Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 10 - Vocem Obscuram
Annabelle
El eco de los pasos se hundía en las losas antiguas como un tambor fúnebre. Annabelle caminaba en silencio, guiada por Théodore a través de corredores sin ventanas, flanqueados por estatuas veladas. Cada figura parecía observarla sin ojos, como si el mármol recordara lo que los vivos habían olvidado.
Desde que entraron en la cripta del Cónclave, el mundo se había vuelto más frío. No por la temperatura, sino por la quietud. Como si el tiempo se hubiera detenido en algún punto lejano de la historia, atrapado entre juramentos y jurados.
La sala del Cónclave era circular, tallada en piedra negra y abierta al cielo, aunque las nubes, pesadas y grises, parecían negarle la luz. En el centro, un círculo de fuego azul crepitaba sin calor, suspendido en el aire. Y a su alrededor, los Eternos.
Vestían capas oscuras, algunos con rostros al descubierto, otros con máscaras tan antiguas que parecían hechas de osamenta y polvo. Ninguno sonreía. Ninguno parpadeaba.
Théodore la dejó en el borde de la sala, y sin mirarla, se adentró en el círculo.
—Théodore Velharrow —dijo una voz grave desde el centro, femenina y sin edad—. Te llamamos ante el Cónclave para responder por tus actos. Por romper el Pacto. Por poner en riesgo lo que ha sido preservado con sangre y silencio.
Annabelle apretó los puños. Nadie le había explicado las reglas. Nadie le había dicho que la simple cercanía entre ellos era una afrenta. Solo vio las sombras alzarse para juzgarlo, sin conocer la luz que a veces lo habitaba.
Las palabras continuaban, lacerantes, antiguas. Mencionaban el Fragmento. Mencionaban a Élise. Mencionaban incluso a los Fundadores.
Pero no mencionaban a Annabelle. Como si no existiera. Como si fuera un error.
Una ráfaga de viento le sacudió el cabello. Lo sintió en la nuca: ese peso invisible, ese susurro bajo la piel que había sentido por primera vez al tocar la piedra en la biblioteca. El Fragmento.
Estaba allí. Vigilando. O esperando.
Théodore no se defendía. Callado, con la espalda recta y la cabeza inclinada, parecía aceptar la sentencia aún no pronunciada. Sus labios estaban apretados, su mandíbula rígida.
Annabelle no podía soportarlo.
El murmullo de los Eternos crecía, envolviéndola como una telaraña. Cada frase era una soga invisible que se cerraba alrededor del cuello de Théodore. Ella lo vio. Nadie más.
Y entonces, sin pensarlo, se adelantó un paso.
La sala entera pareció detenerse.
—¡Basta!
Su voz se quebró como cristal en medio de la solemnidad. El fuego azul titiló. Algunos Eternos se giraron, lentamente. Otros simplemente alzaron la cabeza, como si algo los hubiera picado por dentro.
—Tú no puedes hablar —dijo la misma voz femenina, esta vez con filo—. No eres parte del Cónclave. No eres más que una humana.
Annabelle tragó saliva. Sentía la garganta seca, pero también algo más profundo latiendo en su interior. Una tensión, como si algo olvidado despertara.
—Tal vez. Pero estoy aquí por él. Y si van a juzgarlo por lo que hizo conmigo, entonces yo también soy culpable. ¿O es más cómodo para ustedes ignorarlo?
Un murmullo se alzó, indignado. Una de las figuras dio un paso hacia ella. Otro susurró algo en un idioma que no entendía.
El fuego azul se agitó.
—¡Silencio! —tronó otra voz, más antigua aún. Annabelle no supo de dónde venía—. Déjenla hablar.
La mentora emergió de entre las sombras. Era alta, con el cabello blanco como la nieve sucia y los ojos grises como el cielo antes de una tormenta.
—Dilo, niña. Di lo que arde en tu pecho. Pero recuerda: las palabras tienen precio entre nosotros.
Annabelle asintió. Dio otro paso. Sintió cómo el calor abandonaba su cuerpo, como si caminara por un umbral invisible.
Miró a Théodore.
—Yo no sé qué soy. No entiendo qué significa el Fragmento, ni por qué los nombres antiguos resuenan cuando lo toco. Pero sé que él no me obligó a nada. Él… me salvó. No de la muerte. De mí misma. De este vacío.
Sus palabras salían atropelladas, pero verdaderas.
—Y si lo que ustedes llaman ley sirve solo para castigar a quien ama, entonces su ley está rota.
El silencio volvió. Pero esta vez, no era solo juicio. Era algo más.
Temor.
El Fragmento despertó. Lo supo sin verlo. Su pecho se oprimió, como si alguien lo estuviera tocando desde dentro.
Una vibración surgió en el aire, apenas audible, como una nota disonante de un piano roto.
Y entonces lo sintió.
No en la mente. No en el cuerpo.
En el alma.
Una frase surgió de su boca. No sabía qué significaba. No sabía por qué la decía. Pero salió, como una exhalación inevitable, como un secreto enterrado que al fin encuentra grieta.
La voz de Annabelle se volvió grave, sus ojos vacíos por un instante:
> “Tenebrae meam vocas… sed ego sum lumen vetustum.”
(“Llamas a mi oscuridad… pero yo soy la luz antigua.”)
La sala estalló en un murmullo ensordecido. Alguien gritó. Otro cayó de rodillas.
Théodore la miraba con horror y algo más. Reconocimiento.
Annabelle se llevó una mano a la boca. No entendía.
No entendía nada.
El fuego azul se apagó.
Y la oscuridad habló.