«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»
Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.
En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.
«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.
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Los Primeros Vecinos
Saúl fingió que no lo había sentido, porque claro, nadie con un ego tan bien lubricado iba a admitir que tenía nervios o que, tal vez, le dolió un poco. Raúl, mientras tanto, desvió la mirada hacia un ficus marchito en la esquina del salón, fingiendo un interés repentino en la botánica. Pero la sonrisa que se escondía en las comisuras de sus labios lo delató, convirtiendo el ficus en el testigo involuntario de uno de esos momentos donde el aire entre hermanos oscila entre la burla y el afecto.
María José ajustó sus gafas con ese gesto que había perfeccionado en años de lidiar con adolescentes revoltosos. Sus ojos, entrecerrados tras los cristales, podrían haber congelado un desierto.
—En el fondo —sentenció, señalando con un dedo acusador el rincón más alejado del salón—, donde puedan concentrarse en sus propias posturas.
El énfasis en "propias" flotó en el aire como una advertencia, mientras los gemelos intercambiaban una mirada que contenía toda una conversación silenciosa. Sus pasos sincronizados resonaron en el parqué mientras se dirigían al fondo del salón, sus shorts protestando con cada movimiento. Saúl, en un alarde de flexibilidad innecesaria, se agachó para "acomodar" su colchoneta, provocando un sonido sospechosamente similar a tela estirándose al límite.
—Cuidado con esos shorts, Saúl —murmuró Raúl lo suficientemente alto como para que todos escucharan—. La garantía no cubre accidentes por exceso de ego.
La puerta se abrió de nuevo con un chirrido dramático, como si quisiera anunciar la entrada triunfal de la anciana Rosita y su nieta Olivia. Rosita avanzó con la energía de alguien que llevaba décadas ignorando el peso de los años, su moño perfectamente sujeto con horquillas que parecían capaces de sobrevivir a un huracán. Olivia, en cambio, se deslizaba tras ella como una sombra, visiblemente incómoda en su ropa deportiva, que parecía más prestada que elegida. Sus zapatillas rechinaban contra el suelo, mientras su mirada buscaba desesperadamente algún rincón donde desaparecer.
—¡Venga, cariño! —exclamó Rosita, dándole una palmadita en la espalda que la empujó un paso hacia adelante—. A tu edad, yo también hacía yoga. Aunque en mis tiempos lo llamábamos “hacer el mono” y lo practicábamos para impresionar a los chicos guapos.
Olivia dejó escapar un gemido ahogado, su rostro adoptando el tono de un tomate maduro. Su abuela, sin inmutarse, lanzó una carcajada que rebotó por todo el salón como si hubiera contado el chiste del año. Los gemelos, instalados en una esquina que habían convertido en su trono improvisado, intercambiaron miradas cómplices antes de estallar en risitas contenidas.
—¿Hacer el mono? —murmuró Saúl entre dientes, inclinándose hacia Raúl, aunque con volumen suficiente para que todos lo escucharan—. ¿Eso incluye bananas o solo flexibilidad?
Raúl se cubrió la boca con la mano, intentando disimular su risa, aunque el temblor en sus hombros lo delató de inmediato. Olivia, por su parte, apretó los labios como si estuviera conjurando un hechizo para volverse invisible. Pero Rosita no se dejó intimidar.
—¡Claro que sí, muchacho! —replicó, guiñándole un ojo con una chispa de picardía que podría haber iluminado toda la habitación—. Y déjame decirte, en mi época éramos más flexibles que una goma de borrar usada. Si quieres, te enseño después de la clase.
El salón estalló en carcajadas, y hasta Olivia no pudo evitar soltar una sonrisa, aunque rápidamente intentó esconderla tras su mano. Rosita, triunfante, avanzó hacia el centro de la sala como una diva en la alfombra roja, mientras Olivia seguía rezagada, murmurando algo sobre lo injusto que era tener una abuela más popular que uno mismo.
La puerta del salón se abrió con un estrépito teatral, como si el universo mismo quisiera anunciar la llegada de un huracán de perfume azucarado y risas cómplices. Virginia apareció al frente, irradiando confianza y brillo en un conjunto deportivo rosa tan intenso que cualquier planta cercana podría haber empezado a crecer hacia ella. La ligera abrazaba cada una de sus curvas con devoción, como si hubiera sido moldeado directamente sobre su piel, y con cada paso parecía reflejar la luz como una bola disco particularmente traviesa. Las hojas del ficus marchito de la esquina temblaron, quizás por el viento inexistente o, más probablemente, por pura envidia.
Detrás de ella, Rosario hizo su entrada en silencio, pero no menos impactante. Mientras Virginia era todo una explosión y resplandor, Rosario se movía como una sombra voluptuosa, vestida de negro de pies a cabeza. Su conjunto parecía haber sido diseñado con un único propósito: provocar pensamientos indebidos. El corte ajustado enfatizaba sus caderas en un vaivén que desafiaba las leyes de la física y prometía inspirar más de un poema romántico... o prohibido. Cada movimiento suyo era calculado y letal, como el de una pantera acechando, aunque esta pantera parecía estar perfectamente consciente de todo el salón ya había caído en su trampa.
—¡Qué ilusión! —exclamó Virginia, si gustan aguda y alegre que podía haber roto cristales. Dio un par de saltitos emocionados, poniendo a prueba de su top deportivo, que respondió al desafío con un esfuerzo heroico pero titubeante. Sus pechos siguieron la festividad con un rebote que no solo desafió la gravedad, sino que también la flor de inmediato la atención de los gemelos Saúl y Raúl, tienes una esquina privilegiada se miraron con una mezcla de admiración y travesura que requería pocas palabras.
Saúl Se inclinó ligeramente hacia su hermano.
—¿Estás pensando lo que yo estoy pensando? —murmuró, sin apartar la mirada.
—Si, pero no estoy seguro de si es legal —respondió Raúl, ahogando una risa que le tembló en los labios.
Mientras tanto, María José, que intentaba mantenerse un pie de profesionalismo, carraspeó con disimulo, aunque su mirada no pudo evitar desviarse por un segundo hacia festín visual que se desarrollaba frente a ella. Fue un instante fugaz, pero lo suficiente para que se sonrojara y desviara la vista hacia su botella de agua, como si tapón mal tapado fuera de repente un problema urgente.