En un mundo donde las historias de terror narran la posesión demoníaca, pocos han considerado los horrores que acechan en la noche. Esa noche oscura y silenciosa, capaz de infundir terror en cualquier ser viviente, es el escenario de un misterio profundo. Nadie se imagina que existen ojos capaces de percibir lo que el resto no puede: ojos que pertenecen a aquellos considerados completamente dementes. Sin embargo, lo que ignoraban es que estos "dementes" poseen una lucidez que muchos anhelarían.
Los demonios son reales. Las voces susurrantes, las sombras que se deslizan y los toques helados sobre la piel son manifestaciones auténticas de un inframundo oscuro y siniestro donde las almas deben expiar sus pecados. Estas criaturas acechan a la humanidad, desatando el caos. Pero no todo está perdido. Un grupo de seres, no todos humanos, se ha comprometido a cazar a estos demonios y a proteger las almas inocentes.
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CAPÍTULO VEINTIDOS: SECRETOS REVELADOS
La desolación lo abarcaba todo. No había rincón en el mundo que estuviera libre de la infestación demoníaca; cada ciudad, cada pueblo y cada hogar estaban cubiertos por una oscuridad que parecía no tener fin. Los humanos caían a montones, y aquellos que aún resistían buscaban refugio en lugares que consideraban sagrados, lugares donde, según los rumores, los demonios no podían poner un pie.
Victoria caminaba en silencio junto a Sebastian, Thaddeus y Celine. Sus primos, cegados por el odio y la tristeza, habían decidido quedarse atrás, convencidos de que podrían sobrevivir de alguna manera. La decisión de separarse había dejado a Victoria con una tristeza profunda, una que sentía como un dolor latente en el pecho. Su corazón parecía tambalearse entre latidos rápidos y otros tan lentos que la hacían dudar si aún deseaba vivir. En su rostro había una serenidad dolorosa, un intento de mantener la compostura, aunque las lágrimas no dejaban de caer.
Nadie decía nada; el silencio entre ellos era casi más pesado que el ambiente que los rodeaba. Solo avanzaban, paso a paso, hacia la biblioteca, el único refugio que quedaba cercano. Veinte minutos habían pasado desde que emprendieron la marcha, y aunque no habían encontrado ningún demonio, sabían que era solo cuestión de suerte.
De pronto, un coro de risas malignas resonó alrededor de ellos, un eco que llenaba cada rincón y parecía venir de todas partes a la vez. Sebastián tomó firmemente el brazo de Victoria, y ambos comenzaron a correr, con Thaddeus y Celine siguiéndolos de cerca. Thaddeus estaba pálido, el miedo se reflejaba en sus ojos, y Celine, aunque era casi experta en cazar demonios, no podía disimular el temblor en sus manos.
La mente de Sebastián era un torbellino. En el fondo, se sentía un traidor, un intruso entre ellos, luchando contra los mismos seres a los que él pertenecía. Porque, aunque había elegido ayudar a Victoria, seguía siendo un súcubo, un demonio. Su esencia era oscura, y el caos siempre había sido su propósito. En su existencia, había disfrutado sembrando terror entre las criaturas de Dios, complaciéndose en el sufrimiento de al menos dos almas cada año, dejando tras de sí un rastro de desolación.
Pero ahora… ahora estaba aquí, junto a una simple humana, abandonando el legado de miedo y destrucción que siempre lo había definido. Sentía que estaba traicionando su naturaleza y, sin embargo, no podía evitarlo. Algo en Victoria había despertado en él una chispa de humanidad que jamás creyó posible.
La biblioteca no estaba lejos; ya podían ver su silueta imponente destacándose contra el horizonte. El edificio era una fortaleza de piedra desgastada y con sombras persistentes que parecía un gigante dormido, con puertas de metal que prometían un refugio seguro. Victoria sentía cómo cada músculo de su cuerpo protestaba; sus piernas pesaban y su pecho se contraía, buscando oxígeno que ya no llegaba. Pero rendirse no era una opción. Aunque su vista comenzaba a nublarse y los sonidos a su alrededor se volvían ecos distantes, continuó, luchando contra cada paso, hasta que llegaron a la puerta.
La biblioteca se alzaba ante ellos, aún más imponente de cerca. Las puertas de metal estaban cerradas, y una sensación de alivio empezaba a surgir cuando un escalofrío recorrió la columna de Victoria. De la penumbra emergió una figura, deteniéndolos en seco. Frente a ellos, un demonio los esperaba, con una sonrisa torcida y unos ojos carentes de toda humanidad. Su cuerpo parecía una aberración de huesos alargados y grotescos, como si el simple hecho de existir le causara dolor. Sus alas se desplegaban, inmensas, y cubrían el cielo como un manto oscuro.
Sebastián no tuvo tiempo de reaccionar antes de que el demonio, con una velocidad inhumana, lo golpeara con fuerza, lanzándolo contra el muro de la biblioteca. Su cuerpo chocó con un estruendo seco, y cayó al suelo, aturdido. Victoria, que había alcanzado a ver el ataque, sintió sus piernas fallar, y cayó al suelo, la vista aún más borrosa, luchando por mantenerse consciente. Celine miró a Thaddeus, quien se encontraba asustado. Ella se lanzó hacia el demonio sin pensarlo, arrojándose con todo su cuerpo, mientras este soltaba un chillido espantoso que perforó el aire y que resonó en todas direcciones.
Aquel chillido fue solo el principio. De pronto, otros demonios comenzaron a responder, como si aquel alarido fuera una señal, y el lugar se llenó de ecos, de voces espectrales que parecían provenir de todos lados. Thaddeus, incapaz de soportar el sonido, se cubrió los oídos y se encorvó, como si pudiera escapar del espantoso concierto de chillidos. Celine, sin embargo, se mantenía firme, empuñando su única arma: un pequeño y antiguo reliquiario de plata que llevaba en su bolsa. En su interior, unas gotas de agua bendita, renovadas cada mes, esperaban a ser liberadas. Era poca, pero en ese momento era lo único que tenían.
Con una precisión certera, Celine rompió el frasco, y el agua bendita cayó sobre el demonio, salpicando sus huesos. Apenas tocó su piel, comenzó a arder, primero en manchas oscuras que se extendieron rápidamente hasta convertirlo en una llama viviente. El demonio soltó un último chillido antes de desaparecer en un torbellino de cenizas. Sin perder tiempo, Celine se acercó a Victoria, que ya apenas podía mantener los ojos abiertos. La sostuvo, levantándola del suelo, y Thaddeus, aunque aún en estado de shock, reaccionó y le tomó el otro brazo.
—¿Victoria, te encuentras bien?
—Siento que voy a morir.
Sebastián se recuperaba, aunque algo extraño ocurría en él. Sentía su frente húmeda y un temblor en su pecho, algo completamente desconocido para un demonio de su especie. Era sudor. No podía explicarse aquel extraño síntoma; su propio cuerpo parecía reaccionar al caos de una forma que nunca antes había experimentado. Al levantar la mirada, vio la amenaza en el cielo: una legión de demonios avanzaba hacia ellos, veloces y dispuestos a atacar.
Sin pensarlo más, Sebastián corrió hacia la puerta y la empujó con todas sus fuerzas, sintiendo una urgencia en su pecho que lo desconcertaba. Los demás se apresuraron, Celine y Thaddeus sosteniendo a Victoria y corriendo a paso rápido, mientras Sebastián sujetaba la puerta, observando cómo los demonios ya comenzaban a rodearlos. Fue un instante de tensión, en el que parecía que no lograrían entrar a tiempo, pero finalmente todos cruzaron la puerta y, con un último empuje, Sebastián la cerró de golpe, justo en el momento en que las sombras de los demonios se arremolinaban alrededor de la biblioteca.
El silencio de la biblioteca era espeso, como si el edificio mismo los protegiera, manteniendo a raya los horrores que se agolpaban afuera. Sebastián, aún con el pulso acelerado, se arrodilló junto a Victoria, que yacía en el suelo, pálida y febril. Al tocar su frente, sintió un calor abrasador, como si estuviera a punto de arder. Jamás había sentido algo similar, y un nudo de preocupación se instaló en su pecho. No sabía cómo lidiar con alguien en ese estado; su naturaleza demoníaca nunca le había enseñado a cuidar, solo a destruir.
Miró alrededor, recorriendo con la mirada el vasto espacio de la biblioteca. Estantes enormes, repletos de libros polvorientos, se alzaban a ambos lados, y varias mesas, cubiertas de suciedad y hojas secas, parecían olvidadas desde hacía años. Sebastián no tenía idea de dónde buscar, pero sabía que necesitaba hacer algo. Victoria comenzó a respirar con fuerza, como si intentara absorber cada partícula de aire que pudiera encontrar, su pecho subiendo y bajando en un ritmo descontrolado.
Celine se acercó, posando una mano firme en el hombro de Sebastián.
—No te preocupes, yo la cuidaré. Encuentra algo que pueda ayudar a bajar su fiebre— le dijo, con calma —. Ve con Thaddeus. Puede ayudarte a encontrar algo mas rápido.
Sebastián asintió y comenzó a caminar por los pasillos oscuros de la biblioteca, junto con el asustado humano. Pasó las manos sobre viejos volúmenes y manuales cubiertos de polvo hasta que sus dedos tropezaron con un libro de medicina antigua. Lo tomó, esperando encontrar alguna indicación útil, y comenzó a hojearlo, buscando con desesperación algo que lo guiara. A su espalda, escuchaba los jadeos de Victoria, que parecían intensificarse con cada segundo que pasaba.
Mientras tanto, Celine colocó su bolso debajo de la cabeza de Victoria, tratando de hacerla sentir lo más cómoda posible. La joven murmuraba cosas sin sentido, atrapada en un estado febril y delirante. Celine le sujetó la mano, buscando transmitirle una calma que ella misma no sentía.
—Victoria, ¿qué sientes?
—No…no lo se. Nunca me había sentido asi.
—¿Es la primera vez que te enfermas?
—Si. Desde muy pequeña mi padre me hacia rituales extraños para que no me pasara nada.
—Tal vez es eso. Te prometo que estarás bien. Trata de dormir.
Por fin, Sebastián encontró una sección en el libro que hablaba de remedios caseros. Sin pensarlo dos veces, arrancó las páginas que necesitaba y corrió de regreso junto a Victoria junto con Thaddeus. Le extendió las hojas a Celine, quien las revisó rápidamente.
— Necesitamos agua, algo para enfriarla—dijo ella. Thaddeus se puso en pie de inmediato y comenzó a buscar en cada rincón hasta que dio con una pequeña fuente de agua en la esquina de la biblioteca, oculta tras una cortina de musgo y humedad.
Con un paño improvisado, Celine humedeció la tela y comenzó a pasarlo suavemente por la frente de Victoria, quien poco a poco dejó de jadear con tanta fuerza, aunque sus ojos permanecían cerrados y su respiración aún era pesada. Mientras Celine cuidaba de ella, Sebastián y Thaddeus observaban la puerta cerrada, sintiendo que el tiempo corría en su contra. Afuera, los demonios se arremolinaban, golpeando la estructura en un intento de ingresar.
—¿Cuánto tiempo crees que estaremos aquí? —preguntó Celine en voz baja, como si temiera romper el frágil momento de calma.
—Hasta que la luz vuelva. Estos demonios… se queman con la luz solar —respondió Sebastián, sin apartar la vista de la puerta cerrada, donde el eco de los golpes continuaba con furia y desesperación.
Thaddeus, que había permanecido en silencio, alzó la vista hacia él, estudiando su rostro con ojos curiosos y temerosos.
—¿Y tú no? —preguntó, casi en un susurro.
Sebastián lo miró, entendiendo de inmediato a qué se refería.
—No. Tengo piel. Ellos no… son solo huesos y oscuridad, se quiebran ante la luz —explicó, la voz grave y cargada de un desprecio latente—. Eso los hace débiles… pero también extremadamente peligrosos cuando la noche les pertenece.
Celine frunció el ceño, pensativa.
—¿Ellos… son los que estaban dentro de la caja?
Sebastián asintió.
—Sí. En esa caja estaban sellados los peores demonios, entidades de un mal tan puro que ni siquiera las palabras podrían describirlo. Eran miles… quizás millones. Y ahora están aquí, desatados sobre el mundo —hizo una pausa, mirando la pequeña ventana oscurecida en lo alto del muro—. A estas alturas, ya deben haberse extendido por todas partes. Esta invasión no es un simple ataque; es el comienzo de algo mucho más siniestro. La ultima guerra fue…algo que los humanos no desean conocer.
El silencio volvió a llenar el lugar, esta vez cargado con un peso difícil de soportar. Celine suspiró, apartando su mirada hacia los estantes de libros que los rodeaban, mientras Thaddeus, apretando los puños, bajó la cabeza.
—Entonces… ¿qué vamos a hacer cuando salga el sol?
—Tenemos que seguir con la búsqueda, aunque sea incierta. La escalera al cielo es nuestra única esperanza… pero maldición, no tengo idea de dónde podría estar. Encontrarla podría llevar años. Y… dudo mucho que la humanidad tenga tanto tiempo.
Celine se mordió el labio, procesando la gravedad de sus palabras. Miró a sus compañeros, comprendiendo que la incertidumbre y el peligro eran tan grandes como la desesperación que sentían todos. Sin embargo, algo dentro de ella aún se aferraba a la esperanza, a la pequeña posibilidad de que sobrevivirían para ver la luz una vez más.
—Entonces, esperaremos el amanecer aquí.
El tiempo comenzó a correr. Victoria se sintió mejor. Cuando abrió los ojos, noto a Celine y a Thaddeus durmiendo, pero no a Sebastian, quien estaba sentando en una de las mesas, con una bola de papel, jugando con ella. Victoria se levanto con cuidado de no hacer ruido y se acercó a él, quien la miro de reojo, sin decir nada.
—¿Te sucede algo?
—¿Por qué lo preguntas?
—Te noto extraño…no pareces tu.
Sebastián suspiró, aplastando la bola de papel entre sus dedos mientras miraba la sombra de la ventana, donde apenas comenzaba a asomarse el primer indicio de luz. Su mirada se oscureció un poco más, y Victoria pudo notar que algo lo atormentaba, algo que no era solo el cansancio acumulado.
—Estoy bien, Victoria —repitió, sin mirarla directamente, con un tono que parecía más una barrera que una afirmación.
Pero Victoria no se convenció. Lo conocía lo suficiente para saber cuándo estaba ocultando algo, y ese tipo de comportamiento era una de sus señales más claras.
—¿Es por esto? —insistió, sin apartarse, ni dejar de observarlo—. ¿Por ayudarme? ¿Sientes que estás traicionando algo al estar aquí?
Sebastián soltó una risa seca, un sonido amargo que resonó en el silencio de la biblioteca. Sin embargo, no respondió enseguida; en cambio, fijó la vista en la bola de papel como si allí encontrara respuestas a preguntas que llevaba mucho tiempo haciéndose.
—La verdad, Victoria, nunca pensé que me encontraría en esta posición… —murmuró finalmente, sus ojos vacilantes—. Toda mi existencia ha sido… servir a la oscuridad. Nací en las sombras, moldeado para ser aquello que infunde terror. Y ahora… mírame. Aquí estoy, ayudándote a escapar, a luchar contra lo que siempre fui. ¿No te parece… irónico?
Victoria se quedó en silencio, sorprendida por la confesión. Le tomó un momento procesar lo que Sebastián le estaba revelando. Era como si, tras todos estos años de conocerlo, apenas ahora estuviera viendo quién era en realidad.
—No tienes por qué hacer esto —le dijo suavemente, tocando su brazo—. Sé que esto es difícil para ti, pero… estar aquí, ayudarme… quizás significa que hay algo más en ti. Algo más allá de lo que fuiste creado para ser. ¿No te parece?
—Eso es una basura, Victoria —replicó Sebastián, su voz cargada de frustración y desánimo—. ¿De qué sirve seguir adelante si encontramos la escalera y, con suerte, me voy a desvanecer en el proceso?
—¿Desaparecer? —Victoria lo miró con incredulidad, tratando de entender la gravedad de sus palabras—. ¿Por qué tendrías que desaparecer?
—Victoria, soy un demonio. A pesar de que decida ayudarte, sigo siendo un demonio. Y si esta guerra se desata, no habrá salvación para mí. Los ángeles están preparados para salvar la creación de Dios, y eso incluye eliminar a todos los demonios. En el mejor de los casos, todos nosotros terminaríamos en el infierno, o incluso podría ser que desaparezcamos por completo —sus palabras eran un eco de desesperación, y su rostro reflejaba el conflicto interno que le atormentaba.
Victoria sintió un nudo en el estómago ante la revelación de Sebastián. Sabía que el camino que tenían por delante era peligroso, pero nunca había considerado la posibilidad de que su compañero pudiera enfrentarse a la aniquilación total. Su mente se llenó de preguntas.
—No tienes que pensar en eso ahora —respondió, intentando suavizar su ansiedad—. Primero tenemos que encontrar una forma de salir de aquí y lidiar con los demonios. Después, podremos pensar en lo que vendrá.
—¿Y si lo que viene es solo la muerte? —su voz se quebró, como si estuviera al borde de la desesperación—. No quiero ser parte de una guerra que no puedo ganar. No quiero que me vean como el enemigo, ni tú tampoco.
—No eres el enemigo, Sebastián. No lo eres para mí. Lo que has elegido hacer al estar aquí, al ayudarme, eso es lo que realmente importa.
—Pero, ¿qué pasa si eso no es suficiente? ¿Qué pasa si no hay salida?
—Entonces, lo enfrentaremos juntos —dijo Victoria, segura de su decisión—. Si desapareces, no quiero que sea sin luchar. No quiero que esto termine sin que hayas intentado cambiar tu destino.
Sebastián parpadeó, y por un momento, la mirada de Victoria pareció desvanecer sus dudas. Tal vez había una posibilidad, una pequeña rendija de luz en medio de toda la oscuridad que lo rodeaba.
—Eres mucho mas humano, de lo que son los humanos.
Un estruendo resonó en la biblioteca. Era un estante que se había desplomado, y la curiosidad y la preocupación de Victoria la llevaron a levantarse rápidamente. Sin prestar atención a los llamados de Sebastián, que intentaba contenerla, se apresuró hacia el lugar del incidente. Tras ella, los demás despertaron de un sobresalto, sus rostros marcados por la confusión.
Una risa resonó en el aire, pero no era la típica risa demoníaca que esperaban escuchar en un lugar como ese. Era una risa humana, profunda y un tanto burlona. Victoria se detuvo en seco cuando vio al hombre que se levantaba del suelo, sacudiendo el polvo de su ropa con un gesto despreocupado. Era Máximo, su profesor.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Máximo se giró hacia ella, una sonrisa amplia en su rostro, como si su aparición no fuera nada fuera de lo común. Su presencia era imponente, y en su mirada se podía ver la determinación que lo caracterizaba.
—Victoria, es un placer verte. Aunque no esperaba encontrarte en un lugar tan… pintoresco —respondió, mientras continuaba limpiándose.
A pesar de la situación, Victoria no podía evitar sentirse un poco aliviada. Máximo era un cazador de demonios excepcional, uno de los mejores en su campo en los últimos años. Tenía un conocimiento vasto sobre demonios, sus hábitos y debilidades, y había equipado a muchos cazadores con las armas y técnicas necesarias para enfrentar a estas criaturas. No era sorprendente que hubiera terminado en un lugar así, pero aún así, su llegada parecía casi mágica en medio del caos.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Celine, ahora recuperada y mirando con curiosidad.
—Tenía un asunto que atender, y parece que me he encontrado con un grupo de aventureros —dijo Máximo, con una chispa de humor en sus ojos—. Pero por lo que veo, la situación es más grave de lo que imaginaba.
Thaddeus se acercó, todavía algo incrédulo.
—¿Sabes lo que está sucediendo? Hay demonios por todas partes, y estamos en grave peligro.
—Lo sé, Thaddeus —dijo Máximo, su tono volviéndose serio—. No sé como sucedió esto. Pero es un desastre.
—Fue mi culpa—confeso Victoria, mirándolo directo a los ojos.
—Que sorpresa que los Lith tuvieran que ver en esto. Maldita familia, condeno al mundo.
—¿Por qué odia tanto a mi familia?
—¿¡De verdad es tu pregunta!? El mundo esta siendo destruido por tu familia, maldita mujer.
—Los demonios siempre han existido. Mi familia solo se encargaba de mantenerlos controlado.
—¿Y donde esta el control que no lo veo? ¡Todos mueren por vuestra culpa! ¡Mi hermana murió por su culpa! —el intento acercarse a ella, pero Thaddeus se interpuso entre ellos—. Quítate, muchacho. Ella tiene que pagar por lo que su familia le hizo a mi hermana.
—¡No sé quién es su hermana! —exclamó Victoria, sintiendo cómo el pánico comenzaba a apoderarse de ella.
—Annabelle… ella es mi hermana —respondió Máximo, su voz temblando de rabia y dolor.
Victoria sintió como si el suelo se desvaneciera bajo sus pies, como si la tierra misma se estuviera desmoronando en una lluvia de piedras y escombros. La revelación que acababa de escuchar la golpeó con una fuerza abrumadora, un impacto que la dejó sin aliento. Era una verdad que parecía imposible de asimilar, una cruel ironía del destino: ¿cómo era posible que el cazador de demonios más famoso, el hombre que había dedicado su vida a exterminar a esas criaturas que ahora parecían estar desatadas sobre el mundo, fuera su tío?
La confusión y el terror se entrelazaban en su mente como una serpiente enredada, retorciéndose y apretando cada pensamiento claro que intentaba formar. Su corazón latía con fuerza, cada pulso resonando como un tambor en sus oídos. Miró de nuevo a Máximo, buscando en su mirada alguna señal de compasión, algún atisbo de humanidad que pudiera aliviar la carga de su propio dolor. Sin embargo, lo único que encontró fue un rayo de furia oscura que chisporroteaba en sus ojos, un fuego de rabia que parecía consumirlo por dentro.
Annabelle. El nombre resonó en su mente como un eco lejano, un fantasma del pasado que la atrapaba en una red de emociones conflictivas. Annabelle era su madre, la figura que siempre había sido una sombra en su vida, un rostro desconocido que habitaba en las historias que su padre le había contado. La revelación de que aquel hombre frente a ella, con su semblante marcado por la ira y el dolor, era en realidad el hermano de su madre, la sumió en un torbellino de confusión y terror.
Ahora entendía, de una manera cruda y visceral, el profundo enojo que Máximo sentía. Era un enojo que no solo se dirigía a su familia, sino que emanaba de un lugar de pérdida y desesperación. Victoria también estaba enojada, pero su rabia era más difusa, una frustración acumulada por una vida llena de vacíos. Nunca conoció a su madre, y, sin embargo, siempre sentía su ausencia como una falta apremiante, un hueco que no podía llenar.
Era como si el dolor de su propia vida se entrelazara con el sufrimiento de Máximo. Se imaginaba lo que él debía sentir al perder a su hermana, al ver cómo el legado de su familia se convertía en la causa de la destrucción que enfrentaban. Esa conexión inesperada, ese hilo invisible que unía sus destinos, la hizo sentir vulnerable, expuesta a la crueldad de la verdad que había sido revelada.
—Annabelle es mi madre—logró articular al fin Victoria, las palabras apenas saliendo de su boca como si estuvieran luchando por liberarse. La expresión de Máximo fue un poema completo de asombro, sus cejas se alzaron y sus ojos se abrieron de par en par, como si acabara de escuchar la revelación más asombrosa de su vida.
—¿Qué has dicho? —preguntó, su voz un susurro entrecortado, casi incrédula ante la mención de su hermana.
—Yo nací... y ella murió—continuó Victoria, sintiendo cómo cada palabra pesaba más que una montaña. Era un hecho que había llevado consigo toda su vida, una carga que nunca supo que podría abrir heridas tan profundas en otra persona.
Los ojos de Máximo se llenaron de emociones, una mezcla de dolor, pérdida y una chispa de comprensión. La ira que antes había sido su única expresión comenzó a desvanecerse, dando paso a algo más complejo, más humano. Victoria pudo ver cómo luchaba con sus propios recuerdos, tratando de reconciliar la imagen de su hermana con la realidad de su vida.
—Nunca supe—dijo Máximo, su voz temblando levemente—. Nunca supe que había dejado a una niña atrás. Siempre pensé que su muerte era un final absoluto. Pero, ¿tú eres...?
—Soy su hija—respondió Victoria, sintiendo una oleada de emociones abrumadoras, como si un río de lágrimas estuviera a punto de desbordarse. Por un momento, el tiempo pareció detenerse, y el silencio se apoderó del espacio entre ellos. Ambos estaban atrapados en una burbuja de revelación y conexión, como si el dolor y la pérdida los unieran en una danza sombría.
—Esto cambia todo—murmuró Máximo, llevándose una mano a la frente, como si intentara asimilar la magnitud de lo que acababa de escuchar. Su mirada se tornó introspectiva, como si estuviera revisando cada momento, cada decisión, cada paso que lo había llevado hasta aquí.
—Mi padre nunca me dijo que ella tenía familia viva—confesó Victoria, dejando que las palabras fluyeran de su boca con un tono de incredulidad. Su voz temblaba—. Siempre me contó que ella vivía con sus padres hasta que ellos murieron de causas extrañas, pero jamás me dijo que tenía hermanos.
El rostro de Máximo se oscureció con la revelación, sus facciones endurecidas por la sorpresa y la traición. Era evidente que las palabras de Victoria lo golpeaban con la misma fuerza que su propia revelación había hecho con ella. Se pasó una mano por el cabello, como si intentara despejar la confusión que lo invadía.
—Los Lith siempre han sido buenos para esconder la verdad—respondió finalmente, su voz cargada de amargura. —Siempre han manipulado la historia a su favor. Annabelle fue solo un peón en su juego, un sacrificio para proteger sus secretos. Cuando mi hermana nos dijo que se presentaría ante esa familia, supe de inmediato de que algo saldría mal. Se lo dije muchas veces, pero ella no creyó en ninguna de mis palabras. Y al final…termine teniendo razón. Mis hermanos y yo no la volvimos a ver. Mi madre no murió de ninguna causa extraña. Ella murió de dolor por no volver a ver a su hija.
—Yo lo siento tanto…—murmuró Victoria, la voz quebrada por la emoción que la embargaba.
—No es tu culpa—respondió Máximo, su tono más suave, como si la comprensión empezara a romper las barreras que había levantado en su corazón. —Es de tu familia. Te juro que te ayudaré a salir de esta.
Ella lo miró, buscando en su rostro alguna señal de verdad en sus palabras. A pesar de la rabia y el resentimiento que había mostrado antes, había algo en su mirada ahora, una chispa de compasión que la hacía sentir que no todo estaba perdido.
—Pero primero… perdóname por cómo te traté antes—continuó él, su voz llena de sinceridad. —Estaba muy enojado por todo y no me supe controlar. La pérdida de Annabelle, el caos que han traído los demonios, y saber que tú eres parte de esa historia me desestabilizó.
Victoria asintió lentamente, sintiendo cómo la presión en su pecho comenzaba a aflojarse. Era verdad que había habido un enfrentamiento tenso entre ellos, un choque entre el dolor y la ira. Pero en ese instante, con la realidad de sus pasados entrelazados, algo nuevo estaba surgiendo: un lazo de entendimiento.
—Entonces, trabajemos juntos, sobrina—dijo Máximo, extendiendo su mano hacia ella en un gesto de alianza. —Enfrentemos lo que viene y hagamos lo que sea necesario para detener a esos demonios.
Victoria tomó su mano.