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EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

Status: Terminada
Genre:Completas / Amantes del rey / El Ascenso de la Reina
Popularitas:3k
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

Este relato cuenta la vida de una joven marcada desde su infancia por la trágica muerte de su madre, Ana Bolena, ejecutada cuando Isabel apenas era una niña. Aunque sus recuerdos de ella son pocos y borrosos, el vacío y el dolor persisten, dejando una cicatriz profunda en su corazón. Creciendo bajo la sombra de un padre, el temido Enrique VIII, Isabel fue testigo de su furia, sus desvaríos emocionales y su obsesiva búsqueda de un heredero varón que asegurara la continuidad de su reino. Enrique amaba a su hijo Eduardo, el futuro rey de Inglaterra, mientras que las hijas, Isabel y María, parecían ocupar un lugar secundario en su corazón.Isabel recuerda a su padre más como un rey distante y frío que como un hombre amoroso, siempre preocupado por el destino de Inglaterra y los futuros gobernantes. Sin embargo, fue precisamente en ese entorno incierto y hostil donde Isabel aprendió las duras lecciones del poder, la política y la supervivencia. A través de traiciones, intrigas y adversidades

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Capítulo 2 la infancia en el aislamiento

**Capítulo 2: La Infancia en el Aislamiento**

Nací en el año 1533, cuando el destino de mi familia estaba en un giro inesperado. Mi madre, Ana Bolena, había deseado fervientemente darle a mi padre, Enrique VIII, un hijo varón, alguien que asegurara la línea de sucesión y fortaleciera su posición como reina. Sin embargo, cuando di mi primer llanto, su corazón se llenó de tristeza. No era el hijo que esperaba, sino una niña, y la desilusión fue palpable. Me colocaron el nombre de **Elizabeth**, en honor a mi abuela, y a partir de ese momento, mi existencia parecía marcar el principio de una serie de desdichas para mi madre.

Mi niñera, **Catherine**, me ha contado que, en los primeros días después de mi nacimiento, mi madre se encerró en sí misma, llorando la pérdida de lo que había esperado. Aunque yo era una niña pequeña e inocente, el peso de las expectativas no cumplidas y el desamor de mi padre se reflejaba en el ambiente que me rodeaba.

El castillo donde me crié estaba alejado de la corte real. Enrique VIII, decepcionado por no tener un heredero varón, decidió que mi madre y yo debíamos vivir en una residencia apartada. Mi hermana María, que estaba en un lugar cercano, también vivía separada de la corte, aunque al menos tenía a sus pequeñas damas a su lado. Yo, en cambio, estaba rodeada solo por mi niñera y unas pocas mujeres encargadas de mi cuidado, sin la compañía de pequeñas danzas ni la atención constante que a menudo se esperaba de una princesa.

Mis días estaban llenos de clases rigurosas. Desde temprana edad, me enseñaban no solo las artes de la etiqueta y el protocolo, sino también los idiomas necesarios para una futura reina. Aprendía francés, inglés, español y alemán, mientras mis lecciones de latín me sumergían en la riqueza del pasado clásico. La educación era una parte esencial de mi vida, con clases de lectura y escritura, y mi niñera y las otras mujeres estaban siempre allí para supervisar y guiar mi aprendizaje.

Aparte de las lecciones académicas, también había entrenamiento en las artes del abordaje y el protocolo. Aunque el castillo estaba distante y mi vida parecía ser más solitaria, la formación que recibía era intensiva. Me preparaban para un futuro que, aunque incierto, estaba lleno de expectativas y responsabilidades. La vida en el castillo era una mezcla de soledad y disciplina, un entorno que me enseñaba a ser resiliente y a enfrentar la vida con una fortaleza que a menudo sentía más allá de mi edad.

Así transcurrían mis días, entre la tristeza del pasado y las exigencias del presente, mientras mi madre luchaba con su propio desconsuelo y mi padre, lejos en la corte, tomaba decisiones que nos mantenían en la penumbra de la distancia física y emocional.

**Un Recuerdo Inesperado**

Con los años, fui creciendo, convirtiéndome en una joven princesa con una presencia cada vez más imponente. Mi collar con la "B", el último recuerdo tangible de mi madre, siempre colgaba de mi cuello. Era mi tesoro más preciado, el símbolo de un vínculo que nunca dejaría que se desvaneciera, no importa cuánto cambiara mi vida.

Un día, mientras paseaba por los jardines del castillo, mi padre, Enrique VIII, me encontró. Era un momento raro en el que no había angustia o tensión entre nosotros. Nos cruzamos en un pasillo, y al ver el colgante con la "B" brillando a la luz del sol, sus ojos se encontraron con los míos.

Se detuvo en seco, su expresión de sorpresa era evidente. Observó el colgante, luego alzó la vista y me miró a los ojos. En ese instante, la incomodidad y la distancia que siempre había caracterizado nuestra relación parecieron desvanecerse por un momento. Mi padre, conocido por su temperamento y sus decisiones impulsivas, se quedó perplejo. No sabía exactamente qué hacer; parecía perdido en una mezcla de emociones.

Entonces, sin previo aviso, una sonrisa suave apareció en su rostro. Era una sonrisa que no había visto en mucho tiempo, una que parecía mostrar un rastro de reconocimiento y comprensión. En ese momento, comprendió algo que había eludido durante años: el retrato de mi madre, de alguna manera, seguía vivo en mí. La "B" en el colgante era un recordatorio constante de Ana Bolena, y él vio en mí una conexión inquebrantable con el pasado.

La expresión en su rostro cambió, como si viera un reflejo de su propia historia en mí. Aunque no dijo una palabra, su sonrisa hablaba por sí misma. Era un gesto de aceptación, un reconocimiento de que mi madre nunca sería olvidada y que su memoria vivía en mí.

La tarde se acercaba, y había una cena importante en el castillo, con Jane esperando su primer hijo. Mi padre, con la mente ahora distraída por la inminente llegada de su nuevo heredero, parecía centrarse en los preparativos y en la necesidad de cuidar a Jane. Mientras se dirigía a las mesas de la cena, el aire estaba lleno de anticipación y expectativa, tanto por el nacimiento del bebé como por la dinámica en la corte.

Aquel breve encuentro entre mi padre y yo, en el que me vio con el colgante que tanto significaba, fue un momento fugaz de conexión en medio de las tensiones de la vida real. Aunque no alteró el curso de la historia, dejó una impresión en ambos, una comprensión tácita de que, a pesar de todo lo que había pasado, los lazos familiares eran inquebrantables, y el recuerdo de aquellos que habíamos perdido siempre viviría en los rincones más profundos de nuestro ser.

**La Tristeza de la Pérdida**

La llegada de **Eduardo VI** fue un momento de gran expectación en la corte. El nacimiento de un hijo varón era visto como una bendición para mi padre, Enrique VIII, que finalmente parecía haber asegurado la continuidad de su dinastía. La alegría en el castillo era palpable, y el pequeño Eduardo fue recibido con gran celebración.

Sin embargo, la felicidad pronto se tornó en tristeza. A lo largo del siguiente año, la sombra de la enfermedad comenzó a extenderse sobre la familia real. Eduardo, el esperado heredero, fue seguido por el nacimiento de tres hermanos más, cada uno con la esperanza de consolidar aún más la línea de sucesión. Pero la fortuna no estaba de su lado. La virulencia de las enfermedades era implacable; varicela y sarampión se llevaron a los pequeños con una rapidez cruel y despiadada. La corte se sumió en luto mientras cada nueva pérdida se acumulaba como una herida abierta en el corazón de la familia real.

Jane Seymour, la madre que había enfrentado tanto dolor y esperanza, fue la siguiente en ser alcanzada por la tragedia. Durante su último embarazo, su salud comenzó a deteriorarse rápidamente. Las complicaciones surgieron con la fuerza de una tormenta implacable. Jane contrajo una infección que, a pesar de los esfuerzos por salvarla, se transformó en fiebre puerperal. La enfermedad avanzó con rapidez, y Jane falleció, dejando atrás un vacío inmenso.

La pérdida de Jane no solo significaba el fin de una madre que había amado y perdido, sino también la culminación de un periodo de esperanzas desmoronadas. La corte estaba sumida en el dolor, y la figura de Jane, una vez llena de vida y promesas, se desvaneció en el recuerdo de un pasado doloroso.

Yo, a pesar de la distancia y el aislamiento en que vivía, sentí el impacto de estas pérdidas. La tristeza que envolvía al castillo se sentía incluso en los rincones más alejados. El dolor de la muerte de los pequeños y de Jane era una sombra que se cernía sobre todos, un recordatorio constante de la fragilidad de la vida.

El fallecimiento de Jane y la pérdida de sus hijos dejaron una marca indeleble en mi padre. Aunque la corte trató de seguir adelante, la tristeza persistió como un eco lejano, recordando a todos los que quedaron que la vida real estaba llena de desafíos y tragedias, y que las alegrías eran frágiles y efímeras.

**El Luto y el Furor del Rey**

La muerte de Jane Seymour fue un evento sombrío que marcó un punto de inflexión en la vida de la corte y de mi padre. La ceremonia del funeral fue un acto de solemnidad y respeto. La multitud se reunió en la capilla real para rendir homenaje a Jane, mientras los sirvientes y cortesanos observaban en silencio, reflejando el dolor compartido de la pérdida. La ceremonia fue elaborada y cargada de simbolismo, con la presencia de la nobleza y altos funcionarios que dieron sus últimos respetos a la fallecida reina.

Jane fue enterrada en un mausoleo reservado para reinas que habían dado al reino varones. Su tumba fue adornada con elegantes flores y decoraciones, y el lugar se convirtió en un sitio de peregrinación para aquellos que deseaban rendirle homenaje. Mi padre, aunque abatido, mostró un respeto profundo durante la ceremonia, reconociendo el papel de Jane en su vida y en la historia del reino.

Sin embargo, tras el funeral, el rey se retiró a un castillo apartado, alejándose de la vida pública. Durante tres largos años, permaneció enclaustrado en este lugar, apartándose de la corte y de la luz del sol. El aislamiento no fue un alivio, sino un tormento continuo. La herida en su pierna, que se había infectado hace tiempo, comenzó a mostrar signos de complicaciones graves. El dolor y el malestar lo llevaron a una furia incontrolable, que se reflejaba en su trato con aquellos que aún se encontraban a su servicio.

La infección de la herida no solo causaba un dolor físico extremo, sino que también sembraba una angustia emocional que lo transformaba en un hombre irascible. Las quejas y gritos del rey resonaban en los pasillos del castillo, mientras su estado empeoraba y su temperamento se volvía cada vez más impredecible. La atmósfera en el castillo estaba cargada de tensión, y los que estaban cerca del rey sentían el peso de su ira.

En ese ambiente de desesperación, mi nana y niñera, que siempre había estado a mi lado desde mi infancia, me consolaba y trataba de calmarme. Ella sabía que la única esperanza era la oración y la fe. "Vamos a orar por tu padre para que lo curen bien", me dijo con una voz llena de esperanza y determinación. En ese tiempo, ella se convirtió en mi confidente y apoyo, y juntos nos aferramos a la esperanza de que la curación fuera posible.

Durante esas semanas de oración y espera, mi mente estaba inquieta. En medio de este caos, un nuevo giro en la historia de mi padre llegó a mis oídos. Se hablaba de un nuevo matrimonio en el horizonte, un enlace con una noble alemana, Ana de Cleves. La noticia me sorprendió y me dejó inquieta, ya que no sabía mucho sobre esta nueva prometida.

Las descripciones de Ana de Cleves y su familia comenzaron a llegar a la corte. Era una noble alemana de buena reputación, y su imagen y antecedentes fueron presentados con gran detalle. El matrimonio con Ana de Cleves fue planeado como un intento de consolidar alianzas políticas y de asegurar la estabilidad en el reino. La noticia de este nuevo matrimonio se extendió rápidamente, y el futuro parecía estar lleno de cambios inesperados.

Mientras mi padre se enfrentaba a sus propios demonios, la corte y la familia real se preparaban para un nuevo capítulo, marcado por la llegada de Ana de Cleves. La vida en la corte continuaría, y con ella, nuevas historias y desafíos que darían forma a nuestro destino.

** La Tormenta del Pasado**

Recuerdo vívidamente la escena que se desarrolló aquel día. Mi madre, Ana Bolena, se encontraba en un estado de creciente desesperación. El incidente en el que mi padre, Enrique VIII, había caído de su caballo había causado una gran conmoción en la corte. El rey había sido golpeado severamente durante una de las fiestas a caballo, y su estado era crítico. La caída había sido tan violenta que todos en el castillo se preguntaban si sobreviviría. Los rumores de su posible muerte se extendieron rápidamente, llenando el ambiente de inquietud y temor.

Mi madre, que ya se encontraba afectada por las pérdidas recientes y el creciente desdén de mi padre, estaba en un estado de histeria. La preocupación y la rabia se reflejaban en sus gestos y su comportamiento. La caída de mi padre no solo había exacerbado su dolor personal, sino que también alimentaba su enojo hacia la situación caótica que rodeaba a la familia real. En un acceso de desesperación, la tristeza y el enojo se mezclaban en sus emociones.

Mientras mi padre yacía en el suelo, inconsciente, la corte se agitaba, preguntándose quién podría tomar las riendas si el rey no se recuperaba. Mi madre estaba apartada de los eventos, pero no podía dejar de pensar en lo que estaba en juego. La incertidumbre sobre el futuro de la corona y el estado de mi padre creaban una atmósfera opresiva.

Finalmente, mi padre despertó, pero su primera acción fue desconcertante. En lugar de buscar a los médicos o a su familia, se dirigió directamente a la figura que había sido el centro de su angustia emocional: el retrato de Jane Seymour. Mi madre, en medio de su angustia, se había acercado al comedor y, al entrar, lo vio inclinado sobre el retrato, besándolo con una devoción desesperada.

El momento fue devastador para mi madre. El choque de ver a mi padre aferrándose a un recuerdo de Jane en lugar de buscar consuelo en ella, su legítima esposa, fue una herida profunda. El corazón de mi madre estaba roto, y su tristeza se profundizó aún más cuando, en medio de todo este caos emocional, perdió a nuestro tercer hermano.

La pérdida de este hermano fue el golpe final para mi madre, quien se sintió traicionada y derrotada por la serie de eventos desafortunados. La combinación de la caída de mi padre, su enfoque en Jane Seymour y la muerte de otro hijo crearon una tormenta emocional que arrasó la estabilidad de nuestra familia. Los recuerdos de aquellos días difíciles se mezclaron con la tristeza y la furia, dejando cicatrices que marcarían nuestra vida para siempre.

**El Último Viaje**

Recuerdo con claridad el día en que mi madre decidió huir de la corte. Nos subimos a un carruaje, alejándonos de la opulencia, las intrigas y las tensiones que definían nuestra vida en palacio. Aquel día, mi madre estaba más determinada que nunca. Su decisión era firme: nunca más volveríamos a la corte. Mientras el carruaje avanzaba por los caminos polvorientos, el aire era pesado con una mezcla de resignación y un tenue atisbo de esperanza. Mi madre pensaba que, al dejarnos llevar lejos, estaría protegiéndome de un futuro incierto, un futuro que ella misma no veía para sí.

Sin embargo, cuando estábamos cerca del destino que mi madre había planeado, nos detuvimos abruptamente. Mi corazón dio un vuelco al ver que un caballero a caballo se acercaba al carruaje. No era cualquier caballero: era el mejor amigo de mi padre, alguien que conocía desde siempre. Él, quien se había casado con mi tía, la reina de Francia, parecía haber sido enviado por mi padre para interceptarnos.

Mi madre miró con una mezcla de desafío y desdén cuando él se acercó al carruaje y abrió la puerta. El caballero, con una mirada entre la obligación y la pena, saludó respetuosamente, pero con firmeza.

—Su majestad —dijo él, inclinando la cabeza—. No puedo permitir que sigáis adelante. Llevar a un miembro de la dinastía fuera del reino sin el permiso del rey es un delito. Debo pediros que regreséis.

Mi madre, con una sonrisa amarga y un tono sarcástico, respondió sin perder la compostura:

—¿Ahora resulta que soy un miembro importante de la dinastía? Si ya no somos nada para Enrique. Él solo desea una cosa: un varón, y yo no he podido dárselo. Desde hace mucho tiempo sé que mi final está escrito, y será fatal. Por eso me voy antes de que él decida por mí.

El caballero, que la conocía bien, intentó razonar con ella, pero sabía que mi madre tenía razón. Enrique había cambiado. Lo único que le importaba ahora era su legado, un hijo que perpetuara su linaje.

—Entiendo vuestro dolor, alteza —contestó el caballero, bajando la mirada—. Soy padre también, y conozco los deseos de un hombre que quiere asegurar su dinastía. Pero no puedo permitir que os llevéis a la princesa. Sabéis cómo está Enrique... en su estado, no tolerará más desobediencias.

Mi madre lo miró con dureza, pero su tono seguía siendo sarcástico y frío, como si todo fuera parte de una broma cruel:

—¿Qué es lo que estoy haciendo sino salvar a mi hija de una vida de desamor? Enrique ya no nos quiere. Todo lo que hago es por el bien de mi hija. Estoy dejándolo todo libre para que él se case con otra, alguien que pueda cumplir con su deseo de tener un hijo. No soy tonta, sé que ese será mi destino. Pero si puedo salvarla a ella... eso es lo único que me importa.

El caballero suspiró, sabiendo que no había forma de persuadirla. A pesar de su mandato, en sus ojos había una comprensión profunda del dolor de mi madre. Ella había sido una reina, una madre y una mujer que amó, pero también alguien que había sufrido las despiadadas expectativas de un rey que solo buscaba un heredero varón.

El carruaje finalmente dio la vuelta, y el trayecto de regreso fue silencioso. Mi madre no habló más, solo miraba al horizonte, quizá pensando en lo que habría sido de nosotras si su plan hubiera tenido éxito. Sabía que su final estaba cerca, pero al menos quería que yo viviera, alejada de ese ciclo interminable de demandas y sacrificios.

Nunca volví a ver a mi madre como antes. Fue ese viaje el que la cambió para siempre. Desde ese día, la tristeza la consumió, pero su amor por mí, su hija, la mantuvo fuerte hasta el final. Sabía que estaba condenada, pero siempre creyó que estaba haciendo lo correcto para salvarme de un destino similar al suyo.

El carruaje se detuvo con un estrépito en la entrada del castillo, y el aire se volvió denso con una tensión palpable. Desde mi escondite, observé con el corazón en un puño mientras mi madre descendía, su rostro pálido y su andar tambaleante. La situación ya era grave, y la atmósfera se cargó aún más cuando la figura de mi padre y su amigo, el caballero que se había unido a nosotros, se hizo presente.La conversación entre mi padre y el caballero se convirtió rápidamente en una batalla de palabras. Lo que comenzó como un intercambio de cortesías se tornó en una disputa cargada de sarcasmo e ira. Mi madre, a punto de perder el control, no podía evitar mostrar su dolor. Sus lágrimas y sollozos se mezclaban con el resentimiento que sentía hacia mi padre. La conversación, marcada por reproches y críticas, era un reflejo del tumulto emocional que mi madre estaba atravesando.En medio de la discusión, algo más trágico ocurrió. Mi madre comenzó a sentir un dolor intenso, y pronto, la sala se llenó con una presencia ominosa: sangre. Mi madre estaba teniendo un aborto espontáneo. La escena era desoladora. La vida que se desmoronaba en su interior era una representación cruel de todo lo que habíamos perdido. La sangre que brotaba de ella no solo simbolizaba la pérdida de un hermano, sino también el colapso de nuestras esperanzas y sueños.Mi padre, que hasta entonces había sido una figura de furia y desprecio, ahora se encontró paralizado por la desesperación. Miró a mi madre, que yacía en el suelo, con una mezcla de impotencia y remordimiento. El caballero, a su lado, parecía indiferente a la tragedia que se desarrollaba frente a él.En el fragor de la discusión y el sufrimiento, mi madre logró murmurar palabras de dolor y reproche. Ella le habló a mi padre sobre sus traiciones y las aventuras que había tenido, tratando de encontrar algún sentido en la crueldad que la rodeaba. Su voz estaba cargada de rabia y tristeza, y cada palabra era una herida abierta.La sala se llenó de lamentos y desesperación. La pérdida de mi hermano, que aún no había tenido la oportunidad de vivir, se sentía como una traición final. Mi madre, mientras lloraba y sufría por su pérdida, enfrentaba también la realidad de que su dolor no era comprendido ni compadecido. La furia de mi padre se hacía sentir en cada rincón del castillo, mientras mi madre yacía en el suelo, herida tanto física como emocionalmente.

La tormenta que se desató en el castillo era nada comparada con la que se desataba en la habitación donde se encontraba mi madre, mi padre y el caballero. Desde mi escondite, el ruido de la discusión y los gritos de ira eran casi insoportables. La habitación, a medio iluminar por las lámparas de aceite, estaba saturada de tensión y desesperación.Mi madre yacía en una esquina, apoyada en una silla, con su rostro bañado en lágrimas y sudor. La sangre aún manchaba su vestido y el suelo a su alrededor, un recordatorio cruel de la tragedia que acababa de suceder. Mi padre, furioso y con el rostro enrojecido por la rabia, se movía de un lado a otro, incapaz de controlar su furia. El caballero, a su lado, parecía casi impasible ante el drama que se desarrollaba."¿Cómo has podido ser tan inútil, Enrique?" La voz de mi madre era una mezcla de dolor y furia. "¿Cómo puedes estar tan despreciable? ¡Nos has arrastrado a esta miseria sin final!"Mi padre, su mirada ardiente, se volvió hacia ella con un desprecio apenas contenido. "¡Miseria! ¿Miseria, dices? Tú eres la causa de nuestra desgracia. Siempre has sido un estorbo, un recordatorio constante de lo que nunca pude tener. Siempre has fallado en darme lo que más deseo."La furia en sus palabras era palpable. Se movía con agitación por la habitación, golpeando con fuerza la mesa cercana. "¡Y ahora, de repente, sientes dolor! ¡El mismo dolor que me has causado durante todos estos años! ¡Has fracasado, como siempre!"Mi madre, temblando de rabia y desesperación, se levantó con dificultad, sus movimientos eran torpes debido al agotamiento y la pérdida de sangre. "¿Qué sabrás tú de dolor? ¿Qué sabrás tú de perder a un hijo? ¡Es tu egoísmo lo que ha causado todo esto! ¡Nunca has querido entender lo que sentía, siempre te has enfocado solo en ti mismo!"El caballero se mantenía en un rincón, observando la escena con una expresión de indiferencia. De vez en cuando, susurraba algo a mi padre, alimentando su ira con palabras que solo incrementaban el tumulto emocional en la sala.Mi padre avanzó hacia ella, su furia apenas contenida. "¡Y tú! ¡Nunca has sido más que una carga! Ahora me pides compasión cuando tú misma has fallado en todo lo que se espera de ti. ¡Nunca has sido capaz de darme lo que necesito, ni siquiera en el momento más crucial!"Mi madre, en un acceso de desesperación, soltó un sollozo desgarrador. "No entendías lo que pasaba por mi mente. No entendías que cada pérdida era una parte de mi alma desgarrada. Y ahora, al ver a tu hijo muerto, solo puedo sentir una tristeza inmensa por la falta de humanidad en ti."La tensión se hizo insoportable. La conversación se convirtió en un intercambio constante de reproches y lamentaciones. Mi madre lloraba y se tambaleaba, mientras mi padre continuaba lanzando palabras de odio y desdén. La furia de mi padre parecía alimentarse de las lágrimas de mi madre, intensificando su rabia cada vez más.Finalmente, la conversación se tornó en un monólogo de mi madre, quien, entre sollozos y lágrimas, comenzó a hablar sobre sus fracasos y sus sentimientos de traición. "Siempre pensé que podríamos ser una familia, que podríamos encontrar la paz. Pero tú solo has hecho que mi vida sea un campo de batalla. Todo lo que he querido es amor y estabilidad, pero solo he encontrado rechazo."El dolor en la habitación era tan tangible que parecía un ente vivo. La furia y el sarcasmo se habían transformado en un profundo sentimiento de tristeza y desesperanza. La conversación terminó en un silencio sepulcral, con mi madre exhausta y mi padre de pie en una esquina, la furia en sus ojos reemplazada por una amarga resignación.Me quedé allí, en mi rincón oculto, sintiendo cada palabra y cada grito como una herida abierta. La escena era una representación cruda de la desintegración de nuestra familia, y el peso de la tragedia parecía haber caído sobre todos nosotros, dejándonos en un mar de dolor y desolación.

El Torbellino de la IraLa tormenta en el exterior era el presagio de lo que se desarrollaba en la habitación del castillo. La lluvia golpeaba las ventanas, y los truenos resonaban en la distancia, pero el verdadero tumulto se encontraba dentro. Mi madre, Ana, y Enrique se enfrentaban en una batalla de palabras y emociones que no dejaba espacio para la calma.Ana, con los ojos enrojecidos por el llanto y el enojo, estaba en el centro de la habitación. Su vestido, que antes era elegante y resplandeciente, ahora estaba arrugado y manchado de sangre. Enrique, con el rostro torcido en una mueca de furia, estaba de pie frente a ella, la rabia palpable en cada movimiento que hacía.“¡Nunca te has preocupado por nada más que por ti mismo, Enrique!” Ana gritó, su voz rasgada por la emoción. “¡Todo lo que has hecho ha sido destruir a nuestra familia!”Enrique la miró con desdén, su furia desbordando. “¡Destruir a nuestra familia? ¡Eres tú quien no ha hecho nada más que provocar caos! ¡Tu llegada solo ha servido para empeorar las cosas!”Ana se adelantó, sus pasos resonando en la habitación. “¡No tienes ni idea del dolor que has causado! ¡Siempre estás buscando a alguien a quien culpar en lugar de enfrentarte a tus propios errores!”“¡Y tú eres una carga constante!” Enrique replicó, su voz temblando de ira. “¡Nunca has sido más que una fuente de problemas! ¡Siempre estás quejándote y nunca haces nada para mejorar la situación!”La tensión aumentó a medida que Ana y Enrique se enfrentaban con una intensidad cada vez mayor. Ana, sin poder contener su enojo, empujó a Enrique con fuerza. “¡No entiendes lo que es el verdadero sufrimiento! ¡Tu egoísmo ha llevado a nuestra familia al borde del colapso!”Enrique, furioso, la empujó de vuelta. “¡No me hables de sufrimiento! ¡Yo he perdido más de lo que podrías imaginar y tú solo te quejas de tus propios problemas! ¡Eres incapaz de ver más allá de tu propio dolor!”Ana, desesperada, intentó golpear a Enrique, pero él la detuvo, agarrándola por los brazos con fuerza. “¡Eres un monstruo!” Ana gritó, sus ojos brillando con rabia. “¡Un monstruo que solo sabe causar dolor y destrucción!”Enrique, cegado por la furia, la empujó contra la pared, su rostro rojo de enojo. “¡No sabes nada de lo que he pasado! ¡No entiendes el peso de las decisiones que he tenido que tomar! ¡Y ahora, en lugar de ayudar, solo aumentas mi tormento!”Ana, tambaleándose, se levantó con dificultad, su cuerpo temblando por la furia contenida. “¡Tú eres el responsable de todo esto! ¡Has arruinado nuestras vidas con tus decisiones egoístas y ahora me culpas a mí por todo!”Los gritos se mezclaban con el sonido de los golpes. Enrique y Ana se atacaban con una ferocidad que parecía no tener fin. Los muebles en la habitación se tambaleaban bajo la intensidad de la confrontación, y el suelo estaba cubierto de objetos rotos y derramados.Ana, agotada y herida, cayó al suelo, su cuerpo temblando por la desesperación. Enrique, con el rostro empapado de sudor y lágrimas, se tambaleó hacia un rincón, su furia dando paso a una desesperación desgarradora. “¡No puedo más con esto!” Enrique gritó, su voz quebrada. “¡No puedo más con todo este dolor!”Ana, con el rostro surcado por lágrimas, miró a Enrique desde el suelo. “¡Nunca ha habido paz en esta casa! ¡Nunca ha habido amor verdadero! ¡Solo hemos vivido en medio del caos y la desesperación!”La habitación quedó en un silencio sepulcral, el eco de los gritos y los golpes resonando en la atmósfera cargada de dolor y rabia. Enrique y Ana estaban exhaustos, su furia transformada en una amarga tristeza. La tormenta afuera continuaba, como si el mundo entero estuviera reflejando el tumulto interno que había alcanzado su punto culminante.

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