Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
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capítulo 22
Los días posteriores a la boda en Marbella transcurrieron con una calidez inesperada. Las rutinas palaciegas se reacomodaban lentamente para integrar a la nueva princesa consorte, y aunque la etiqueta marcaba cada paso, Griselda encontró momentos de libertad junto a Filip, como si en los rincones del palacio, su amor tejiera un refugio secreto.
Las mañanas empezaban entre risas compartidas, desayunos improvisados en los balcones, y paseos por los jardines donde los sirvientes fingían no verlos detenerse para besarse como si aún fueran novios furtivos. Filip solía leerle cartas de embajadores en voz alta mientras ella bordaba o corregía recetas enviadas desde el Reino de Cristal, donde su pastelería familiar seguía en marcha bajo la supervisión de su tío.
Pero como todo comienzo dulce, también hubo momentos agridulces.
***
La despedida de Evelyne y Anastasia llegó al quinto día. Se organizó una pequeña reunión privada en uno de los salones más íntimos del palacio, lejos del bullicio de la corte. El carruaje que las llevaría de regreso ya aguardaba en el patio principal, y aunque Griselda lo sabía, aún no quería mirar por la ventana.
—Volveré en cuanto me comprometa —dijo Anastasia, sujetando con fuerza las manos de su hermana—. Y si no me comprometo, volveré igual. No pienso dejarte sola con tanto noble hipócrita.
Griselda rió, aunque sus ojos estaban húmedos.
—Te voy a extrañar, loca.
—Y yo a ti, pastelera —bromeó Anastasia, rozándole la nariz con un dedo.
Evelyne se mantuvo en silencio por un momento. Observó a sus hijas con una expresión que solo quienes la conocían bien sabían descifrar: un orgullo contenido, disfrazado de compostura.
Finalmente, se acercó y le colocó a Griselda un broche antiguo, una joya que había pertenecido a su madre.
—Ser princesa no es distinto a ser duquesa… solo hay más ojos mirando. No pierdas tu esencia, hija. Eres más fuerte de lo que todos creen.
Griselda la abrazó con fuerza.
—Gracias, mamá. Por todo… incluso por lo que no dijiste.
La duquesa no respondió. Solo la sostuvo con una firmeza que dolía y reconfortaba al mismo tiempo.
Antes de marcharse, Evelyne intercambió una mirada larga con la reina Amalia. No hubo palabras. Solo un leve asentimiento entre mujeres que se entendían más allá de las formalidades.
***
Días después, la corte volvió a su ritmo habitual. Pero como suele ocurrir, no todos los comentarios eran amables. Durante una recepción menor en los jardines reales, mientras Griselda saludaba a un grupo de damas, una condesa mayor —de esas que creen que su linaje es superior al sentido común— decidió hablar más de la cuenta.
—Debe ser curioso para una repostera sentarse junto a embajadores —comentó, con su abanico moviéndose como cuchillo entre las palabras—. Supongo que también aprenderá pronto a manejarse entre reyes… no todo se endulza con azúcar, querida.
Un silencio incómodo cayó sobre el grupo. Algunas damas intentaron reír, pero se quedaron a medio gesto al ver cómo Griselda levantaba la cabeza con calma.
—Tiene razón, señora —dijo Griselda, sin perder la sonrisa—. No todo se endulza con azúcar. Algunas cosas requieren paciencia, trabajo duro… y una pizca de picardía. De lo contrario, ni la receta más tradicional sobrevive a los tiempos modernos.
La condesa palideció ligeramente. Las otras damas bajaron la vista, intentando disimular la tensión. Griselda inclinó levemente la cabeza y se excusó con gracia, marchándose con pasos seguros mientras por dentro luchaba contra la rabia.
Filip, quien había escuchado desde cierta distancia, la alcanzó más adelante.
—Estás aprendiendo a domar víboras con té y cuchillo —susurró, besándole la sien.
—Mi madre estaría orgullosa —respondió ella con media sonrisa.
Y entonces llegó el primer evento diplomático importante.
Una recepción nocturna con delegaciones de tres reinos vecinos. Griselda se preparó durante días: estudió los nombres de cada embajador, sus costumbres, los asuntos políticos en curso y hasta aprendió frases en sus respectivos idiomas. Filip quiso acompañarla en todo, pero ella insistió en que podía hacerlo sola.
La noche de la recepción, entró al gran salón de espejos con un vestido azul oscuro bordado en hilo plateado. El cabello recogido y una tiara discreta. Todos los ojos se volvieron hacia ella.
La reina Amalia observó desde el fondo, silenciosa. El rey, desde su trono, asintió con aprobación.
Griselda saludó con cortesía, escuchó con atención, y supo hablar cuando debía. Habló del comercio de frutas y cereales con uno de los reinos agrícolas, de la colaboración en escuelas de arte con otro, y hasta compartió una anécdota sobre una tormenta en el Reino de Cristal que hizo reír al embajador más serio.
Esa noche, la joven repostera, hija de una duquesa y un capataz, se convirtió en princesa ante todos.
No por el vestido, ni por el título, sino por la forma en que manejó cada palabra, cada sonrisa y cada gesto con una seguridad que nacía desde lo más profundo de su corazón.
Filip la observó desde el otro extremo del salón. Cuando al fin pudo acercarse, tomó su mano y se la llevó a un rincón menos concurrido.
—Estoy enamorado de ti —le susurró—. Pero esta noche, también estoy... asombrado.
Griselda lo miró con ternura.
—No fue tan difícil —respondió—. Solo tenía que recordar que ninguna corona pesa tanto como una bandeja de bizcochos en feria real.
Él rió. Ella también. Y en medio de las luces, la música de cuerdas y los aires de diplomacia, supieron que estaban exactamente donde debían estar: juntos.