Alonzo es confundido con un agente de la Interpol por Alessandro Bernocchi, uno de los líderes de la mafia más temidos de Italia. Después de ser secuestrado y recibir una noticia que lo hace desmayarse, su vida cambia radicalmente.
•|•|•|•|•|•|•|•|•|•|•|•
Saga: Amor, poder y venganza.
Libro I
NovelToon tiene autorización de Wang Chao para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 20. Sin salida.
Alessandro regresó a su oficina y, al cerrar la puerta tras de sí, dejó escapar un suspiro pesado que parecía cargar toda la tensión acumulada del día. Se sentó frente a la computadora, pero sus pensamientos estaban lejos de cualquier asunto de negocios. Abrió uno de los cajones del escritorio y buscó un paquete de cigarrillos. Sacó uno y lo encendió, inhalando profundamente mientras el humo le llenaba los pulmones, buscando en vano algún tipo de alivio. Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla, dejándose llevar por una sensación de agotamiento poco común en él. El dolor de cabeza era intenso, como si una fuerza implacable estuviera golpeando su cráneo, recordándole lo poco acostumbrado que estaba a este tipo de distracciones emocionales.
—¿No es mío? —murmuró en voz baja, hablando al vacío de su oficina, que en ese momento le devolvía un silencio inquietante. Desde el instante en que había escuchado la noticia del embarazo, había asumido que el hijo era suyo. Todo había coincidido en su mente de forma lógica, encajando como piezas en un rompecabezas: la cronología, aquella noche, los detalles. Sin embargo, la incertidumbre que Alonzo había sembrado en él ahora crecía como una sombra, absorbiendo la certeza que había dado por sentada.
Se levantó de la silla en un impulso, tratando de deshacerse del malestar que lo invadía. Caminó hasta la pequeña vinoteca que había al fondo de la oficina, donde los estantes de cristal exhibían su exclusiva selección de licores. Tomó la botella de su licor más fuerte, vertiéndolo en un vaso de cristal grueso. Saboreó un sorbo, sintiendo el ardor descender por su garganta mientras cerraba los ojos, casi esperando que el alcohol disipara las dudas que lo atormentaban.
Finalmente, se dirigió al balcón, empujando las puertas dobles para dejar que el aire fresco de la noche lo envolviera. El viento frío desordenó su cabello, brindándole una fugaz sensación de alivio. Apoyó el vaso sobre la barandilla y miró el bosque, iluminado únicamente por la luz de la luna, pero ese espectáculo natural no era suficiente para desviar su mente del torbellino de pensamientos que giraban en torno a Alonzo.
Sacó su teléfono móvil y, casi sin pensarlo, abrió la galería de fotos. Ahí estaba la imagen de Elio, una fotografía que siempre había asociado con una calma que ahora parecía inalcanzable. Observó el rostro de su amor platónico, recordando los momentos en los que aquel rostro le había dado paz, una especie de ancla en medio de la tormenta de su vida. Pero, en ese momento, por primera vez, no sentía esa calma habitual. Era Alonzo quien invadía su mente, ocupando cada rincón de sus pensamientos, una presencia que, en vez de brindarle consuelo, lo sumía en un abismo de emociones contradictorias que ni él mismo sabía cómo manejar.
Apretó la mandíbula, irritado. No estaba acostumbrado a este tipo de incertidumbres, a que alguien como Alonzo pudiera infiltrarse de esa manera en su conciencia, casi invadiendo su fortaleza interior. Miró nuevamente la foto de Elio antes de apagar la pantalla y guardarse el celular en el bolsillo, casi como un acto de despedida. Alessandro no tenía tiempo para debilidades; tenía que actuar, tomar decisiones, y cada segundo que pasaba sin resolver aquel dilema le resultaba insoportable.
Volvió a tomar el vaso y bebió el licor de un solo trago.
Alonzo permanecía en el suelo, con la espalda apoyada contra la cama, mientras sus ojos se perdían en las estrellas que parpadeaban más allá de la ventana reforzada. Desde allí, contemplaba la inmensidad del cielo nocturno, como si buscara entre las constelaciones algún tipo de respuesta a las preguntas que lo atormentaban.
—Mamá, papá... ¿qué se supone que debo hacer? —musitó, casi en un susurro. Su mirada se fijó en la estrella más brillante, como si creyera que ellos, de alguna manera, podían escucharle desde el otro lado. Sentía el peso de su soledad y, más que nunca, deseaba la orientación de sus padres—. No amo ni me atrae esta persona. Todo en él, desde sus actos hasta sus principios, va en contra de lo que ustedes me enseñaron y de lo que yo soy. No es más que un criminal. Daña a otros, ha quitado vidas, y cada una de sus acciones es una ofensa a todo en lo que creo.
Suspiró, dejando que el aire saliera de sus pulmones con una pesadez que le hacía sentir aún más atrapado. Recordó aquellos días de juventud, cuando él y Elio podían pasar horas hablando, riendo y soñando con un futuro. Durante una de esas largas conversaciones, cuando el tema de la familia Mancini surgió, ambos habían expresado su absoluto rechazo por el mundo de la mafia, por la forma en que esa gente manipulaba a otros, usaba el poder para someter y se deleitaba con la crueldad. Ni él ni Elio podían imaginarse involucrándose con alguien de esa calaña. Sin embargo, la ironía de la vida había jugado sus cartas de la forma más amarga: Elio estaba ahora casado con un mafioso, y él... él esperaba un hijo de otro.
—¿Cómo he llegado a esto? —murmuró, con un dejo de amargura en su voz. La situación le resultaba tan absurda como trágica.
Sabía que, si decidía tener al niño, Alessandro no tardaría en exigir una prueba de ADN para confirmar la paternidad, lo cual lo ataría a él de una manera definitiva. Y si decidía no tenerlo, le perseguía la incertidumbre de si podría vivir con esa decisión, si más adelante no se arrepentiría. Su corazón, en conflicto, se desgarraba entre dos opciones igual de complejas y dolorosas. Por más que lo analizara, parecía que no había una respuesta clara, una salida fácil.
—Si lo tengo, Alessandro hará todo lo posible para confirmarlo... y entonces, no habrá escapatoria —dijo en voz baja, sintiendo cómo su voz se quebraba al mencionar aquella posibilidad—. Pero si no lo tengo... —Su voz se perdió, ahogada en las lágrimas que, hasta ahora, había reprimido. Las lágrimas finalmente se deslizaron por sus mejillas, frías y silenciosas, portadoras de una tristeza que ni él mismo podía comprender del todo—. Estoy perdido... Me siento atrapado en un laberinto sin salida. Si ustedes estuvieran aquí, sé que sabrían qué decirme, que me darían el consejo que necesito, ese consejo que me guiaría hacia la decisión correcta.
Miró al cielo nuevamente, como si en aquella oscuridad pudiera vislumbrar una señal, una guía. Pero el cielo permanecía mudo, impasible ante su tormento, y Alonzo comprendió que, en el fondo, esta era una decisión que debía tomar él mismo, que el peso de aquella vida que crecía dentro de él recaía únicamente en sus manos. La soledad de aquel pensamiento le resultó insoportable.