Lo secuestró.
Lo odia.
Y, aun así, no puede dejar de pensar en él.
¿Qué tan lejos puede llegar una obsesión disfrazada de deseo?
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Capitulo 22: Problemas no deseados
La mañana amaneció gris sobre la ciudad, un reflejo perfecto de cómo se sentía el ambiente en Liu Motors.
Nathan caminaba por el pasillo con paso firme, mientras Alex repasaba los documentos en su tablet, el ceño fruncido.
—Dime que exageran —murmuró Nathan, ajustándose los puños de la camisa.
—Ojalá —respondió Alex, sin levantar la vista—. Giulia pidió la reunión de urgencia. Dice que hay una cláusula mal firmada y una pérdida directa de casi medio millón.
Nathan frunció el entrecejo, deteniéndose frente a las puertas del ascensor.
—Eso no puede ser un error. Revisamos esos contratos línea por línea.
—Por eso mismo me preocupa —replicó Alex, bajando la voz—. O alguien dentro está filtrando información o alguien afuera está jugando con los documentos.
El ascensor se abrió con un leve pitido. Ambos entraron en silencio.
En el piso 24, la sala de juntas estaba fría, casi clínica.
Giulia Moretti esperaba de pie frente a la mesa de cristal, el cabello recogido con precisión, un traje beige sin una arruga. Su abogado hojeaba papeles en silencio, con expresión calculada.
—Gracias por venir tan pronto —dijo Giulia, en un tono que pretendía sonar cordial, pero no lo lograba.
—No suelo dejar pendientes en mi agenda —respondió Nathan, sin arrogancia, solo firmeza. Tomó asiento y dejó la carpeta sobre la mesa—. Vamos al punto.
Ella asintió y deslizó varios documentos hacia él.
—El consorcio de Milán detectó inconsistencias en los reportes de envío desde Monterrey. Las cifras no coinciden con las de aduana, y la diferencia representa un 3% de pérdida.
Nathan hojeó las páginas, su rostro impasible.
—¿Y los originales?
—Enviados por correo certificado hace dos días —dijo el abogado—. Pero el margen firmado en la cláusula siete no corresponde al último acuerdo.
Nathan giró el documento hacia Alex, que lo revisó rápido.
—Esto fue modificado —murmuró Alex—. El formato y el sello no son nuestros.
Giulia apretó los labios.
—No estoy acusando a nadie. Solo quiero aclarar qué está pasando antes de que esto llegue a la junta directiva.
Nathan alzó la mirada, tranquilo, pero la tensión era visible en la línea de su mandíbula.
—Y haces bien. Si el contrato fue alterado, no es un error menor. Es fraude.
El silencio cayó. Giulia lo sostuvo la mirada, sorprendida por su tono sereno. No era el hombre arrogante que esperaba, sino alguien que sabía perfectamente el peso de sus palabras.
Nathan continuó, midiendo cada sílaba.
—Voy a ordenar una auditoría inmediata sobre toda la documentación del proyecto Monterrey. También se revisarán las firmas y sellos de exportación. Si hay manipulación, la detectaremos.
Giulia asintió, aunque el gesto fue apenas perceptible.
—Bien. Aprecio tu disposición.
Nathan cerró la carpeta y se inclinó ligeramente hacia ella.
—Lo que no voy a permitir es que esto trascienda sin pruebas. Así que, hasta tener los resultados, te pediré que no contactes a prensa ni a los demás consorcios. Sabes lo que una filtración puede hacer en menos de una hora.
—Por supuesto —respondió ella, recuperando su tono formal—. No tengo interés en dañar una relación comercial.
Alex observaba la escena en silencio, impresionado. Nathan no había levantado la voz, no había usado su habitual sarcasmo, pero había dejado claro quién tenía el control.
Giulia guardó los documentos con gesto contenido y se levantó.
—Te mantendré informada de cualquier novedad desde Italia.
Nathan asintió una sola vez.
—Y yo de cualquier hallazgo aquí.
Cuando ella salió del salón, Alex soltó el aire que llevaba conteniendo.
—No voy a mentir, pensé que ibas a estallar.
Nathan se quitó la chaqueta y la dejó sobre la silla.
—No sirve de nada gritar cuando lo que necesitas es pensar.
—¿Y si realmente hay alguien tocando los contratos? —preguntó Alex.
Nathan se apoyó en la mesa, mirando por el ventanal.
—Entonces no estamos hablando de un error contable. Estamos hablando de una traición interna.
Su tono era bajo, pero el peso de sus palabras bastó para que el ambiente se cargara.
Alex cerró su tablet y lo miró de reojo.
—¿Por dónde empezamos?
Nathan encendió el cigarro que había mantenido guardado todo el día.
—Por donde siempre. Siguiendo el dinero.
Apenas Giulia y su abogado salieron del edificio, Nathan volvió a la sala.
El eco de los pasos se perdió entre el mármol y el cristal.
Alex ya estaba haciendo llamadas, coordinando al equipo contable y legal.
El ambiente había cambiado: ya no era un simple día de trabajo. Era una alerta.
Nathan se quitó el saco y lo dejó sobre la mesa.
—Haz que vengan los del área de seguridad y el equipo de auditoría interna. Quiero a todos en la sala de control en diez minutos.
Alex asintió, ya marcando el número.
—Voy. Y también llamaré a Diego del área legal. Este tipo tiene buen ojo para detectar alteraciones de sellos.
Nathan encendió otro cigarro —un mal hábito que solo aparecía cuando la situación lo ameritaba—. Caminó hasta el ventanal, mirando hacia la ciudad.
El cielo estaba gris, igual que la mañana, y en su reflejo se veía el rostro de un hombre que no temía a una crisis… pero tampoco la subestimaba.
Minutos después, el equipo estaba reunido.
Cuatro personas del departamento de seguridad corporativa, un auditor, un experto en firmas digitales y Alex, que ya tenía en su tablet los contratos escaneados.
—Bien —dijo Nathan, con voz firme—. Tenemos una posible manipulación en los documentos de Monterrey. No hay margen de error: quiero saber quién tuvo acceso, cuándo y desde qué terminal.
El jefe de seguridad, un hombre de unos cincuenta años con porte militar, asintió.
—Vamos a rastrear el acceso a la base de datos. Todo queda registrado en los servidores. Si alguien modificó los archivos, podremos identificar la cuenta.
—Perfecto. —Nathan cruzó los brazos—. Y si descubren que fue alguien interno… lo quiero fuera antes de que anochezca.
El ambiente se tensó. Nadie hablaba más de lo necesario.
El sonido de los teclados llenó el silencio, junto con el zumbido de los monitores.
Alex se acercó con una carpeta impresa.
—También pedí las grabaciones del sistema de cámaras del piso catorce, donde se archivan los documentos físicos. Si hubo alguien fuera de horario, lo veremos.
Nathan revisó los reportes que llegaban en tiempo real. Todo su rostro era concentración pura.
Ya no había ironía, ni sonrisa, ni ese aire de superioridad. Solo un hombre controlando una tormenta desde el ojo del huracán.
Uno de los técnicos levantó la vista.
—Señor Liu… hay algo.
Todos giraron hacia la pantalla. En el registro digital aparecía un ingreso con una clave de autorización duplicada.
El usuario: A. Moretti.
Alex se quedó mudo.
—¿A. Moretti? Eso… ¿no es la hija del presidente del consorcio de Milán?
Nathan no respondió de inmediato. Tomó el cigarro y lo apagó en el cenicero.
—Aseguren los registros. Nadie fuera de esta sala ve esa información.
El jefe de seguridad asintió y empezó a guardar copias encriptadas.
Alex lo miró con una mezcla de asombro y precaución.
—¿Crees que Giulia sepa que alguien dentro de su propio consorcio está tocando contratos?
Nathan apoyó las manos sobre la mesa, inclinándose apenas.
—Si lo sabe, está jugando doble. Si no, la están usando.
Alex lo observó, sabiendo que lo que venía no iba a gustarle.
—¿Qué vas a hacer?
Nathan levantó la vista, con ese brillo calculador que solo aparecía cuando su paciencia llegaba al límite.
—Primero, confirmarlo. Después… decidir si se soluciona con un acuerdo o con una guerra.
El jefe de seguridad intervino, con tono respetuoso.
—Señor Liu, ¿quiere que alertemos al equipo de relaciones internacionales?
Nathan negó despacio.
—No. Aún no. Esto no sale de aquí.
Se hizo un silencio cargado.
Alex se pasó la mano por el cuello, soltando un suspiro bajo.
—Sabes que esto puede escalar rápido.
Nathan asintió, sin apartar la vista de la pantalla donde brillaba el nombre de A. Moretti.
—Lo sé. Pero antes de que escale… prefiero saber quién puso la mecha.
El ruido de los motores llenaba el aire, mezclado con el olor a caucho quemado y gasolina.
El sol golpeaba sobre la pista improvisada —una vieja zona industrial donde los corredores callejeros se reunían cada fin de semana—.
Dylan estaba sentado sobre el capó de su coche, una botella de agua en la mano y las gafas puestas. Lucas daba vueltas como un perro nervioso, revisando los neumáticos; Eidan ajustaba la presión del aire y Valeria los observaba con su calma de siempre, aunque cualquiera que la conociera sabía que podía pasar de tranquila a volcán en cuestión de segundos.
—Entonces, ¿apostamos o no? —preguntó Aidan, con esa sonrisa competitiva.
—Ni loco —replicó Dylan, bajando de un salto—. No pienso deberte otra cena.
Lucas se rió.
—Ah, ¿todavía no le pagas la última?
—Es que escogió el restaurante más caro de la ciudad —respondió Dylan, rodando los ojos.
Valeria, entre risas, le lanzó la botella vacía.
—Dejen de discutir y vayan calentando motores.
El sonido de un motor distinto los interrumpió. Grave. Fino. Caro.
Los cuatro voltearon al mismo tiempo.
Un auto negro, de esos que no ves en la calle a menos que estés frente a un millonario o un político, se detuvo junto a la entrada del recinto.
Las puertas se abrieron lentamente, y de él descendió una mujer con el porte de quien cree que todo el mundo debería detenerse a mirarla.
Cabello castaño perfectamente peinado, gafas oscuras, perfume caro.
Cada paso suyo sonaba sobre el asfalto como un anuncio de guerra.
Valeria fue la primera en fruncir el ceño.
—Y esa… ¿de dónde salió?
La mujer se acercó directo a Dylan, ignorando al resto.
—Dylan, ¿cierto?
Él la miró sin moverse, apenas quitándose las gafas.
—¿Quién pregunta?
—Claudia Delgado —dijo ella, con voz suave pero firme—. No esperaba encontrarte tan… pronto.
—Qué curioso, yo no esperaba que me buscaran. —Su tono fue ligero, pero algo en la forma en que ella lo observaba le puso los nervios de punta.
—Oh, no te confundas —respondió Claudia, sonriendo apenas—. Solo tenía curiosidad. Me gusta conocer a las personas que tiene tan entretenido a Nathan.
El nombre cayó como un golpe. Valeria lo sintió, y Dylan también.
Claudia lo notó y aprovechó el silencio.
—No pareces su tipo, debo decir —añadió con una naturalidad insoportable.
Dylan se cruzó de brazos.
—¿Y tú qué sabes cuál es su tipo?
Ella bajó las gafas solo un poco, dejando que él viera la frialdad en su mirada.
—Digamos que lo conozco lo suficiente como para saberlo todo… incluso lo que no le gusta admitir.
El estómago de Dylan se apretó, y no entendía si era rabia, incomodidad o celos.
Claudia dio un paso más, acortando la distancia.
—¿Nunca te habló de Roma? —preguntó en tono casual—.
O de la casa frente al mar. Solía decir que ahí solo llebaria a la persona que ama.
Dylan la miró con los labios apretados. No tenía idea de qué hablaba, pero el solo hecho de que ella lo dijera con tanta confianza le revolvió el pecho.
Ella sonrió al verlo en silencio.
—Ah, claro… no lo sabes. Qué tierno.
Valeria intervino enseguida, dándose un paso adelante.
—Basta. No sé qué pretendes, pero te aseguro que con Dylan no vas a jugar.
Claudia apenas la miró, sin molestarse.
—No estoy jugando. Solo digo la verdad. Nathan tiene esa… costumbre de hacer sentir especiales a las personas.
Hasta que se aburre.
Dylan apretó los dientes.
—No sabes de lo que hablas.
—¿No? —Claudia ladeó la cabeza, sin perder esa calma provocadora—. Créeme, sé exactamente de lo que hablo.
Nathan puede ser encantador… hasta que deja de serlo. Y cuando lo hace, deja de mirar atrás.
El silencio se hizo pesado.
Valeria dio un paso más, esta vez sin sonreír.
—Te voy a pedir que te vayas antes de que pierda la paciencia.
Claudia la miró sin miedo, sin cambiar el tono.
—No te alteres. Solo vine a saludar. —Su sonrisa volvió, pequeña, casi amable—.
Y a dejar claro que Nathan siempre vuelve a lo que ya conoce.
Dylan dio un paso, molesto.
—¿Qué intentas decir?
Claudia lo miró un segundo más, luego se colocó de nuevo las gafas.
—Que disfrutes mientras dure. —Y con eso, se dio la vuelta y regresó al coche.
El motor rugió, se perdió entre el polvo, y el silencio quedó pegado al aire.
Valeria se giró hacia Dylan, aún con las manos apretadas.
—¿Estás bien?
Dylan soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo.
—Sí… claro. —Pero su voz sonó hueca, forzada.
Lucas silbó, incómodo.
—Qué mujer más rara, ¿no?
—Rara no —corrigió Valeria—. Insoportable.
Dylan no contestó.
Se pasó la mano por el cabello, todavía procesando lo que acababa de escuchar.
Claudia había mencionado cosas que él no sabía. Y por primera vez en mucho tiempo, no supo qué pensar.
Valeria lo tocó en el brazo.
—Oye, no le des vueltas. Esa tipa solo vino a joderte.
—Sí… —dijo al fin, con la voz baja—. Pero lo consiguió.
Valeria rodó los ojos y le dio un golpecito, ese empujón justo entre amiga y confidente. —No le hagas caso. Seguramente vino solamente a tocarte las pelotas —dijo, con esa mezcla de ironía y ternura—. Hay gente que vive de sembrar dudas donde no las hay.
Dylan la miró; sus ojos aún guardaban la molestia, pero había algo de alivio en la forma en que la voz de Valeria lo anclaba otra vez a la realidad del grupo. —¿Crees que fue solo eso?
Valeria le dio una sonrisa más suave, como quien ya tiene la solución práctica en la manga. —Mira, para que te quedes tranquilo: cuando llegues a casa le preguntas a Nathan. Así no te quedas con el beneficio de la duda.
Lucas volvió a bromear, intentando romper la tensión con su habitual torpeza, y Aidan soltó algo neutro que provocó una sonrisa en Dylan. El ambiente se fue recalentando en el buen sentido: risas, ajustes, el equipo poniéndose en marcha.
—Y si vuelve —murmuró—, me avisan y le doy un buen escarmiento.
Dylan asintió con una sonrisa. —Tienes razón. No es hora de enredarme con locas.