Nunca pensé que mi vida empezaría a desmoronarse por una simple sonrisa.
Una sonrisa joven, llena de confianza, que me desarmó sin el menor esfuerzo. Solo era una tarde común, una clase cualquiera. Yo, con mis libros, mis papeles, mi matrimonio de fachada y la máscara que llevo años usando para sobrevivir en el papel que el mundo me impuso.
Pero cuando ella entró al salón, con ese aire despreocupado y esa voz dulce llamando a mi hija por su nombre… todo dentro de mí tembló.
Ella era solo la mejor amiga de mi hija. La chica que almorzaba en mi casa, que reía fuerte en la sala, que compartía historias de la universidad en la terraza mientras yo fingía no escuchar. Pero en ese instante, cuando nuestras miradas se cruzaron en el pasillo de la universidad, algo cambió.
Ella me miró como si ya supiera más de mí que lo que yo misma me atrevía a admitir.
Soy profesora. Estoy casada. Y no he salido del clóset.
Ella es mi alumna.
Y es todo aquello que he ocultado ser durante toda mi vida.
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Capítulo 12
Habitación de Elisa – Continuación de la conversación:
Sofía acomodó la almohada en su espalda y cruzó los brazos, observando a su madre con una atención casi incómoda.
—No sientes nada por Júlia, ¿verdad, mamá? —preguntó, con voz suave pero cortante—. Dijiste que no te gustan las mujeres. No estás celosa... o con prejuicios, ¿verdad?
Elisa sonrió sin mostrar los dientes, desviando la mirada rápidamente.
—Claro que no, Sofía. No tengo ningún prejuicio —dijo demasiado rápido—. ¿Y celos? Imagínate. Eres adulta, tomas tus propias decisiones.
Pero por dentro, el estómago se le revolvía. La idea de Sofía deseando a Júlia la consumía de una forma casi absurda. Eran celos, sí. Pero no de la manera que deberían ser.
—Está bien, mamá —dijo Sofía en un tono desconfiado, sin presionar más—. Si tú lo dices.
El silencio se hizo pesado entre ellas. Elisa, demasiado incómoda con la situación, se levantó abruptamente.
—Voy a por un té a la cocina. Ya vuelvo.
Salió demasiado rápido, como si huyera de su propia confesión no dicha. Con la prisa, olvidó su portátil abierto encima de la cama.
Sofía, que seguía jugueteando con el móvil, desvió la mirada casualmente hacia la pantalla... y se congeló.
Allí, un archivo de texto abierto.
Frases sueltas. Palabras que parecían pulsar:
"No sabía que el toque de otra persona podría incendiarme así. Recordarme el pasado. La suavidad de los dedos, la fuerza contenida. Un mundo que no conocía se abrió en mí, rasgando todo lo que creía que era correcto..."
Sofía abrió los ojos de par en par. El texto era íntimo. Confesional. Y, aunque Elisa nunca había escrito el nombre de quien la tocó... estaba claro que no era su marido.
Que no era un toque masculino...
Todavía estaba leyendo cuando oyó los pasos de Elisa subiendo las escaleras de vuelta. Rápidamente, Sofía cerró el portátil y se recostó en la cama, como si nada hubiera pasado.
Pero cuando su madre entró, trayendo el té, Sofía no pudo contenerse.
—¿Ibas a contarme que engañaste a papá... o ibas a guardarlo escondido en el portátil, mamá? —soltó, directa, mirando a Elisa sin piedad.
Elisa se detuvo en medio de la habitación, pálida.
—Sofía... —tartamudeó, la taza temblando levemente en su mano cayó—. Yo... no entiendes...
—¡Entonces explícamelo! —replicó la hija, con la voz cargada de dolor y curiosidad—. ¿Quién fue? ¿Qué pasó?
La habitación parecía demasiado pequeña para las dos. Las palabras no dichas llenaban el espacio, sofocantes.
Elisa, sintiendo el corazón latir descontroladamente, supo en ese instante: ya no había forma de esconder nada.
Y que, quisiera o no... había llegado la hora de enfrentarse a sí misma.
Elisa recogió la taza con mano temblorosa, después de decidir tirarla a la basura en un rincón de la habitación. Se pasó la mano por el cabello, intentando respirar hondo y encontrar fuerzas para hablar.
—Sofía... —comenzó, con voz baja, entrecortada—. Yo... sí, pasó. Yo... me equivoqué.
Sofía cruzó los brazos, seria, pero sin rabia. Estaba atenta. Sedienta de verdad.
—¿Con quién, mamá? ¿Quién fue?
Elisa se mordió el labio, desviando la mirada.
Prefirió referirse solo como "la persona", evitando cualquier revelación directa.
—No importa quién fue. Fue... una persona que me pilló desprevenida —respondió, sentándose en el borde de la cama, mirando hacia abajo—. Yo... estaba frágil, necesitada. Fue todo muy rápido. Incorrecto. Pero... —cerró los ojos, el recuerdo volviendo como un golpe de calor por el cuerpo— al mismo tiempo... fue tan intenso que no pude parar.
Sofía dio un paso más cerca.
—¿Fue hoy? —preguntó, incisiva.
Elisa dudó antes de responder:
—Parte... sí —admitió, sin mirar a su hija.
Sofía se sentó al lado de su madre, inquieta, los ojos llenos de curiosidad.
—Cuéntame, mamá... —pidió en un tono casi cariñoso, pero insistente—. Quiero entender qué pasó.
Elisa tragó saliva.
—Fue... en el coche —comenzó, con los ojos fijos en el suelo—. Íbamos hacia casa. Yo conducía... y... —sus mejillas se sonrojaron violentamente— la persona... me tocó.
Sofía abrió un poco los ojos.
—¿Te tocó cómo? ¿Dónde?
Elisa cerró los ojos, la vergüenza aflorando.
—Sofía... —intentó desviar el tema.
—Habla, mamá. Empezaste a contar, ahora termina.
Elisa suspiró profundamente, derrotada.
—Con las manos —respondió, casi en un susurro—. En mis piernas... después... subió más... —tragó saliva, con el rostro completamente rojo— yo... intenté resistirme, lo juro. Pero... fue como si mi cuerpo tuviera voluntad propia. Ya hace mucho tiempo que tu padre y yo no tenemos esa sintonía, ¿sabes?
Sofía se mordió el labio, entre curiosa y sorprendida.
—¿Y la dejaste? ¿Incluso conduciendo?
Elisa asintió mínimamente, avergonzada.
—Intenté... intenté controlarme. Pero... —se detuvo, pasándose la mano por el rostro, escondiendo la vergüenza— acabé... perdiendo el control.
El silencio cayó pesado en la habitación durante unos segundos.
Sofía miró a su madre con otros ojos.
Menos como la figura perfecta que siempre había visto... más como una mujer real. Llena de contradicciones. De deseos que ella no sabía que existían.
—¿Y después? —preguntó Sofía, casi en un susurro, como si pisara terreno prohibido—. Después de que llegasteis a casa... ¿pasó algo más?
Elisa se tensó, mordiéndose la lengua para no soltar toda la verdad.
—Un beso —dijo, por fin—. La persona... me besó.
—¿Solo te besó? —provocó Sofía, desconfiada.
Elisa dudó un instante más de lo necesario.
—Solo —mintió, con la voz entrecortada, desviando la mirada.
Sofía se dio cuenta, pero no insistió. Al menos no todavía.
En lugar de eso, respiró hondo y dijo:
—¿Estás arrepentida, mamá?
Elisa cerró los ojos. Las escenas del coche, de la cocina, del sofá aún le quemaban la piel.
Cuando volvió a abrir los ojos, estaban llorosos.
—Estoy... confusa.
Sofía la miró durante otro largo instante, con una madurez sorprendente.
—No tienes que avergonzarte de sentir, mamá. No todo es tan perfecto como parece.
Elisa permaneció en silencio, el peso de la confesión flotando en el aire, sofocante.
Y aunque su hija aún no lo supiera... todo esto era solo el comienzo.
Sofía miraba a su madre con una expresión llena de una mezcla de cosas: curiosidad, preocupación... y, de alguna manera, una pizca de admiración.
—Entonces... —Sofía tomó aire, cruzando las piernas en la cama, mirando a Elisa— ¿ese fue el único día?
Elisa dudó, los ojos perdiéndose en un punto cualquiera de la habitación.
—No —respondió con un hilo de voz.
Sofía arqueó las cejas, aún seria, pero sin mostrar juicio.
—¿Hubo más? —insistió, con voz baja, casi como quien comparte un secreto.
Elisa se pasó la mano por el cabello, nerviosa.
—Sí —admitió, cerrando los ojos un instante—. No fueron muchas veces... pero ocurrieron... momentos.
Sofía, aún más curiosa, inclinó el cuerpo hacia adelante.
—Cuéntame.
Elisa respiró hondo.
—Fueron toques. Besos. Miradas —respondió con cuidado—. Nada... nada más serio. Pero lo suficiente para dejarme... tocada.
Sofía se quedó en silencio, digiriendo todo.
—Mamá... —dijo finalmente, con un cariño sincero— no puedes prohibirte sentir. Si ya no amas a papá... no tiene sentido seguir atrapada, ¿sabes?
—Le tomó la mano a su madre, apretándosela levemente—. Si esa persona te ha afectado tanto... tal vez sea hora de ir tras lo que te hace feliz.
Elisa sonrió de lado, emocionada por el apoyo de su hija, pero pronto la sonrisa se desvaneció.
—Es complicado, Sofía —dijo con un suspiro pesado—. Hay una gran diferencia de edad entre nosotras...
—De repente, se dio cuenta de lo que acababa de dejar escapar. Abrió los ojos discretamente, intentando disimular.
Pero Sofía era demasiado lista.
—¿Diferencia de edad? —repitió, con la voz llena de sospecha—. Mamá... hay más cosas que no me estás contando, ¿verdad?
Elisa se mordió el labio inferior.
—Las hay —admitió, cabizbaja—. Pero no puedo contártelo todavía.
Sofía frunció el ceño.
—Dime el nombre, al menos —pidió en voz baja.
Elisa miró a su hija con tristeza y firmeza al mismo tiempo.
—Ahora no. Cuando... —respiró hondo— cuando sienta que es el momento adecuado, y si es necesario, te prometo que tendré el valor de contarlo.
Sofía la miró fijamente, buscando algo en la mirada de su madre.
—Todavía escondes más cosas, ¿verdad?
Elisa bajó la cabeza.
—Escondo —dijo en un hilo de voz—. Cosas que vienen de mucho antes... de mi adolescencia. Cosas que enterré tan profundamente que pensé que nunca más saldrían a la luz.
—Miró a Sofía, con una sinceridad cruda—. Y ahora... parece que todo está volviendo.
Sofía apretó más la mano de su madre.
—No tienes que tener miedo, mamá —dijo, con dulzura—. Cuando estés lista, estaré aquí. A tu lado. Siempre.
Elisa sonrió, con lágrimas discretas en los ojos.
Pero, en el fondo, ella sabía: en algún momento... todas las verdades saldrían a la luz.
Incluso aquella que ni ella misma estaba preparada para aceptar.