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"Yo Solo Deseaba Ser Amada"

"Yo Solo Deseaba Ser Amada"

Status: En proceso
Genre:Reencarnación
Popularitas:2.5k
Nilai: 5
nombre de autor: LUZ PRISCILA

Toda mi vida deseé algo tan simple que parecía imposible: Ser amada.
Nací en mundo de edificios grises, calles frías y rostros indiferentes.
Cuando apenas era un bebé fui abandonada.
Creí que el orfanato sería refugio, pero el hombre que lo dirigía no era más que un maltratador escondido detrás de una sonrisa falsa. Allí aprendí que incluso los adultos que prometen cuidado pueden ser mostruos.

Un día, una mujer y su esposo llegaron con promesas de familia y hogar me adoptaron. Pero la cruel verdad se reveló: la mujer era mi madre biológica, la misma que me había abandonado recién nacida.

Ellos ya tenian hijos, para todos ellos yo era un estorbo.
Me maltrataban, me humillaban en casa y en la escuela. sus palabras eran cuchillas. sus risas, cadenas.
Mi madre me miraba como si fuera un error, y, yo, al igual que ella en su tiempo, fui excluida como un insecto repugnante. ellos gozaban de buena economía, yo sobrevivía, crecí sin abrazos, sin calor, sin nombre propio.

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Capitulo 21

La mañana siguiente a la fiesta de cumpleaños amaneció tranquila, pero en la mansión ducal, nada permanecía sereno por mucho tiempo.

Elina, con su simple vestido gris y el cabello recogido en una trenza apretada, seguía los pasos de su joven señora como una sombra fiel. Caminaba con la cabeza erguida, aunque podía sentir las miradas de los demás sirvientes clavándose como cuchillos en su espalda.

—¿Ya viste? —murmuró una de las doncellas, fingiendo acomodar flores en un jarrón.

—El colmo. Cualquier callejera ahora entra aquí como si fuera alguien importante —respondió otra con desdén.

Elina apretó los puños, pero no bajó la cabeza. “Debo soportarlo… no puedo fallarle a ella, no después de que me salvó.”

La protagonista, aunque parecía distraída revisando los libros que llevaba en brazos, escuchaba cada palabra. Su memoria de otra vida le enseñaba lo crueles que podían ser las lenguas envenenadas.

Ese día, Elina recibió la primera de muchas pruebas. Una de las cocineras le ordenó limpiar la despensa entera, sabiendo que no terminaría antes del anochecer. Otra doncella dejó caer “accidentalmente” una bandeja de plata frente a ella, culpándola del desastre.

—¡Qué torpe eres! ¿Cómo pretendes servir a la hija del duque si ni siquiera puedes cargar una bandeja? —rió una de las más jóvenes.

Elina apretó los labios, dispuesta a callar, pero la voz de su señora resonó firme:

—Curioso… yo vi claramente quién la empujó.

Las risas se apagaron al instante. La protagonista, pequeña en apariencia pero con una madurez que desbordaba su edad, se acercó con pasos lentos y miró fijamente a la doncella culpable.

—En esta casa, la mentira es más vergonzosa que un error —dijo, con una calma que helaba la sangre.

Los sirvientes se miraron entre sí, incómodos. Era extraño ver a la niña, antes conocida por sus caprichos y berrinches, hablar con esa autoridad tranquila. Algo había cambiado en ella, y empezaban a notarlo.

Al caer la tarde, Elina, agotada pero con la espalda recta, entró en la habitación de su joven señora.

—Mi lady, lo siento si hoy le di problemas… —susurró, con voz temblorosa.

La niña la miró fijamente desde su escritorio, donde estaba dibujando un símbolo con tinta negra.

—No pedí que me juraras lealtad para que soportaras sola —respondió con suavidad.

Se levantó y, con un gesto extraño en alguien tan pequeña, tomó la mano de Elina.

—Si te atacan, me atacan a mí. Si te humillan, me humillan a mí. Y yo… no pienso permitirlo.

Los ojos de Elina se llenaron de lágrimas. Por primera vez en años, alguien la trataba como persona.

Pero en los pasillos de la mansión, voces oscuras seguían conspirando:

—La niña cambió demasiado… ya no es la misma.

—Y esa sirvienta… puede convertirse en un estorbo.

—Habrá que ponerlas a prueba… más duramente.

La calma solo era la antesala de un torbellino que aún no había comenzado.

La noticia de un pequeño banquete familiar corrió por toda la mansión. Se trataba de una cena íntima, organizada por el duque, donde asistirían algunos invitados cercanos de alta alcurnia. Para muchos sirvientes, era la oportunidad de mostrar diligencia y ascender en la jerarquía del servicio. Para otros… era el momento perfecto de tejer intrigas.

Elina fue asignada como ayudante en la cocina y en la preparación de la mesa. Su rostro brillaba con determinación, aunque sus manos temblaban un poco por la tensión.

—Recuerda lo que te dije —le murmuró su joven señora antes de que bajara al servicio—. No confíes en las sonrisas fáciles.

Elina asintió, guardando esas palabras como un escudo invisible.

En la cocina, los rumores volaban:

—Dicen que la protegida de la niña ducal arruinó la despensa el otro día.

—Con que manche un vestido o sirva mal una copa, será echada.

La doncella tragó saliva, pero continuó trabajando. Colocaba copas de cristal con sumo cuidado cuando, de pronto, notó algo extraño: uno de los cocineros, un hombre corpulento con mirada huidiza, vertía un polvo blanquecino en una jarra de vino destinada a la mesa de los duques.

Elina retrocedió, horrorizada. “¿Envenenar la mesa? No… esto es demasiado grande…”

Justo cuando iba a gritar, alguien le tapó la boca. Era otra doncella, con ojos fríos.

—No digas nada si aprecias tu lugar aquí.

La soltó con brusquedad, como quien deja caer un objeto sin valor.

Más tarde, en el salón, los invitados tomaban asiento. El padre de la protagonista, imponente en su traje oscuro, presidía la mesa. La niña estaba a su lado, observando con aparente inocencia, aunque sus ojos maduros analizaban cada detalle.

Cuando el vino fue servido, algo en el aroma llamó su atención. No era intuición, era memoria: en su otra vida había leído sobre un veneno casi indetectable, mezclado con licores dulces.

Levantó su copa, pero antes de que alguien bebiera, su vocecita resonó clara:

—Este vino… no debería servirse.

Los murmullos estallaron. Algunos invitados rieron con nerviosismo.

—¿Acaso la niña juega a ser catadora ahora? —ironizó un vizconde.

El duque frunció el ceño, pero no dijo nada: quería ver adónde iba su hija.

Ella miró a Elina, que estaba de pie junto a la mesa, con los ojos llenos de miedo. Entonces, la pequeña duquesa sonrió con un aire calculado.

—Si están tan seguros de que nada anda mal, ¿por qué no lo prueba usted primero, señor vizconde?

La copa quedó temblando en la mano del hombre. El silencio se volvió sofocante.

Elina, incapaz de contenerse más, dio un paso al frente y se arrodilló.

—¡Perdóneme, mi señor duque! Vi cuando alguien contaminaba la jarra… pero no tuve el valor de hablar antes.

El salón estalló en exclamaciones. El duque golpeó la mesa con tal fuerza que las copas tintinearon.

—¡Guardias! ¡Encuentren al responsable ahora mismo!

Mientras los soldados corrían a investigar, la niña observaba a Elina con una mezcla de ternura y orgullo. “Incluso con miedo, fue capaz de decir la verdad… Ella ya es mía. Una aliada para siempre.”

Esa noche, mientras la luna bañaba los jardines, Elina fue llamada a la habitación de su señora.

—Creí que me expulsarían —susurró, con lágrimas contenidas.

—¿Expulsarte? —la pequeña sonrió con un dejo de ironía madura—. Desde hoy, cualquiera que te toque estará declarando la guerra… no solo contra ti, sino contra mí.

Elina bajó la cabeza, con el corazón desbordado. En silencio, juró que no importaba lo que ocurriera, daría su vida por aquella niña que le había tendido la mano.

1
Omis Mendoza
vieja maldita sinvergüenza
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