi padre. Porque cuando los encuentre, no habrá lugar en el mundo donde puedan esconderse de mi venganza.

Con esas palabras, Verlah y Kaelan se alejaron, dejando a Diane en el suelo, destrozada y llena de miedo. Sabía que su tiempo era limitado y que debía encontrar una manera de advertir a los demás antes de que Verlah cumpliera sus amenazas.

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Alexaider Pineda
me encanta este inicio ,tienes un gran talento
dana hernandez
Solo con este texto, empiezo a amar el libro 😍
Lourdes Castañeda
hola, podrías tradicirnos el francés, para saber que dice, muchas gracias y está muy buena la historia.
Rimur***
Retiro lo dicho anteriormente, ya no entendi nada.
Rimur***
No hablo francés pero creo que de momento entiendo lo que dice.
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