Alonzo es confundido con un agente de la Interpol por Alessandro Bernocchi, uno de los líderes de la mafia más temidos de Italia. Después de ser secuestrado y recibir una noticia que lo hace desmayarse, su vida cambia radicalmente.
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Saga: Amor, poder y venganza.
Libro I
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Capítulo 22. Tu vida y tu tiempo.
—Y aquí estamos. Este será tu hogar a partir de hoy —anunció Alessandro, mientras Alonzo observaba en silencio el lugar que lo rodeaba.
El departamento era amplio, decorado con un estilo moderno y elegante. Cada rincón estaba cuidadosamente diseñado para brindar comodidad y, aunque el ambiente parecía cálido en apariencia, había una frialdad que resultaba innegable. Era como si el aire mismo estuviera impregnado con la presencia de Alessandro, una presencia que lograba transmitir una constante sensación de control.
Alonzo contuvo un suspiro. Recordaba bien la oferta que Alessandro le había hecho, un trato que se presentó como "beneficioso" para ambos. En su momento, estuvo a punto de rechazarlo y decirle algunas verdades al mafioso, pero tras pensarlo, comprendió que ser el señuelo en medio de un conflicto entre el gobierno y la mafia podría darle cierta ventaja… o, al menos, algo de libertad que tanto anhelaba.
—Ten. —Alessandro extendió un teléfono hacia Alonzo—. Aquí están grabados los números de Kai, Asher y la nutrióloga.
Alonzo tomó el móvil con expresión indiferente, pero su incomodidad era evidente—. No hace falta que cubras los gastos de mi embarazo, puedo hacerlo yo. —Su tono fue frío y distante; lo último que quería era tener una deuda con alguien como Alessandro.
—No estoy pidiendo tu permiso —respondió Alessandro con calma, mientras se acomodaba en el sofá de la sala y posaba la mirada en el vientre de Alonzo, aún plano—. Te estoy diciendo que lo haré. En todo caso, si ese bebé resulta ser mío, quiero asegurarme de no ser un mal padre.
Alonzo soltó una risa sarcástica y murmuró—. Pues serás un pésimo ejemplo con ese “empleo” que tienes.
La respuesta irónica de Alonzo arrancó una sonrisa fugaz en el rostro de Alessandro, quien levantó las cejas en un gesto curioso—. ¿Así que estás aceptando que es mío? —inquirió con una chispa de diversión en los ojos.
—No, solo hacía una suposición… por si en el futuro llega a tener hijos —respondió Alonzo con firmeza y continuó inspeccionando el resto del departamento, evitando la mirada de Alessandro. Pero sabía bien que el mafioso estaba entretenido observándolo.
Alessandro se levantó y lo siguió hasta la habitación principal, donde Alonzo se movía con un aire de desconfianza evidente. A Alessandro le resultaba casi entrañable, esa mirada recelosa le recordaba a Elio, en los primeros tiempos en que tampoco confiaba en él. Tal vez era esa conexión la que hacía la situación un tanto... intrigante.
—Puedes seguir con tu vida como mejor te parezca, —declaró Alessandro—. Pero cuando te contacte, quiero que estés disponible.
Alonzo se detuvo en seco y lo encaró, con una mirada que dejaba claro que no pensaba seguir ese juego sin entender los términos.
—¿Seguir con mi vida o estar disponible para usted? —respondió en tono desafiante—. Eso me confunde.
—Ambas cosas, Alonzo —Alessandro dio un paso hacia él, acortando la distancia entre ambos—. Recuerda que ahora eres mío. Tu vida y tu tiempo me pertenecen. Si no quieres terminar tres metros bajo tierra, más te vale que sigas mis instrucciones sin preguntas y sin quejas, ¿de acuerdo?
Alonzo sintió cómo su mandíbula se tensaba ante aquellas palabras. Su cuerpo se encontraba rígido y la frustración hervía bajo su piel, pero no era el momento ni el lugar para mostrar debilidad. Detestaba cada segundo en que debía estar bajo la sombra de Alessandro Bernocchi, el hombre al que preferiría ver a cientos de kilómetros lejos de él. Sin embargo, sabía bien que cualquier intento de rebelión podía significarle el final.
—De acuerdo, señor —respondió, aunque el desdén era evidente en su voz.
—Bien. —Alessandro asintió, claramente satisfecho, y se giró para dirigirse a la salida. Pero antes de cruzar el umbral, se detuvo y lanzó una última advertencia, sin siquiera mirarlo directamente—. Y, Alonzo… no pienses en huir o en acudir a la policía. Recuerda que tengo ojos en todas partes. Al menor indicio de traición, será tu cabeza la que esté en peligro.
El silencio se hizo pesado tras esas palabras. Alonzo lo observó salir y, en el momento en que la puerta se cerró tras él, dejó escapar un suspiro de frustración. Sabía que Alessandro hablaba en serio, que no había espacio para errores.
—Dios, esto será el infierno… —murmuró Alonzo, sintiéndose completamente atrapado en una situación que no había buscado.
Se dejó caer sobre el borde de la cama, suspirando mientras tomaba el celular. A simple vista parecía ser el suyo, pero no podía confiarse. Conociendo a Alessandro, probablemente ya lo habían manipulado de alguna manera para monitorearlo. Eso significaba que cualquier comunicación debía ser cuidadosa; no podía enviar nada comprometedor. Al revisar el registro de llamadas, se dio cuenta de la magnitud del caos que su ausencia había causado. Más de cien llamadas perdidas de Christian, acompañadas de decenas de mensajes de su jefe, dejaban clara su desesperación. Imaginó a su amigo al borde de la ansiedad, pensando en lo peor, tal vez incluso denunciando su desaparición.
Sabía que debía contactar a Christian y darle una explicación, pero el miedo lo invadía. La última cosa que quería era ponerlo en la mira de Alessandro, exponerlo a ese mundo peligroso en el que ahora estaba atrapado.
Sin embargo, no podía dejar a su amigo en la incertidumbre. Alzó el teléfono y buscó el contacto de Christian, pero antes de presionar el botón de llamada, apoyó la mano sobre su vientre plano. Bajó la cabeza, sintiendo el peso de sus pensamientos y susurró, como si realmente pudiera ser escuchado:
—Perdón, bebé… papá va a usarte como excusa.
Alonzo sintió una punzada de culpa en el pecho, pero no tenía opción. No quería mentirle a Christian, pero tampoco podía decirle la verdad.
Apenas terminó de hablar, la llamada se conectó, y la voz de Christian resonó al otro lado con un tono desesperado que casi lo deja sordo.
—¿Dónde mierda estás, Alonzo? —el grito histérico de su amigo atravesó el altavoz—. ¡Te he estado buscando día y noche! Te llamé más de cien veces y te mandé docenas de mensajes. ¿Por qué no respondías el maldito teléfono?
Alonzo cerró los ojos, sintiendo cómo la culpa le pesaba aún más en el pecho. Sabía que una disculpa por teléfono no sería suficiente para calmar a Christian, y entendía perfectamente su angustia. Con cada palabra, la presión de esa situación tan irreal lo iba consumiendo.