El destino de los Ling vuelve a ponerse a prueba.
Mientras Lina y Luzbel aprenden a sostener su amor en la vida de casados, surge una nueva historia que arde con intensidad: la de Daniela Ling y Alexander Meg.
Lo que comenzó como una amistad se transforma en un amor prohibido, lleno de pasión y decisiones difíciles. Pero en medio de ese fuego, una traición inesperada amenaza con convertirlo todo en cenizas.
Entre muertes, secretos y la llegada de nuevos personajes, Daniela deberá enfrentar el dolor más profundo y descubrir si el amor puede sobrevivir incluso a la tormenta más feroz.
Fuego en la Tormenta es una novela de acción, romance y segundas oportunidades, donde cada página te llevará al límite de la emoción.
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Máscaras bajo la luna
Capítulo 18: Máscaras bajo la luna
Había algo que no cuadraba.
El sonido suave de las olas golpeando la orilla debería tranquilizarme, pero en lugar de paz, me traía más inquietud.
El vaivén del mar era como un recordatorio cruel de que todo parecía en calma… mientras debajo de la superficie se agitaban corrientes oscuras.
No podía quitarme de la mente la imagen que acababa de presenciar: Luis, en la terraza, conversando con Rita como si fueran viejos amigos.
Demasiada familiaridad, demasiada comodidad para ser dos desconocidos que apenas acababan de cruzar caminos.
Desde la distancia, vi la sonrisa de Rita.
No era la típica sonrisa seductora o manipuladora que mostraba a los demás.
Era distinta.
Críptica.
Como si ocultara un código detrás de cada curva de sus labios.
Una sonrisa que parecía decir más de lo que sus palabras podían pronunciar.
Y Luis… con ese aire ensayado de perfección.
Cada gesto medido, cada asentimiento calculado, cada palabra pronunciada como si la hubiera practicado frente a un espejo mil veces.
Como si su vida fuera un guion que conocía de memoria.
Tragué saliva.
Un presentimiento me oprimía el pecho, cada vez más fuerte.
Lo sabía.
Algo pasaba.
Algo no estaba bien.
Apreté el borde de la taza de café que sostenía hasta sentir el calor filtrarse en mi piel.
El amargor del líquido no me calmaba, al contrario: amplificaba el nudo en mi garganta.
Desde que llegó, Luis había sido demasiado perfecto.
Siempre con la respuesta adecuada, con la sonrisa en el momento exacto, incluso con los silencios medidos para no incomodar.
Ni un movimiento en falso, ni un titubeo.
Y ahora, verlo junto a Rita, tan sincronizados, era como observar una coreografía diseñada para engañar a cualquiera.
¿Coincidencia?
¿Casualidad?
No.
Era demasiado turbio.
Sentí que debía moverme.
Hacer algo.
No podía simplemente quedarme observando como una espectadora pasiva mientras el escenario a mi alrededor se llenaba de trampas invisibles.
Giré sobre mis talones y caminé con pasos rápidos hacia la habitación donde Lina estaba acostando a Belian.
Abrí la puerta y cerré tras de mí, bajando la voz como si las paredes pudieran traicionarme.
Lina levantó la mirada en cuanto me vio, bajando de inmediato el volumen de la canción de cuna que tarareaba para su hijo.
—¿Pasó algo? —preguntó, alerta, con ese instinto de madre que la volvía más perceptiva que cualquiera.
Me acerqué despacio, intentando mantener el control de mi voz aunque mi corazón latía como un tambor de guerra.
—Creo que Rita y Luis se conocen… desde antes. Y lo están ocultando.
Las cejas de Lina se alzaron en sorpresa.
—¿Estás segura?
Asentí, apretando los labios.
—No tengo pruebas todavía, pero lo siento. Lo noto en la forma en que se miran, en cómo hablan… es como si todo en ellos fuera una actuación. Una máscara.
Lina se quedó pensativa unos segundos, sus ojos claros buscándome como si intentara leer entre mis palabras.
—¿Y qué planeas hacer?
Tomé aire, enderezando la espalda.
—Necesito saber quiénes son. Qué quieren. Si están aquí por casualidad… o por algo mucho más oscuro.
Ella asintió lentamente, bajando la mirada hacia Belian, que dormía tranquilo en su cuna, ajeno a los fantasmas que rondaban alrededor de nuestras vidas.
—Déjamelo a mí. Luzbel ya regresó a la ciudad con la excusa de adelantar asuntos del negocio. En realidad, le pedí que investigara a Luis y a Rita. Por eso se fue antes.
Mis ojos se iluminaron como si alguien hubiera encendido una chispa dentro de mí.
—¿En serio? —susurré con un hilo de alivio—. Gracias, Lina.
Ella sonrió apenas, acariciando la manita de su hijo.
—No tienes que agradecerme. Somos hermanas. Y si esos dos están tramando algo, te juro que no voy a dejar que te hagan daño.
La emoción me apretó la garganta, pero también la determinación.
No podía quedarme de brazos cruzados.
No ahora.
Esperé unos minutos, hasta que Lina se concentró de nuevo en Belian, y me escabullí por el costado de la cabaña.
Caminé despacio hasta la galería trasera que daba al jardín.
El aire nocturno estaba cargado de humedad, la brisa marina traía consigo un murmullo inquietante que se mezclaba con los latidos de mi corazón.
Desde ahí, los vi otra vez.
Luis hablaba en voz baja, su cuerpo inclinado hacia Rita con la naturalidad de alguien que conocía a la persona frente a él desde hacía años.
Ella lo escuchaba con atención, los labios curvados en esa sonrisa enigmática que me helaba la sangre.
Y entonces, un gesto que me hizo fruncir el ceño.
Luis deslizó algo en su bolsillo.
Un papel, una nota.
No alcanzaba a distinguir bien, pero lo vi.
Y lo que vi fue suficiente: el destello de complicidad en los ojos de ambos, esa clase de gesto que nunca tendría lugar entre simples conocidos.
No.
Esto no era normal.
Iba a dar un paso hacia adelante, pero una voz baja, profunda y cargada de ironía me detuvo en seco.
—¿Disfrutando del paisaje o planeando tu próxima trampa?
Me giré de golpe, el corazón saltándome en el pecho, y me encontré con Alexander.
Estaba apoyado contra la baranda, la luz de la luna recortando su silueta y dándole un aire casi irreal.
Esa mirada suya, la que siempre lograba leerme incluso antes de que yo dijera una palabra, estaba fija en mí.
—Observando —respondí al fin, tratando de sonar tranquila.
Alexander no pidió explicaciones.
No las necesitaba.
Caminó hacia mí con pasos seguros, y su sombra me envolvió como una amenaza y un refugio al mismo tiempo.
—Lina me contó lo que sospechas —murmuró, su mirada fija en Luis y Rita—. Y te creo.
Su tono era tan firme, tan seguro, que por un instante olvidé el resentimiento que llevaba clavado por culpa de nuestras heridas.
Por un instante, sentí alivio.
—¿Y qué harás? —pregunté, conteniendo la respiración.
Alexander se cruzó de brazos.
Su mandíbula estaba tensa, sus ojos afilados como cuchillas bajo la luz plateada.
—Haré lo que sé hacer —respondió con frialdad—. Investigar sin que se den cuenta. Que se sientan cómodos, seguros… hasta que bajen la guardia.
Lo miré, y mi piel se erizó.
Dios, se veía tan peligroso.
Tan frío.
Tan calculador.
Pero al mismo tiempo… jodidamente atractivo.
No pude evitar soltar una media sonrisa.
—¿Sabes que pareces salido de una película de espías, verdad?
Alexander giró apenas el rostro hacia mí.
Su sonrisa fue más sombra que luz.
—No necesito una película. Yo soy la pesadilla que nadie quiere ver venir.
Un escalofrío recorrió mi espalda, pero no era miedo.
Era deseo.
Era atracción.
Era ese fuego prohibido que se encendía cada vez que él estaba cerca.
Tragué saliva y murmuré:
—Prométeme que no harás nada que ponga a Lina o a Belian en peligro.
Sus ojos me sostuvieron, implacables.
—Nunca —dijo sin dudar—. Pero tú también prométeme algo.
—¿Qué?
—Que no le darás más oportunidades a Luis… sin saber quién es realmente.
El silencio cayó entre nosotros, pesado, cargado de significados ocultos.
Ambos sabíamos lo que esa promesa implicaba.
Alexander se inclinó apenas hacia mí, su voz rozando mi oído como un secreto.
—Y por cierto… no me gustó que le escribieras a Luis para que viniera.
Lo miré, arqueando una ceja.
—Ah, ¿y tú qué? ¿Acaso no hiciste lo mismo trayendo a Rita?
Su sonrisa se ladeó, amarga.
—Solo seguí un consejo que ya me arrepiento de haber tomado.
Y ahí estaba.
Celoso.
Lo vi en su mirada, en la tensión de su mandíbula.
Y ese simple detalle me hizo sonreír.
—Entonces estamos a mano —susurré.
Él no respondió.
Solo me sostuvo la mirada.
Y en ese instante, lo supe: si me besaba, no lo detendría.
No esta vez.
Pero no lo hizo.
En cambio, giró de nuevo hacia el jardín, su silueta recortándose contra la luna.
—No confíes en nadie más que en mí, Daniela.
Ni siquiera en quienes fingen ser perfectos.
Y sin esperar mi respuesta, desapareció en la oscuridad como un fantasma.
Me quedé sola, con el corazón latiendo a toda velocidad, las palabras de Alexander clavadas en mi pecho como dagas ardientes.
Y entendí que el juego apenas había comenzado.
Que no terminaría hasta que todas las máscaras cayeran.