Camino A La Venganza

El aire de la celda era húmedo, espeso, como si las paredes sudaran culpa. Horacio estaba sentado contra la fría pared de concreto, su camiseta sucia pegada al cuerpo. El zumbido de los tubos fluorescentes en el techo era el único sonido constante que lo acompañaba desde hacía horas… o tal vez días. Había perdido la noción del tiempo, pero no del miedo.

La puerta metálica chirrió al abrirse. Un guardia lanzó una mirada rápida y gritó:

—Tienes visita.

Horacio levantó la cabeza. No esperaba a nadie. Pensó en su madre, pero ella lo había negado públicamente. Pensó en Óscar, pero después de su última conversación, dudaba que ese idiota volviera a verle la cara.

Pero no era un aliado quien entró, sino un fiscal, acompañado por un asistente de José. Traían documentos en la mano, y una mirada afilada como cuchilla de carnicero.

—Señor Cabello —dijo el fiscal—, sabemos que ha sido manipulado por la señorita Eylin Aguilar. Pero también sabemos que no fue forzado. Tiene dos opciones: cooperar… o pudrirse en la cárcel.

Horacio los miró con una mueca cínica.

—¿Y qué ganaría con hablar?

—Una condena menor. Y la oportunidad de evitar que ella se lave las manos y quede libre. Si usted cae solo, ella lo olvidará antes de que la reja se cierre.

La propuesta quedó flotando como un cuchillo en el aire.

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Mientras tanto, Eylin, vestida con un uniforme gris de reclusa, se abrazaba las piernas en la esquina de su celda. La celda no tenía espejo, pero no necesitaba uno para saber que ya no quedaba nada de la sofisticada hija menor de los Aguilar.

Estaba sola. Estela no contestaba sus llamadas. Su padre, humillado, había decidido cortar todo vínculo con ella. Solo su madre le había mandado una carta… sin palabras, con una flor seca adentro. Un mensaje de silencio, y quizás de resignación.

La celadora abrió la puerta.

—Te buscan.

Eylin se levantó, con el corazón palpitando entre los oídos. ¿Quién? ¿Un abogado? ¿Óscar? ¿Estela?

Pero no. Era una periodista encubierta. De esas que buscan la carne sangrienta de la alta sociedad caída.

—¿Cómo se siente ser la mujer más odiada del país? —preguntó, sin anestesia.

—No tengo comentarios.

—¿Fue Horacio quien te convenció de drogarla? ¿O fue idea tuya?

Los ojos de Eylin chispearon.

—¡Fue por amor! ¡Él también la odiaba! ¡Regina nos robó todo!

—Entonces admite que lo planeaste.

—¡No! —gritó—. No de esa forma. Solo quería asustarla, nada más…

La periodista se levantó satisfecha, sabiendo que ya tenía la declaración que necesitaba. Afuera, la cámara oculta había captado todo.

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Esa noche, Horacio recibió un sobre. Dentro, una copia impresa del video. La voz de Eylin resonaba entre los muros grises de la prisión. Su traición estaba confirmada.

Horacio rió… una risa rota y amarga. Ya no había amor, ni alianza, ni futuro. Solo ruinas.

Y en medio de esas ruinas, una decisión: no iba a hundirse solo.

—Llamen al fiscal —dijo. Y por primera vez desde que lo atraparon, su voz sonó firme.

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Así, mientras el mundo entero comenzaba a ver el derrumbe de los Aguilar, una nueva pieza del ajedrez se movía en silencio. Regina, desde su cama de hospital, ya no necesitaba mover los hilos… ahora los culpables empezaban a ahorcarse solos.