Alejandro es un político cuya carrera va en ascenso, candidato a gobernador. Guapo, sexi, y también bastante recto y malhumorado.
Charlotte, la joven asistente de un afamado estilista, es auténtica, hermosa y sin pelos en la lengua.
Sus caminos se cruzaran por casualidad, y a partir de ese momento nada volverá a ser igual en sus vidas.
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Ecos de tensión
Capítulo 23: Ecos de tensión
El sol de la mañana apenas comenzaba a iluminar la pequeña posada costera, cuando el equipo de campaña comenzó a despertar, perezosamente. El último día de descanso prometía ser breve: una caminata obligatoria por la playa para "oxigenar las ideas", un desayuno ligero con demasiadas frutas y poco café fuerte, y algo de tiempo libre antes de que la rutina implacable de la gira electoral los reclamara. El aire salado, sin embargo, ofrecía una pausa bienvenida del ambiente enrarecido de los auditorios.
Charlie, como siempre, fue de las primeras en levantarse, con la energía intacta y la sonrisa lista para enfrentar la brisa marina. Sus jeans cortos, ligeramente desgastados, y una blusa suelta color coral le daban un aire inusualmente relajado, pero sin perder esa elegancia natural y audaz que la caracterizaba.
Marco apareció en el pasillo mientras ella bajaba con su café en mano, el vapor perfumado mezclándose con el olor a salitre. Su cámara, una extensión de su brazo, colgaba del hombro, aunque su atención estaba claramente fijada en Charlotte.
—Buenos días, Charlie —dijo, intentando sonar casual, aunque su entusiasmo juvenil se filtraba en la voz como agua en una grieta—. ¿Lista para la playa? La luz es increíblemente difusa.
—Totalmente —respondió Charlotte con un guiño, probando el café con una mueca de aprobación—. Pero solo si prometes guardar esa caja negra demoníaca por al menos treinta minutos y no arruinar la caminata con tus fotos excesivamente artísticas de «el candidato reflexionando junto al mar». Quiero disfrutar del sol, no de tu obsesión con la luz dorada y la metáfora visual.
Marco rió, un sonido ligero y genuino, y la siguió mientras bajaban las escaleras que daban al patio interior.
—Trato hecho. Me ofrezco como caballero de compañía que solo habla de cosas triviales y sin trasfondo político. ¿Aceptas? —dijo, ofreciéndole su brazo con una inclinación exagerada.
—Acepto. Pero te advierto que mis trivialidades suelen ser más interesantes que los informes que tiene que leer Alejandro —replicó Charlotte, encogiéndose de hombros.
Desde el balcón de su habitación, que daba al patio trasero y a la playa, Alejandro los observaba. Acababa de salir de una ducha helada, su camisa de lino blanco aún parcialmente desabrochada, el cabello oscuro y mojado. No era que quisiera intervenir en los asuntos de sus empleados, ni mucho menos, pero no podía evitar notar cómo Marco se acercaba con naturalidad a Charlotte y cómo ella respondía con su humor característico. Cada gesto, cada risa compartida en el tranquilo amanecer, le generaba una sensación extraña, casi desagradable. Era una punzada de dislocación, la incomodidad que se siente cuando algo perfectamente ordenado —su campaña, su equipo— se salía de su patrón.
Al salir al exterior, la brisa marina despeinaba ligeramente el cabello rojizo de Charlotte. Marco ajustaba la correa de la cámara, intentando concentrarse en el paisaje, pero cada tanto miraba a Charlotte con una mezcla de admiración y nerviosismo que a Alejandro no se le escapó. Charlotte, consciente de la mirada penetrante de Alejandro desde la distancia —porque sentía su intensidad incluso sin verlo—, se permitió mantener su actitud irreverente y ligera, combinando sarcasmo con una risa suave que llenaba el aire.
—Y bien, Señor Caballero de Compañía —dijo Charlotte, mientras caminaban por la arena húmeda, alejándose del hotel y sus responsabilidades—. Ya que la campaña está en cuarentena, hablemos de cosas realmente importantes. ¿Qué es lo más ridículo que has hecho en un fin de semana libre? ¿Alguna vez te has perdido en un festival de música indie en el lugar equivocado?
Marco se rió, el sonido de sus risas llegó, amortiguado pero audible, hasta el balcón de Alejandro.
—Una vez, en la universidad, intenté aprender a hacer surf en un lago. Un lago, Charlie. Y el resultado fue que mi tabla se rompió, perdí el traje de baño en el proceso y tuve que caminar de vuelta al campus envuelto en una toalla con estampados de patitos. Mi dignidad nunca se recuperó.
Charlotte soltó una carcajada ruidosa.
—¡Eso es glorioso! Al menos tú no tienes que vestirte como un político conservador por exigencias del guion. Lo más ridículo que hago yo es debatir durante media hora sobre si una corbata debe ser de seda o de lana con un hombre que tiene menos paciencia que un bebé. A ver si adivinas quién.
Marco sonrió.
—Creo que él necesita que alguien lo haga con humor y sin miedo. Lo mantienes cuerdo, Charlie. Si no fueras tú, yo diría que el señor Montalbán se habría oxidado por completo al final de la primera semana.
Desde la terraza, Alejandro observó cómo Charlotte se giraba hacia Marco, sonriendo de forma cómplice. Por un momento, sintió una punzada de celos inesperada, una sensación que no había experimentado desde la adolescencia. Era un aguijón helado, mezclado con curiosidad y un creciente interés que ya no podía ignorar. No podía apartar la vista de Charlotte, y al mismo tiempo, cada gesto de complicidad con Marco le resultaba irritante y, lo más extraño, una amenaza a su autoridad, aunque fuera en el ámbito puramente social.
Alejandro se abrochó la camisa de lino con movimientos bruscos. La incomodidad era física. Decidió que era una cuestión de control: Marco era demasiado informal, y Charlotte necesitaba que alguien le recordara que, aunque fuera día de descanso, la profesionalidad se mantenía.
Durante la caminata, Charlotte y Marco se adentraron en temas más personales.
—¿Y de dónde viene esa pasión tuya por el arte y el color? —preguntó Marco, con genuino interés—. Es evidente que no te conformas con el gris y el beige de los discursos.
—Mi madre era diseñadora de moda, mi padre arquitecto. Crecí entre bocetos, maquetas y debates sobre si el rojo era poder o vulgaridad —explicó Charlotte, pateando suavemente la espuma de una ola que rompía—. Supongo que mi cerebro está cableado para buscar la armonía y, si no la encuentra, forzarla. El mundo político, con su monocromía de poder, es mi mayor desafío. Necesito inyectarle color, o me marchito. ¿Y tú? ¿Por qué la cámara? No pareces el típico cazador de exclusivas.
—No lo soy. Mi padre fue corresponsal de guerra. Siempre estaba en lugares importantes, pero mi madre decía que nunca estaba en casa. Yo crecí haciendo fotos de cosas pequeñas: las telarañas por la mañana, los detalles de las manos de mi abuela. Busco la historia no en el gran titular, sino en el detalle que la gente no ve. Algo real, que sobreviva al tiempo. —Marco se detuvo y la miró—. Es mucho más difícil fotografiar algo real que algo importante.
Charlotte asintió, su burla habitual suavizada por la seriedad de la confesión.
—Es una filosofía preciosa. Y muy peligrosa en este negocio, Marco. Aquí solo importa lo importante, aunque sea falso.
Desde la terraza, Alejandro se rindió. No podía concentrarse en los informes de la agenda. Cada risa, cada mirada entre Charlotte y Marco le recordaba la distancia que él mismo había impuesto: su disciplina férrea lo convertía en un observador, mientras Marco, con su ligereza, era el participante. Sentía que el fotógrafo, sin proponérselo, estaba ocupando un espacio que Alejandro, por su naturaleza, no sabía cómo reclamar.
De pronto Charlie detuvo sus pasos, Marco se quedó viéndola.
—Sabes —dijo Marco, en un susurro casi inaudible—, estos momentos son los que realmente valen la pena. No las fotos, ni los discursos, ni los aplausos. Solo esto… estar aquí, hablando de algo que no tiene un impacto directo en las encuestas.
Charlotte lo miró de reojo, divertida, pero con un toque de seriedad que pocas veces mostraba.
—Estoy de acuerdo. Pero no creas que eso te da puntos extras conmigo, Marco, para que dejes de ponerle filtros de Instagram a mi candidato —comentó con picardía, volviendo a su tono habitual—. Tendrás que ganártelos. Y eso incluye dejar de idolatrarme por mi capacidad de burlarme de mi jefe.
Marco sonrió.
—Lo sé, Charlie. Pero es un gran punto de partida.
Mientras tanto, Alejandro se retiró a su habitación, cerrando el balcón de golpe. La imagen de Charlotte y Marco caminando y riendo juntos quedaba grabada en su mente, generándole una sensación de inquietud que no estaba dispuesto a reconocer. Sentía que debía mantenerse distante, racional, profesional. Pero algo en su interior empezaba a rebelarse contra su propia disciplina. La irritación con Marco era solo un síntoma.
Charlotte, por su parte, permanecía ajena a la complejidad de los sentimientos de Alejandro. Disfrutaba del humor, de la ligereza de la caminata, de la compañía de Marco y de su propio ingenio. Cada broma, cada gesto era una forma de marcar su independencia y, al mismo tiempo, mantener el control de la situación. Para ella, Marco era un divertido colega, un alivio cómico ante el drama constante de Alejandro Montalbán.
Al final del día, el sol descendía sobre la playa y Charlotte y Marco regresaron a la posada. Ella estaba satisfecha: había logrado disfrutar del paseo sin comprometer su humor ni su autoridad. Marco estaba encantado: había logrado acercarse un poco más, sin cruzar límites, dejando entrever su interés sin presionar.
Alejandro, desde la ventana de su habitación —esta vez oculto tras la cortina—, vio cómo regresaban. Una mezcla de curiosidad, incomodidad y algo indefinible se instaló en él. Comprendió que la gira no solo ponía a prueba la resistencia del equipo, sino también las emociones que él mismo no estaba dispuesto a admitir. Charlie, con su picardía y confianza, seguía dominando el espacio que él no sabía cómo reclamar. Y Marco, sin proponérselo, comenzaba a ocupar un lugar de ligereza y confianza que Alejandro, por su propia rigidez, estaba dejando vacío.
El día cerró con la brisa marina rozando la posada y la sensación de que nada volvería a ser igual.