Mariel, hija de Luciana y Garrik.
Llego a la Tierra el lugar donde su madre creció. Ahora con 20 años, marcada por la promesa incumplida de su alma gemela Caleb, Mariel decide cruzar el portal y buscar respuestas, solo para encontrarse con mentiras y traiciones, decide valerse por si misma.
Acompañada por su hermano mellizo Isac ambos inician una nueva vida en la casa heredada de su madre. Lejos de la magia y protección de su familia, descubren que su mejor arma será la dulzura. Así nace Dulce Herencia, un negocio casero que mezcla recetas de Luciana, fuerza de voluntad y un toque de esperanza.
Encontrando en su recorrido a un CEO y su familia amable que poco a poco se ganan el cariño de Mariel e Isac.
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Capítulo 21
Cosquillas que no se quieren nombrar.
La mañana transcurría con la energía habitual en Dulce Herencia.
Los empleados iban y venían entre pruebas de presentación, listas y degustaciones.
Mariel, más recuperada del día anterior, se movía entre las estaciones de cocina y diseño con un nuevo aire de enfoque.
Pero entre todo ese movimiento, una pequeña escena pasaba desapercibida para la mayoría, excepto para los ojos atentos.
Isac estaba en el área de empaque, organizando etiquetas con la ayuda de Ailín.
Ambos hablaban en voz baja, y entre comentario y comentario, las risas fluían con naturalidad.
No era nada fuera de lo común.
Pero tampoco era solo trabajo.
—¿Así que esa etiqueta no iba con ese sabor? —preguntó Ailín con una sonrisa traviesa.
—En mi defensa, el color era casi igual. —respondió Isac, apoyándose en la mesa con una mano—
—Además, si alguien sobrevive a una sorpresa de picante en un pastel, es que merece estar aquí.
Ailín rió más fuerte de lo habitual, al hacerlo, empujó juguetonamente a Isac con el codo.
Él fingió perder el equilibrio y se recargó dramáticamente contra la mesa, tapándose el corazón.
—¡Mi orgullo herido!
He sido golpeado por una aprendiz implacable.
—No digas “aprendiz”, que pareces mi abuelo. —respondió ella con una mueca entre divertida y tímida.
Por un segundo, la mirada de Isac se detuvo en ella.
Solo un segundo.
Y Ailín desvió la suya rápidamente, ocultando el leve rubor que le subió a las mejillas.
Más tarde, cuando el bullicio había bajado, Ailín se acercó a la oficina donde Mariel tomaba un descanso.
Llevaba dos bebidas en la mano y una expresión extrañamente indecisa.
Mariel la recibió con una sonrisa, y al notar su nerviosismo, frunció levemente el ceño.
—¿Todo bien?
Pareces a punto de decirme que quemaste la cocina.
—No… no es eso. —respondió Ailín, sentándose a su lado y dándole una de las bebidas—
—Solo… necesitaba hablar con alguien.
Y tú me inspiras confianza.
No me juzgas, y… sé que tú también tienes hermanos, así que…
Mariel se acomodó en el asiento, atenta.
—Puedes contarme lo que quieras.
Ailín tomó aire, bajó la voz y soltó de una vez:
—Me gusta Isac.
Sé que es raro.
Es mayor que yo, más serio… pero cuando estamos juntos, todo se siente fácil.
Me hace reír.
Me escucha.
Y a veces… me mira de una forma que me hace sentir que valgo.
Pero tengo miedo.
Porque soy joven… y él es de esos hombres que parecen tener el mundo resuelto.
Mariel la miró en silencio por un momento, con una dulzura que solo alguien que ha vivido el amor complejo puede ofrecer.
Luego sonrió, serena, segura.
—Isac no tiene el mundo resuelto.
Créeme.
Solo tiene buena postura.
Y sí, puede parecer distante, pero si te mira como dices… entonces ya empezaste a abrir una puerta en su corazón.
No tengas miedo.
El amor no se mide por la edad, sino por la intención.
Y tú tienes buen corazón.
Eso, Ailín, vale más que cualquier número.
Ailín sonrió, aliviada por esas palabras.
Y aunque no dijo nada más, sus ojos brillaban con una esperanza tímida… pero decidida.
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La tarde avanzaba con lentitud en la empresa.
La mayoría del equipo había terminado sus tareas y el ambiente se sentía más relajado, casi familiar.
Algunos se retiraban a casa, otros se quedaban ajustando detalles menores, y Mariel había subido a la azotea para tomar aire, dejando su carpeta de muestras en una banca de descanso.
Mientras tanto, en el área de producción, Isac revisaba unas cajas cuando notó a Ailín, sentada sola sobre una de las mesas vacías, con los pies colgando suavemente y un gesto ausente en el rostro.
Tenía los codos apoyados sobre sus piernas y la barbilla entre las manos, mirando a la nada.
Sin decir nada, Isac se acercó con paso tranquilo.
No quería asustarla, ni incomodarla.
Solo… quería estar cerca.
Cuando Ailín lo notó, enderezó la espalda enseguida.
—¡Oh! Perdón, no estaba haciendo nada importante, solo estaba… descansando un poco.
Isac se encogió de hombros.
—No tienes que justificarlo.
También sé lo que es quedarse atrapado en los pensamientos.
Y si no te molesta…
¿puedo quedarme contigo un rato?
Ailín sonrió, un poco tímida, y asintió.
Él se sentó a su lado, aunque no sobre la mesa, sino frente a ella, de pie, apoyado con una mano sobre la orilla.
Ambos se quedaron en silencio unos segundos.
No era incómodo.
Era ese tipo de silencio donde el aire entre dos personas se acomoda a su ritmo.
Ailín lo miró de reojo.
Y entonces, sin pensarlo demasiado, se quitó una pulsera de hilo trenzado que llevaba en la muñeca.
Tenía tonos lavanda, con un pequeño cristal en el centro.
—La hice hace tiempo, por distracción.
Me gusta hacer cosas con las manos.
Y…
me gustaría que la tuvieras.
Isac parpadeó, sorprendido.
No porque no quisiera aceptarla, sino porque no esperaba ese tipo de gesto.
Pequeño, sí… pero inmenso en intención.
Él extendió la mano y la dejó colocársela.
—¿Tiene algún significado? —preguntó, observando el trenzado.
—No uno mágico ni nada así.
Solo que quien la usa… nunca se sienta solo.
El silencio volvió, pero esta vez más íntimo.
Y justo cuando Ailín comenzaba a arrepentirse de haber sido tan directa,
Isac, sin romper el contacto visual, dijo en voz baja:
—Gracias.
Ailín sonrió, bajando la mirada.
Y justo en ese momento, desde la escalera,
Mariel apareció en la parte superior,
deteniéndose al verlos.
No dijo nada.
Solo observó la escena con una sonrisa cómplice y cálida.
Sabía lo que veía.
No un romance.
Aún no.
Pero sí… el primer lazo firme.
La ternura.
La complicidad.
Y el comienzo de algo que no necesitaba anunciarse para empezar a crecer.