Lucía, una tímida universitaria de 19 años, prefiere escribir poemas en su cuaderno antes que enfrentar el caos de su vida en una ciudad bulliciosa. Pero cuando las conexiones con sus amigos y extraños empiezan a sacudir su mundo, se ve atrapada en un torbellino de emociones. Su mejor amiga Sofía la empuja a salir de su caparazón, mientras un chico carismático con secretos y un misterioso recién llegado despiertan sentimientos que Lucía no está segura de querer explorar. Entre clases, noches interminables y verdades que duelen, Lucía deberá decidir si guarda sus sueños en poemas sin enviar o encuentra el valor para vivirlos.
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Versos Bajo la Lluvia
Pasamos la siguiente hora moviendo cajas, desempacando platos, y organizando estanterías. Sofia llevaba la voz cantante, haciendo bromas y preguntándole a Adrián sobre sus viajes, mientras yo me mantenía más callada, enfocada en no tropezar o decir algo estúpido. La caja de “fotos” que llevaba contenía marcos envueltos en papel, y cuando desempaquee uno, vi una imagen en blanco y negro de un mercado lleno de gente, como las de la exposición.
—¿Esta es tuya? —pregunté, mientras sostenía el marco con cuidado.
Adrián se acercó, limpiándose las manos en los jeans. —Sí, la tomé en Marrakech. Ese mercado era un caos, pero había algo mágico en él. ¿Te gusta?
—Es... viva —contesto, buscando las palabras—. Como si pudiera escuchar el ruido de la gente.
—Ese es el mejor cumplido. —Sonrío, y por unos segundos, sentía que estábamos solos en el piso, aunque Sofía estaba a metros de distancia, canturreando mientras apilaba los platos.
—Oye, fotógrafo, ¿tienes café? —interrumpió Sofía, rompiendo el momento—. Si voy a seguir siendo tu esclava, necesito combustible.
—Hay una cafetera en la cocina, pero no prometo que sea bueno —respondió Adrián, entre risas—. Sírvanse lo que quieran.
Sofía se fue a la cocina, dejándonos solos, y el silencio se sentía pesado. Adrián agarró otra caja, pero antes de abrirla, me miró. —Gracias por ayudar, Lucía. En serio. Mudarse solo es una mierda, y no esperaba que dos vecinas aparecieran como ángeles.
—No somos ángeles —bromee, sintiéndome un poco más valiente—. Solo queríamos asegurarnos de que no rompieras algo.
—Buen punto. —Dice riéndose, y el sonido es cálido, como si llenara el piso vacío.
El resto de la tarde pasó rápido, con Sofía haciendo comentarios sarcásticos y Adrián contándonos historias de sus viajes: un festival en India, una tormenta en Islandia. Cada palabra me hacía querer saber más, pero también me recordaba lo diferente que era su mundo del mío. Cuando habíamos acabado, el piso parecía más habitable, aunque seguía siendo un trabajo en progreso.
—Son las mejores —dijo Adrián, ofreciéndonos vasos de agua mientras nos sentábamos en un sofá cubierto con una sábana—. Les debo una. ¿Pizza este fin de semana, quizás?
—Solo si es con extra de queso —contesta Sofía, guiñandole un ojo—. Nos vemos, fotógrafo.
—Nos vemos, vecinas —agrega Adrián, y su mirada se detuvo en mi unos segundos más de lo necesario.
De regreso en nuestro piso, Sofía se tiró en el sofá, agotada pero triunfante. —Misión cumplida. Y admito, Lucía, que el fotógrafo no está mal. Tiene historias, músculos, y no es un idiota. Punto para ti.
—No hay puntos —protesté, pero no podía evitar sonreír—. Solo ayudamos a un vecino.
—Claro, claro. —Sofía se rió, y sé que no me dejaría olvidarlo.
Más tarde, en mi habitación, abrí mi cuaderno y empecé a escribir, con la ciudad murmurando afuera:
“𝑼𝒏𝒂 𝒄𝒂𝒋𝒂 𝒒𝒖𝒆 𝒏𝒐 𝒂𝒃𝒓𝒐,
𝒖𝒏𝒂 𝒎𝒊𝒓𝒂𝒅𝒂 𝒒𝒖𝒆 𝒏𝒐 𝒔𝒖𝒆𝒍𝒕𝒐.
𝑳𝒂 𝒄𝒊𝒖𝒅𝒂𝒅 𝒈𝒖𝒂𝒓𝒅𝒂 𝒔𝒖𝒔 𝒉𝒊𝒔𝒕𝒐𝒓𝒊𝒂𝒔,
𝒚 𝒚𝒐 𝒒𝒖𝒊𝒆𝒓𝒐 𝒍𝒆𝒆𝒓𝒍𝒂𝒔 𝒕𝒐𝒅𝒂𝒔.”
Cerré el cuaderno y miro por la ventana, donde el edificio de enfrente brillaba bajo la lluvia que empezó a caer. Adrián se encontraba ahí, en el piso 23,y la idea me hacía sentir un vértigo qué no quiero nombrar. La semana sigue, y la ciudad no para, pero algo me dice que estoy a punto de escribir un verso nuevo.