El Amor Es Cosa De Dos

Marina nunca olvidaría el horrible pánico que había sentido cuando se dio la vuelta para decirles a los mellizos que se dieran prisa o la grúa se llevaría el coche. Cuando los encontrara no volvería a perderlos de vista un segundo, eso si no los estrangulaba con sus propias manos.

Volvió sobre sus pasos trotando por la acera y parando de vez en cuando a preguntar a la gente si habían visto a dos niños. No dejaba de repetirse: «Mañana esto solo será un recuerdo. Me reiré de ello con Cleo», como si fuera un mantra.

Para cuando llegó a la cabina de alquiler de barcas, el corazón le latía tan fuerte que tenía la sensación de que iba a explotar. La dominaba la convicción de que los mellizos estaban en el río.

Era obvio. Tendría que haber sospechado algo cuando la testaruda niña que nunca aceptaba un no por respuesta no había discutido ni intentado convencerla cuando se negó a que dieran un paseo en kayak. Georgia no se había vuelto dócil de repente, había evitado la discusión y luego había arrastrado a Harry con ella.

La cabina de venta de billetes estaba cerrada. Mientras Marina se preguntaba qué hacer, apareció un chico con un candado y un manojo de llaves.

–Lo siento, hemos cerrado –dijo, al verla.

–Busco a mi sobrino y a mi sobrina. Tienen siete años. Creo que pueden haber salido en uno de sus kayaks –el esfuerzo por mantener la calma y no sonar como una lunática hizo que le temblara la voz, pero al menos dio impresión de cordura.

–Lo siento, estamos cerrados –el chico se dio la vuelta, ignorándola.

Marina, entre el pánico y la ira, lo agarró del brazo.

–Mis sobrinos querían dar una vuelta en kayak. ¿Los has visto? –gritó, conteniendo el impulso de sacudir al estúpido chico.

–No sé cuál es su problema, señorita, pero no se permite la entrada al público. Por seguridad –señaló un cartel que había en la pared.

–Ya te he explicado cuál es el problema. Busco a un niño y a una niña, de esta altura –colocó la mano a la altura correcta–. Querían navegar... –cerró los ojos y recordó la expresión de Georgia cuando había rechazado su petición. Tendría que haberse imaginado lo que iba a pasar–. Creo que podrían estar ahí fuera –tragó saliva y miró el horizonte, donde el agua gris del río se encontraba con un cielo aún más oscuro–. En una de vuestras canoas.

–No permitimos a ningún niño ir en kayak sin un adulto responsable. Además, hemos cerrado temprano, se acerca una tormenta –sonó su móvil y, llevándoselo a la oreja, se alejó de ella.

Marina decidió hacerse cargo de la situación. Bajó hacia el agua y, vadeando, fue hacia una canoa.

Consiguió subir al tercer intento. Se recordó que había montado en kayak antes. Cierto que solo tenía cinco años y Loren había sido quien remaba, pero eso era un detalle. No podía ser demasiado difícil.

Cinco minutos después había avanzado varios metros. Pero no tenía ni idea de si iba en la dirección correcta. Actuaba por intuición, pero a veces eso se traducía en pánico ciego.

Cuadró los hombros y metió el remo en el agua. Tenía que ser positiva.

Lo sensato habría sido acudir a la policía. No entendía por qué no se le había ocurrido antes de estar en medio del río. Entonces empezó la lluvia.

Un auténtico diluvio bíblico. En dos minutos estaba empapada. Tenía el pelo pegado al cráneo y el agua que corría por su rostro le dificultaba la visión. Más preocupante que eso era el agua que se estaba acumulando en el fondo de la canoa.

Dejó escapar una risa histérica que el viento, fuerte como un huracán, se tragó. Agachó la cabeza y siguió remando con fuerza, pero no avanzaba. Soltó el remo para aliviar el dolor de los músculos de sus brazos y hombros, y lo equilibró en horizontal sobre la canoa.

Fue como si ocurriera a cámara lenta. Se tiró hacia delante con un brazo estirado, agarrándose al borde de la canoa con el otro. Justo cuando sus dedos tocaron el remo, la corriente lo alejó. Marina perdió el centro de gravedad y se esforzó para echarse hacia atrás. Cuando parecía inevitable caer a la turbulenta agua gris, consiguió recuperar el equilibrio y se derrumbó en la canoa con un sollozo de alivio.

Parecía increíble que un par de semanas antes hubiera pensado que ese tramo del río, con sus pequeñas cascadas, rocas medio sumergidas en las que la gente tomaba el sol, y charcas en las que jugaban los niños, fuera ideal para dar un paseo agradable. Bonito, pero no dramático.

Pero en ese momento el río era un torbellino de espuma blanca, remolinos oscuros y obstáculos ocultos. Solo veía la parte superior de las rocas que intentaba evitar. Marina remaba con las manos, con poca esperanza. La canoa iba a estrellarse…