Esteban es totalmente serio e incluso, un poco amargado; pero debe aceptar la derrota ante una apuesta con su mejor amigo y presentarse en una cita a ciegas en determinado lugar, donde coincide con una rubia que ya conoce.
Sabe que ella no es su cita, pero verla allí, con mirada pícara y burlona, lo hace bufar porque sabe que no demorará en molestarlo.
Soledad ha estado soltera por cinco años, así que, con la esperanza de encontrar el amor, descarga una aplicación y empieza a hablar con Sergio, con quién se verá esta noche. Aunque en su campo de visión aparece su jefe, el cual la fastidia y se odian mutuamente.
Sin embargo, la velada es una decepción para ambos, ya que sus citas no son lo que esperaban, ni lo que desean volver a ver, por lo que Esteban tratando de salvarse, se toma atribuciones indebidas con su empleada, e inventa una tonta excusa. Una que recordarán toda su vida.
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Cara a cara
El día tan esperado llega con una horrible tormenta, una con fuertes vientos, truenos, rayos y relámpagos, augurando el peor día para una entrevista laboral.
Esteban aparca su nuevo auto en el estacionamiento de la empresa, donde ya tiene algunos empleados de vigilancia constante para evitar los robos o presencias no autorizadas.
Desde el sótano, donde quedan resguardados los vehículos; sube al ascensor y va hasta recepción para anunciarle al chico que empezó ayer; la futura presencia de Soledad González, quién puede subir directamente a su piso, en donde la esperará la mismísima ausencia de personal, ya que no ha encontrado una secretaria capaz.
Después vuelve a usar el ascensor para ir a su oficina, leyendo nuevamente otras hojas de vidas para sus tantos puestos laborales.
La rubia, en su casa está esperando un taxi, ya que ningún transporte público la dejaría cerca de su destino, por lo que podría mojarse y dar una mala impresión. Cuando su transporte estaciona frente a su casa, se sube y le da la dirección al chófer, el cual no pierde tiempo en iniciar una conversación.
—Un clima de miedo, ¿no?— dice el señor.
— Amo estos días si puedo estar en mi casa, pero hoy debo salir... — responde —, que mala suerte— murmura creyendo que el tiempo climático podría estar enviándole un mensaje subliminal sobre el bendito trabajo.
— Estás nubes negras no proclaman nada bueno— agrega el taxista— Debí quedarme en mi cama— bromea tratando de meterle humor al asunto.
Sin embargo, sin saberlo, Soledad está pensando exactamente lo mismo que él. Hoy no parece ser un buen día para visitar una empresa nueva, para tener una entrevista, para dar una buena imagen, ni para caminar por la calle.
Al llegar a su destino, le paga al chófer y le agradece por acercarla lo más que pudo a la puerta principal, aunque la orilla de la calle está repleta de autos.
Dos segundos fuera del taxi; solo dos segundos son suficientes para que la lluvia se largue sin piedad sobre su cabeza, mojándola inmediatamente, aunque corre hasta la entrada, donde abre apresuradamente sin mucha educación.
Su calzado mojado gracias a los charcos de agua que previamente ya estaban, su ropa con un leve rastro de agua y sus pelos algo voluminosos por la humedad; ya no le permiten brindar lo que desea.
Saluda a los guardias por respeto y camina hacia la recepción, donde un joven la mira con gracia, casi riéndose en su propia cara.
—Buenos días, vengo a una entrevista— avisa Soldad.
—Su nombre, por favor— pide.
— Soledad...
—¿González?— completa el hombre viéndola asentir— El jefe te espera en su oficina. Es el último piso, golpea su puerta y espera su autorización.
—¿El jefe?— cuestiona sorprendida.
Ella siempre creyó que las entrevistas las haría alguien de recursos humanos, así como quién respondió sus correos, pero parece que el propio dueño quiere conocer a sus posibles empleados.
—Sí, señorita.— le señala el ascensor invitándola disimuladamente a que mueva los pies y haga lo que debe.
Sin mediar una palabra más, ella resignadamente acepta a asistir como está actualmente. Las puertas de lata se cierran frente a ella, brindándole una aterradora imagen, de la cual sinceramente ella misma se hubiese reído; pero el problema es que apenas puede peinarse con sus propios dedos, los cuales no logran mucho.
Su ropa ni siquiera tiene arreglo; se nota que está mojada y adherida a su piel como un bendito guante. Algo que no es tan formal o elegante en este preciso momento.
El ascensor se abre en un piso desolado, donde únicamente puede ver un área extensamente vacía y blanca, tres puertas (una de vidrio negro y dos de madera blanca) y un escritorio vacío, sin siquiera una computadora. Camina a paso firme hasta la que, cree, es de la oficina y golpea, esperando pacientemente una respuesta.
—Adelante— una voz medianamente gruesa, con un delicioso acento seductor suena desde el interior y por consiguiente, le hace caso.
—Permiso, señor. — dice la rubia mostrándose de pies a cabeza— Buenos días, soy Soledad González — se presenta mientras camina directamente a las sillas que tiene Esteban frente a su escritorio. Aunque no se sienta por estar mojada.
—Tome asiento, señorita González — el colombiano le hace una seña mostrándoles los lugares disponibles, pero ella niega con la cabeza.
—No quisiera mojar nada— avisa con sinceridad.
—No hay problema. Siéntese — responde con firmeza— Sé que el clima no ayuda, señorita. Sin embargo, su responsabilidad da una gran impresión.
—No así la vestimenta— murmura enojada con la repentina lluvia que la agarró fuera del edificio.
—Estoy seguro que si estuviese seca, también daría una buena imagen— la halaga un poquitito para tranquilizarla.
Soledad se sonroja por sus palabras y no es que haya sentido un coqueteo de su parte, sino porque la ha escuchado claramente cuando, casi, maldice el aguacero.