Perteneces a Mí
Una novela de Deanis Arias
No todos los ricos quieren ser vistos.
No todos los que parecen frágiles lo son.
Y no todos los encuentros son casualidad…
Eiden oculta su fortuna tras una apariencia descuidada y un carácter sumiso. Enamorado de una chica que solo lo utiliza y lo humilla, gasta su dinero en regalos… que ella entrega a otro. Hasta que el olvido de un cumpleaños lo rompe por dentro y lo obliga a dejar atrás al chico débil que fingía ser.
Pero en la misma noche que decide cambiar su vida, Eiden salva —sin saberlo— a Ayleen, la hija de uno de los mafiosos más poderosos del país, justo cuando ella intentaba saltar al vacío. Fuerte, peligrosa y marcada por la pérdida, Ayleen no cree en el amor… pero desde ese momento, lo decide sin dudar: ese chico le pertenece.
Ahora, en un mundo de poder oculto, heridas abiertas, deseo posesivo y una pasión incontrolable, Eiden y Ayleen iniciarán un camino sin marcha atrás.
Porque a veces el amor no se elige…
Se toma.
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Capítulo 3 – Donde Nadie Sale Igual
Donde Nadie Sale Igual
Ayleen caminaba con paso firme, como si el mundo se apartara a su paso. Eiden la seguía a pocos metros, sin saber a dónde iba ni por qué no podía detenerse. Cada paso que daba con ella se sentía como romper una regla invisible. Y, por alguna razón, eso le gustaba.
Bajaron por un pasillo estrecho, escondido detrás de un edificio gris. Un guardia vestido de negro los dejó pasar sin decir palabra. Las luces eran tenues, y el aire olía a cuero, tabaco y peligro.
—¿Dónde estamos? —preguntó Eiden en voz baja.
—En mi mundo —respondió ella sin mirarlo—. Donde las promesas se cumplen… o se pagan.
Abrieron una puerta reforzada, y entraron a una sala amplia, oculta bajo tierra. Había sillones de terciopelo oscuro, cristales finos, y gente que los observaba sin disimulo. Todos conocían a Ayleen. Y nadie la interrumpía.
Ella se sentó en uno de los sillones, cruzando las piernas con elegancia salvaje.
—Siéntate —ordenó, señalando el lugar frente a ella.
Eiden lo hizo. Se sentía fuera de lugar, como una pieza mal encajada. Pero Ayleen no le daba opción. Ella lo miraba como si pudiera desarmarlo solo con los ojos.
—¿Sabes lo que hiciste esa noche? —preguntó de pronto.
Él dudó.
—Te salvé…
—No —interrumpió ella, con voz suave pero cortante—. Te marcaste.
—¿Qué?
—Me salvaste, sí. Pero ahora estás en una deuda que no entiendes. Porque si yo estoy viva, es por ti. Y en mi mundo, eso significa que ya no eres libre.
Eiden sintió cómo el aire se volvía más denso. No era una amenaza. Era una verdad.
—¿Tienes miedo? —preguntó Ayleen.
—No —mintió.
Ella sonrió.
—Bien. Porque me gustas. No como esos idiotas que me rodean. Tú tienes algo roto. Algo real. Y eso… me atrae.
Eiden no supo qué decir. Era la primera vez que alguien veía en él algo más que torpeza. Algo más que utilidad.
Ayleen se levantó y se acercó. Se agachó hasta quedar a la altura de sus ojos.
—Desde hoy, Eiden, nadie te toca, nadie te humilla, nadie decide por ti. Solo yo.
Él sintió un escalofrío. Había estado toda su vida rogando por atención. Ahora la tenía. En exceso.
—¿Y si no quiero ser de nadie? —se atrevió a decir.
Ella rió. Una risa baja, oscura, adictiva.
—Tarde, cariño. Me gustas desde que te vi. Me gustas sin permiso. Y lo que me gusta… es mío.
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Esa noche, ella lo llevó de regreso. Pero no a su casa. A su mansión, la del mafioso más respetado —y temido— del país. Su padre no estaba. Pero los hombres que lo rodeaban sabían que Ayleen era intocable.
Ella lo dejó en una habitación enorme, decorada con mármol, libros y una cama que parecía demasiado elegante para un invitado.
—Duerme aquí. Mañana empieza tu nueva vida —dijo, y se marchó sin esperar respuesta.
Eiden se quedó solo. Se sentó en la cama, temblando por dentro.
Había cruzado una línea invisible.
Y no había vuelta atrás.