Amaris creció en la ciudad capital del magnífico reino de Wikos. Como mujer loba, fue entrenada para proteger su reino por sobre todas las cosas ya que su existencia era protegida por la corona
Pero su fuerza flanquea cuando conoce a Griffin, aquel que la Luna le destino. Su mate que es... un cazanova, para decirlo de esa manera
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El Fuego de Herodio
El aire de la selva estaba cargado de humedad y tensión. Los cánticos de los adoradores de Joryit resonaban entre los árboles, creando un eco ominoso que parecía reverberar en el suelo bajo los pies de Griffin. Desde su posición entre los arbustos, observaba el campamento de los bandidos con ojos entrenados, calculando cada movimiento, cada paso que debía dar. La luz de su espada sagrada brillaba tenuemente a su lado, un recordatorio constante de la presencia de Herodio y del propósito que lo había llevado hasta allí.
El campamento estaba iluminado por antorchas que parpadeaban al ritmo de los cánticos, creando sombras que danzaban en los cuerpos de los adoradores. Frente a ellos, el altar improvisado dominaba el centro del claro, una grotesca estructura de huesos y ramas entrelazadas. Los prisioneros, aldeanos que apenas podían mantenerse en pie por el miedo y el cansancio, estaban amarrados a estacas alrededor del altar. Los gritos de uno de ellos rompieron el aire denso cuando los bandidos comenzaron a acercarse, sus movimientos cargados de una ferocidad salvaje.
Griffin sabía que no podía esperar más.
El brillo de su espada aumentó, como si respondiera a la oscuridad que lo rodeaba. La hoja emitió un resplandor dorado, una luz pura que contrastaba con la atmósfera sombría del campamento. Sabía que, en cuanto atacara, no habría vuelta atrás. Los adoradores de Joryit no tendrían piedad, y él tampoco podía permitirse mostrar debilidad.
Apretó el mango de su espada, sintiendo la energía fluir a través de él, y en un movimiento fluido, se lanzó hacia el campamento.
Los primeros en verlo fueron dos bandidos que patrullaban el perímetro. Sus ojos se abrieron de par en par al ver a Griffin emerger de la oscuridad, pero antes de que pudieran reaccionar, la espada de Herodio cortó el aire. El brillo cegador de la hoja se extendió en un arco mortal, y los bandidos no tuvieron tiempo ni de gritar antes de que el filo los alcanzara. El impacto fue inmediato: la espada no solo atravesó la carne, sino que la quemó, purgando cualquier oscuridad que habitara en ellos. Los cuerpos de los bandidos cayeron al suelo, sus ojos ardiendo con el resplandor del fuego sagrado.
Griffin no se detuvo. Sabía que la ventaja de la sorpresa era crucial. Corrió hacia el centro del campamento, donde los bandidos se habían reunido alrededor del altar. El grito de uno de ellos alertó al resto de su presencia, y en cuestión de segundos, el caos estalló.
—¡Intruso! —gritó uno de los adoradores, levantando un cuchillo sacrificial mientras señalaba a Griffin—. ¡Joryit nos dará su fuerza!
Los bandidos se lanzaron hacia él, sus movimientos brutales y descoordinados, como bestias más que como hombres. Griffin, sin embargo, estaba listo. Con cada paso, su espada brillaba más intensamente, proyectando una luz dorada que quemaba a cualquiera que se acercara demasiado. El primer bandido que lo alcanzó intentó atacarlo con un hacha, pero Griffin esquivó el golpe con facilidad, moviéndose como un rayo. Su espada se alzó en el aire, y al descender, el filo ardiente atravesó el torso del hombre, incinerándolo al instante. Sus ojos, abiertos de par en par, se volvieron hacia arriba mientras el fuego los consumía desde dentro, dejando solo una carcasa carbonizada.
Otro bandido lo atacó por el flanco, pero Griffin giró sobre sus talones, desarmándolo con un rápido movimiento. La espada se deslizó a través de la carne del atacante como si fuera mantequilla, y el brillo cegador de la hoja le quemó los ojos, haciéndolo caer al suelo con un grito desgarrador.
Los cánticos de Joryit se transformaron en gritos de alarma. Los adoradores habían creído que la brutalidad de su dios los haría invencibles, pero ahora, enfrentados a la luz de Herodio, comenzaban a dudar. Aun así, no retrocedieron. La devoción a Joryit los había vuelto salvajes, y aunque veían a sus compañeros caer, no se detendrían hasta que Griffin estuviera muerto o ellos sucumbieran.
Griffin avanzó hacia el altar, cortando a través de los bandidos que intentaban bloquear su camino. Sus movimientos eran precisos, su cuerpo se movía con una fluidez que solo la experiencia en la batalla podía proporcionar. Cada golpe de su espada no solo mataba, sino que purgaba. El fuego de Herodio no dejaba lugar para la oscuridad, y con cada bandido que caía, la luz en el campamento se hacía más brillante.
Un grupo de adoradores más grandes y feroces se lanzó hacia él, sus cuerpos tatuados con los símbolos de Joryit. Estos no eran simples bandidos; eran los guerreros de élite del dios de las bestias, hombres que habían ofrecido su humanidad a cambio de la brutalidad animal. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y sus músculos tensos como los de una bestia a punto de atacar.
Uno de ellos, el líder del grupo, levantó un martillo gigantesco, cargando hacia Griffin con un rugido salvaje. Pero antes de que pudiera golpearlo, la espada de Griffin ya estaba en movimiento. El brillo de la hoja cegó al guerrero, y en un solo golpe, el martillo cayó al suelo, mientras el cuerpo del hombre se desplomaba, ardiendo con el fuego sagrado. Los otros intentaron atacar desde diferentes ángulos, pero Griffin, moviéndose con la precisión de un cazador entrenado, los despachó uno por uno.
A medida que la batalla continuaba, el poder de la espada de Griffin se volvía más evidente. No solo quemaba la carne de los bandidos; sus ojos, aquellos que se atrevían a mirarlo directamente, se apagaban bajo el brillo cegador de la luz de Herodio. Los cuerpos de los adoradores caían al suelo, sus rostros congelados en una mezcla de terror y agonía, sus almas purgadas por completo.
A pesar de la brutalidad de la batalla, Griffin mantenía la calma. No había furia en sus movimientos, solo una determinación férrea. Su misión era clara: purgar la oscuridad y liberar a los inocentes. Y con cada enemigo que caía bajo su espada, la influencia de Joryit se debilitaba.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad de lucha, el campo de batalla quedó en silencio. Los últimos adoradores de Joryit yacían en el suelo, sus cuerpos calcinados por la luz sagrada de Herodio. El campamento, que había sido un lugar de oscuridad y sacrificios, ahora estaba iluminado por el brillo de la espada de Griffin, que aún resplandecía con fuerza.
Griffin se quedó inmóvil por un momento, su pecho subiendo y bajando con la respiración agitada. Observó el caos a su alrededor, los cuerpos de los bandidos caídos y el altar destrozado. Los prisioneros, liberados de sus ataduras, lo miraban con una mezcla de gratitud y asombro. Sabían que ese hombre, ese cazador, había sido enviado por una fuerza divina para salvarlos.
—Herodio ha hablado —murmuró Griffin para sí mismo, bajando lentamente su espada.
El fuego sagrado de la hoja comenzó a apagarse poco a poco, dejando solo el resplandor dorado en sus ojos. Había cumplido su misión. Los adoradores de Joryit habían sido eliminados, y la influencia del dios de las bestias había sido purgada de esa tierra.
Sin embargo, mientras observaba el altar destruido y los símbolos de Joryit ardiendo en las cenizas, Griffin no podía evitar sentir una extraña sensación de inquietud. Sabía que esto no era el final. Joryit, el enemigo de Herodio, no sería destruido tan fácilmente. Los seguidores de ese dios brutal eran muchos, y cada victoria solo traía consigo nuevas batallas.
Se giró hacia los prisioneros, asintiendo en señal de que estaban a salvo, y comenzó a caminar hacia el borde del campamento. La selva a su alrededor seguía siendo un lugar oscuro y lleno de peligros, pero por ahora, el fuego de Herodio había prevalecido.
Mientras se alejaba, sintió un peso en su corazón. Había ganado esta batalla, pero la guerra entre la luz y la oscuridad continuaría. Y en el fondo de su mente, la imagen de Amaris volvía a aparecer. Su confesión, el lazo de mate que los unía, seguía siendo una cuestión sin resolver. Había aceptado esta misión para pensar, para encontrar claridad, pero ahora, después de la brutalidad de la batalla, se daba cuenta de que su vida estaba destinada a enfrentar mucho más que solo enemigos en el campo de batalla.
Griffin suspiró, mirando hacia el horizonte. La luz de Herodio lo había guiado una vez más, pero sabía que las decisiones más difíciles aún estaban por delante.
Y esta vez, no habría fuego sagrado