La banda del sur, un grupo criminal que somete a los habitantes de una región abandonada por el estado, hace de las suyas creyéndose los amos de este mundo.
sin embargo, ¡aparecieron un grupo de militares intentando liberar estas tierras! Desafiando la autoridad de la banda del sur comenzando una dualidad.
Máximo un chico común y normal, queda atrapado en medio de estas dos organizaciones, cayendo victima de la guerra por el control territorial. el deberá escoger con cuidado cada decisión que tome.
¿como Maximo resolverá su situación, podrá sobrevivir?
en este mundo, quien tome el poder controlara las vidas de los demás. Máximo es uno entre cien de los que intenta mejorar su vida, se vale usar todo tipo de estrategias para tener poder en este mundo.
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capitulo 3. ¿esta es mi realidad?
La tarde caía en Vetania, un silencio inquietante se apoderaba del campamento. La montaña parecía escuchar los susurros de aquellos que vivían bajo la sombra de una verdad distorsionada. La banda del sur era vista como salvadora, protectores de un pueblo que vivía ciego a las atrocidades que sus propios guardianes cometían. La tierra de Vetania, marcada por el miedo y la desinformación, se mantenía intacta en su ignorancia, hasta que una explosión de caos sacudió el campamento.
Gritos, un alboroto inusitado, alteraron el aire. Máximo, inclinado sobre un banco improvisado mientras limpiaba su cuchillo, se detuvo. Su ceño se frunció, y su mirada se dirigió hacia el tumulto que crecía cerca del centro del campamento. Se puso de pie de inmediato, dejando la hoja sobre la madera. Su mandíbula se tensó.
"Es Antonio", se oyó la voz grave de un hombre detrás de él. Máximo giró apenas la cabeza para escuchar mejor. "Viene arrastrando a uno de los habitantes de Vetania."
El cuchillo quedó olvidado. Máximo ajustó la correa de su chaleco y avanzó con pasos firmes, el eco del nombre vibrando en su mente. En la distancia, Antonio cruzaba la explanada, sus botas hundiéndose con fuerza en la tierra húmeda. En su puño, el brazo del civil se tensaba, forzado a seguir el ritmo apresurado.
Asael apareció a su lado. Apenas había llegado, su pecho subía y bajaba con rapidez. "¿Lo viste? Ese Antonio siempre tiene que armar un espectáculo." No esperó respuesta; sus ojos seguían fijos en el centro del alboroto. "Ven, no te quedes ahí parado", añadió, tirando ligeramente del brazo de Máximo.
Máximo no respondió, pero apretó los labios y aceleró el paso.
Cerca del círculo de curiosos que comenzaban a rodear la escena, Sabaleta se abrió paso entre los demás, su voz cortando el murmullo creciente. "¿Antonio, qué demonios es esto?" Sus palabras eran firmes, pero no disimulaban la chispa de inquietud que pasaba fugaz por su rostro.
Antonio soltó al hombre con un empujón, haciendo que cayera de rodillas al suelo. Sin girarse hacia Sabaleta, ajustó el rifle sobre su hombro y, con una sonrisa helada, respondió: "Pregúntale a él".
El campamento se había congelado en una pausa cargada de tensión. Asael, de pie junto a Máximo, tragó saliva y susurró: "Esto no pinta bien".
Antonio avanzó con pasos firmes, su rostro enrojecido y los ojos encendidos por la furia. Cuando habló, su voz resonó como un trueno en medio del campamento. "Este hijo de p*** se negó a pagar los impuestos. ¡Y encima tuvo la osadía de alentar una rebelión!" Escupió las palabras con desprecio, señalando al hombre arrodillado frente a él. "¿Qué creen que debemos hacer con él?"
El aire se volvió denso. Nadie respondió. Nadie se movió.
De pronto, Antonio giró sobre sus talones y, con un movimiento brusco, sacó su pistola y la tendió hacia Asael. "Tú", gruñó, clavándole una mirada penetrante. "Hazlo. ¡Ahora!"
Asael dio un paso atrás, como si el arma en la mano de Antonio fuera una serpiente que lo amenazaba con morder. Tragó saliva, incapaz de apartar la vista del metal que le era ofrecido. Su mano tembló cuando la tomó, y la pistola parecía arderle en los dedos.
El hombre en el suelo alzó la mirada, con lágrimas desbordando de sus ojos. Su boca se abrió para suplicar, pero las palabras apenas eran un murmullo entrecortado. Asael apartó la vista de inmediato, sus piernas debilitándose como si el peso del arma hubiera llegado hasta sus pies.
"No... yo..." Su voz apenas se oyó. Las palabras eran más aire que sonido. Soltó un jadeo, sus ojos buscando desesperadamente en el rostro de Antonio una salida, una señal de clemencia que no llegó. "No puedo."
La tensión se quebró de golpe.
Antonio, con un movimiento feroz, le arrancó la pistola de las manos. "¡Inútil!" gruñó. En un instante, giró hacia el hombre arrodillado, levantó el arma y jaló el gatillo sin dudar.
El primer disparo retumbó, seguido por otros dos. El cuerpo del civil se desplomó hacia atrás, sus ojos abiertos mirando el cielo que ya no vería.
Máximo apretó los puños, un escalofrío recorriéndole la espalda. Dio un paso hacia Asael, quien se quedó inmóvil, los hombros encogidos, incapaz de levantar la cabeza.
"¡Asael!" La voz de Máximo rompió el silencio, un grito que mezclaba sorpresa y rabia. Pero antes de que pudiera acercarse más, Antonio se giró hacia él con una mirada que advertía peligro.
"Personas como tú", gruñó Antonio, sus palabras impregnadas de veneno, "que no son capaces de cumplir con algo tan simple, son los que terminan traicionándonos." Dio un paso hacia Asael, sus botas golpeando la tierra con un eco amenazante. "Mañana, cuando colabores con el enemigo, ¿crees que tendré la misma paciencia contigo?"
Asael bajó la cabeza, su cuerpo temblando mientras las lágrimas caían silenciosamente. Máximo dio otro paso hacia adelante, su pecho subiendo y bajando con respiraciones profundas, pero el sonido de otro disparo lo detuvo.
Un grito ahogado resonó en algún rincón del campamento, seguido por un silencio abrumador. Las miradas de todos se dirigieron hacia Antonio, quien bajó el arma lentamente.
Máximo cerró los ojos por un momento, dejando escapar el aire que no sabía que había estado reteniendo. El campamento entero pareció exhalar, pero la sensación que quedó no era alivio. Era el peso aplastante de una verdad que no podían negar: aquí, la humanidad era un lujo que ninguno podía permitirse.
Sabaleta permanecía inmóvil, su rostro tan impasible como la roca misma. El silencio de su boca era ensordecedor, pero sus ojos, vacíos de emoción, lo decían todo: no había lugar para la compasión. El cuerpo de Asael, tendido en el suelo, era una escena más en la larga lista de tragedias que Sabaleta había presenciado sin pestañear. Apenas apartó la mirada para seguir observando el horizonte, como si la muerte que acababa de ocurrir no fuera más que un eco distante.
Antonio, con movimientos calculados, deslizó el arma de vuelta a su funda. Su postura, erguida y sin titubeos, desprendía un aire de autoridad que nadie se atrevía a desafiar. Incluso los murmullos se apagaron al notar el brillo de su mirada, que parecía todavía cargada de pólvora. El espacio alrededor de él se sentía vacío, como si su presencia expulsara cualquier atisbo de resistencia.
Máximo avanzó con pasos pesados, el aire se sentía más denso con cada movimiento. Se arrodilló junto al cuerpo de Asael, y por un instante no pudo más que mirar el rostro del joven, aún deformado por el impacto del disparo. Su pecho subía y bajaba con fuerza, intentando contener el nudo que amenazaba con romperse en sollozos. Una lágrima se deslizó, involuntaria, trazando un rastro de impotencia en su mejilla. Estiró una mano temblorosa hacia Asael, pero se detuvo al ver cómo los últimos espasmos abandonaban el cuerpo.
"Máximo." La voz de Sabaleta cortó el momento, seca, sin rastro de humanidad. "Levanta el cuerpo. Era tu amigo, ¿no?"
La mandíbula de Máximo se tensó, pero no respondió. Sus dedos, ahora firmes, sujetaron el brazo inerte de Asael mientras otros hombres se acercaban con palas y miradas incómodas. Cuando comenzaron a cavar el agujero, el sonido de la tierra al ser removida retumbó en su pecho, más fuerte que cualquier explosión que hubiese oído antes.
Uno de los hombres soltó una risa breve, nerviosa. "¿Ya le sacaron el aire? No vaya a explotar bajo la tierra."
Máximo levantó la cabeza, sus ojos inyectados de rabia contenida, pero las palabras se le quedaron atoradas en la garganta. En cambio, volvió a su tarea, clavando la vista en el suelo. Sus manos temblaban mientras colocaba el cuerpo de Asael en el agujero.
La noche se instaló con su manto oscuro, acallando el bullicio del campamento y envolviendo el aire con un pesado silencio. Máximo se sentó al borde de su improvisada cama, perdido en pensamientos que parecían no tener final. Los ecos de lo ocurrido seguían vibrando en su mente, golpeando su pecho con una fuerza que no podía ignorar.
De repente, una figura se acercó, rompiendo el aislamiento en el que se había sumido. Sarah, con pasos suaves, se arrodilló junto a él. Su mano, cálida y ligera, se posó en su hombro. Máximo la miró con ojos enrojecidos, y antes de que pudiera detenerse, dejó caer su cabeza sobre su regazo. El roce de su ropa, áspera pero reconfortante, trajo un respiro a su caótico interior.
"Sarah... ¿esto está bien?", murmuró, su voz apenas audible, casi quebrada.
Sarah bajó la mirada, sus ojos cargados de una dureza moldeada por el tiempo. Sus dedos se detuvieron un instante sobre el cabello de Máximo antes de apartarlos con cuidado. "Esto pasa a menudo," respondió, su tono seco, como si las palabras fueran cuchillas que cargaban el peso de la realidad. "Acostúmbrate."
Máximo levantó la cabeza, buscando algo en sus ojos, quizás un destello de esperanza. Pero ella lo cortó antes de que pudiera encontrarlo. "No confíes en nadie aquí. Si lo haces, no durarás."
Su firmeza atravesó a Máximo como una descarga helada. Tragó saliva, el nudo en su garganta apretándose aún más. Sarah tomó una pausa, evaluando su reacción. Luego, añadió, con una voz más suave pero igual de resuelta: "Si necesitas confiar en alguien, cuenta conmigo."
El silencio entre ellos se rompió con la llegada apresurada de un compañero. "Máximo, Antonio te necesita. Ahora."
Sarah apartó la mano y se puso de pie con un movimiento ágil, su mirada siguiéndolo como una sombra protectora. Máximo se levantó torpemente, limpiándose las manos en los pantalones, y asintió antes de seguir al mensajero.
Antonio estaba de pie cerca de una hoguera que chisporroteaba, su silueta recortada contra las llamas. Cuando Máximo llegó, los ojos del comandante lo estudiaron con una intensidad que le hizo sentir desnudo. La sonrisa que curvaba sus labios era más un arma que un gesto de amabilidad.
"¿Tú no me traicionarás, verdad, hijo?" La voz de Antonio era baja, casi un susurro, pero cargada con un filo que cortaba el aire.
Máximo enderezó la postura, sus manos apretadas a los costados. "¡No tendría por qué hacerlo, señor!", dijo, su voz temblando apenas, pero lo suficiente como para delatar el nerviosismo que hervía en su interior.
Antonio inclinó la cabeza ligeramente, observándolo como si diseccionara cada palabra, cada respiración. Tras un silencio que se alargó demasiado, chasqueó la lengua. "Veo potencial en ti, hijo. Eres obediente, pero también ingenuo."
Máximo tragó saliva, pero no respondió.
"Pronto te enviaré a una unidad más avanzada." Antonio dio un paso hacia él, su sombra cubriendo el rostro de Máximo. "No me defraudes, muchacho."
Las palabras resonaron como un eco en su mente mientras Antonio se giraba y se alejaba, dejando atrás un vacío que pesaba tanto como sus amenazas implícitas. Máximo se quedó quieto, sintiendo cómo el suelo bajo sus pies parecía desmoronarse.
Días después, el campamento de Antonio se trasladó, y el aire se cargó de una tensión silenciosa. La noticia de que la brigada del páramo no había dado señales de movimiento se extendió rápidamente. Nadie mencionaba el miedo, pero todos lo sentían, como un peso invisible que se acumulaba en sus hombros. El silencio de los enemigos alimentaba las sospechas, como un fuego que crecía en la oscuridad.
En medio de esa incertidumbre, Antonio tomó la decisión de reforzar las fronteras, enviando refuerzos a las posiciones más vulnerables. Mientras los nuevos rostros se integraban al campamento, Máximo notó la presencia de dos hombres que no encajaban con los demás. Uno de ellos, el mayor, destacaba por su porte. No necesitaba palabras para imponer respeto. Su presencia era inquebrantable, y los veteranos lo miraban de una manera que no podía ser confundida: era una mezcla de temor y admiración. Su nombre era Bastian, y su postura hablaba de un entrenamiento que solo unos pocos sobrevivían.
Mientras tanto, Antonio, al mando de un grupo reducido de quince hombres, incluido Máximo, se asentó en la región de Vermeja. Era un lugar estratégico, un punto clave en la vía que conducía a Celeste. Allí, alejado de la mirada de los mandos superiores, comenzó a soltar las riendas. En un impulso, ordenó que se trajera alcohol y bebidas al campamento. No pasó mucho tiempo antes de que la orden se convirtiera en una fiesta desbordada, el bullicio y el caos se apoderaron del lugar, desbordando lo que quedaba de disciplina. El campamento dejó de ser un lugar de trabajo y se transformó en una masa de risas y gritos, el desorden tomando las riendas del día a día.
El ambiente de la fiesta continuó su curso como una marea imparable. Las risas y los gritos de los hombres se mezclaban con la música, creando una sinfonía caótica que retumbaba en el aire. Máximo observaba desde el borde, como si estuviera en un escenario lejano, ajeno a la diversión y el desorden que lo rodeaban. Su mente, atrapada entre la angustia y la rabia, no podía encontrar consuelo en la ebriedad que embriagaba a los demás. Cada vaso que se vaciaba, cada carcajada rota, solo aumentaba el vacío que sentía.
Un compañero, visiblemente mareado, se le acercó con una sonrisa relajada, como si la fiesta fuera una simple distracción de la vida. "Tranquilo, amigo, esto pasa todo el tiempo. Relájate y disfruta", le dijo, las palabras flotando en el aire como un eco lejano.
Pero Máximo no podía. El bullicio, la música, el consumo desenfrenado de alcohol... todo lo que estaba pasando a su alrededor le resultaba ajeno. Como si fuera un espectador de su propia vida, inmóvil, atrapado entre la confusión de su mente y el descontrol que lo rodeaba.
Fue entonces cuando, al caer la tarde, un sonido extraño cortó la normalidad de la fiesta, arrastrando a Máximo hacia la incertidumbre. Dejó atrás el estruendo y se desvió hacia el origen del ruido, como si algo en su interior le dijera que debía investigar. Cuando finalmente llegó a la escena, la visión lo golpeó con fuerza: Sarah, la luz que había representado su única esperanza en ese lugar, yacía desnuda sobre otro hombre. El impacto fue inmediato. La traición perforó su corazón como un puño frío. El dolor lo atravesó, pero no hubo tiempo para lamentarse. En un impulso, fue asignado a la guardia, pero ni la obligación ni la acción lograron callar el ruido de su mente.
La noche se extendió, y cuando al fin terminó su turno, el campamento lo recibió con la misma imagen distorsionada que había dejado: hombres borrachos, ignorantes de lo que pasaba a su alrededor. Como una burla cruel, la fiesta seguía su curso, sin importar la guerra interna de aquellos atrapados en ella. Máximo, sintiendo el peso de la traición en su pecho, se sentó a la orilla de sus pensamientos, buscando un escape que no podía encontrar.
Sarah, como un faro apagado, se acercó a él. "Ven, vamos a disfrutar un poco. No te quedes ahí solo", le dijo, su voz suave, casi como una súplica.
"No soy de los que toman", respondió él, sin levantar la vista. "¿Sucede algo? ¡Dime! Sabes que siempre puedes contar conmigo", insistió ella, pero sus palabras eran tan vacías como la fiesta que los rodeaba.
Máximo, buscando respuestas, finalmente le preguntó: "¿Nunca has pensado en huir? En irte de todo esto." Su voz sonó rota, como si hablara más para él mismo que para ella.
"¡Estoy bien aquí! Si te animas, yo estaré allí", le contestó, antes de volverse a la fiesta. Pero cuando la vio acercarse a Antonio, sus palabras resonaron en su mente, claras y dolorosas. La figura de Sarah susurrándole al oído de Antonio, mencionando sus pensamientos de huir, quedó grabada en su mente. La advertencia flotó en el aire, un peso invisible. Y, sin embargo, Antonio, intoxicado y desinteresado, ignoró cualquier preocupación que pudiera surgir.
La fiesta seguía su curso, pero Maximo no lograba conectarse. Las risas ahogaban el sonido de su mente, pero no podían acallar el nudo en su estómago. Fue entonces cuando vio a Antonio levantarse, tambaleante, el brillo del alcohol resbalando de sus ojos, su rostro distorsionado por la borrachera. Con una mano temblorosa, agarró el arma y se acercó a Maximo, el metal frío reflejando la luz de las llamas.
"¿Es cierto que quieres matar a uno de nosotros?" Su voz, arrastrada por la embriaguez, parecía una amenaza y una broma al mismo tiempo. Maximo no respondió. Solo observó. Un clic sordo rompió el aire, y Antonio apretó el gatillo.
El disparo cortó la noche. El ruido reverberó en sus oídos, pero no hubo impacto. Maximo apenas tuvo tiempo de reaccionar. Otro disparo. Luego otro. Los proyectiles pasaron a su lado, tan cerca que pudo sentir el aire que los acompañaba. Antonio descargó el arma, cada bala vacía, como su cabeza, incapaz de apuntar correctamente.
Maximo no pensó. Solo se dio la vuelta y corrió. La sombra de la traición se cernió sobre él como un peso que no podía cargar. En su mente, la imagen de Sarah se distorsionaba, se desvanecía, y solo quedaba el deseo de huir, de perderse.
El campamento quedó atrás, el sonido de la fiesta disipándose con cada paso. El aire frío cortaba su piel, y sus piernas, pesadas por la desesperación, lo empujaban hacia adelante. Cada respiración le costaba más, pero sus pies seguían golpeando el suelo con una furia primitiva. La oscuridad lo envolvía, dándole la sensación de que nunca alcanzaría el final, de que su huida era una carrera interminable.
La niebla se alzó ante él, como un velo que cubría el mundo. En su mente, solo había una cosa: escapar. Lo hizo sin pensar, corriendo, corriendo hasta que su cuerpo le dio señales de rendirse. Pero no se detuvo. Las sombras lo envolvían, y el sonido de su propia respiración se convirtió en el único eco que le quedaba.
La noche se fundió con él.
El aire frío cortó su aliento cuando llegó a la cima de la montaña. Se detuvo, observando el campamento de Antonio, una mancha oscura que permanecía inmóvil en la distancia. Las risas y gritos de los borrachos llegaron hasta él, distorsionados por el viento, como ecos errantes de una locura lejana. La luna iluminaba su camino, fría y distante, mientras el paisaje vacío se extendía ante él.
Cerró los ojos un momento, buscando algo de consuelo en la quietud de la noche. Pero el silencio fue roto por un murmullo. Bajo, casi imperceptible. Maximo se tensó. En la oscuridad, algo se movía. Siguió el sonido, deslizándose entre los árboles. En la distancia, sombras se agruparon, formándose lentamente como una amenaza. No necesitó más que un vistazo. Sabía lo que venía. En el aire, algo había cambiado. La seguridad de la noche se desvaneció en un suspiro.
Se agachó, su cuerpo ya acostumbrado a la presión del miedo. Cada músculo en su cuerpo parecía estar al borde de la explosión, pero se mantuvo inmóvil. Los pasos se acercaban. Silenciosos, calculados, como una marea que crecía sin aviso. Maximo observó, su mirada fija, los movimientos de los hombres armados, sin dejar de respirar.
Se quedaron allí, entre la niebla, invisibles para cualquiera que no supiera ver. Pero Maximo sabía que, si no se movía ahora, estaría perdido.
A medianoche, el primer disparo rompió la calma con un rugido que parecía partir la noche. Los ecos llegaron, seguidos de más estallidos, como un tamborileo en la distancia. Gritos ahogados flotaban en el aire, acompañados del sonido de la violencia desbordándose. Maximo sintió un calafrío recorrer su columna. No hacía falta ver más; el campamento estaba perdido, atrapado en el caos. La brigada del páramo había llegado.
La luna iluminaba el campo como un espectador mudo, mientras la lucha abajo se transformaba en un campo de sombras y sangre. Los gritos de los caídos flotaban sobre el retumbar de los disparos. La brigada avanzaba sin piedad, arrasando con todo a su paso. Maximo, con el cuerpo ya agotado, siguió ascendiendo, buscando la distancia entre él y el horror que se desataba. Cada paso era una lucha contra el cansancio, pero la urgencia lo mantenía en movimiento.
Cuando llegó al valle, el amanecer lo alcanzó con su luz fría y mordaz. El sendero estrecho que atravesaba era custodiado por un retén de la brigada, y Maximo se acercó sigiloso, fusionándose con las sombras. Vio a los lugareños arrastrando cuerpos. Unos y otros, en silencio, se ocupaban de su tarea con una tranquilidad ajena a lo que realmente estaba ocurriendo.
"Por fin llegó la liberación", murmuraban entre ellos, sin levantar la vista. Sus ojos brillaban con una esperanza vacía. Maximo observó en silencio, los dedos apretando la roca bajo su mano. La brigada, esos que consideraban salvadores, no eran más que verdugos, y él, un espectador más de esa cruel ironía. No había libertad. Solo una larga fila de caídos, sin posibilidad de defensa.
El viento se levantó, y por un momento, Maximo sintió como si la montaña le hablara. Pero no había palabras. Solo vacío.
El texto que has propuesto se ajusta bastante bien al enfoque de "mostrar en lugar de decir". Sin embargo, hay algunos ajustes sutiles que podríamos hacer para hacerlo aún más inmersivo, manteniendo la tensión en cada momento y mostrando los sentimientos de Maximo a través de sus acciones y reacciones.
El corazón de Maximo latía desbocado, cada pulso sintiéndose como un golpe en su pecho. La decisión lo arrastraba, tan violenta como un río en crecida. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era peligroso, pero la traición, la soledad, y el peso de su propia huida ya no le dejaban opción. Con la mano alzada, dejó caer la máscara de la huida. En su lugar, adoptó la postura de la entrega.
Pero no tuvo tiempo de hablar. Antes de que pudiera abrir la boca, un empujón lo tiró al suelo. La tierra fría lo recibió con una brutalidad inesperada, y de inmediato se sintió inmovilizado, las cuerdas de la desesperación apretándole el cuerpo. Lo amarraron sin piedad, y entre empujones y golpes, lo arrastraron hacia una base que había imaginado como refugio, pero que ahora parecía más bien un laberinto de incertidumbres.
La penumbra lo envolvía cuando lo llevaron a una sala. Varios hombres de la brigada lo rodearon, sus ojos llenos de desconfianza. Uno de ellos, con una cicatriz que atravesaba su rostro, se acercó y habló con voz cortante: “¿Quién eres y qué hacías con ellos?”
Maximo, todavía con el cuerpo temblando por el impacto de la caída y el eco del miedo resonando en sus venas, apretó los dientes y aspiró con fuerza, como si el aire pudiera darle algo de resistencia. “Soy Máximo,” murmuró, la voz temblorosa al principio, pero gradualmente tomando un tinte más seguro, aunque apenas se notara. “Era parte de la banda del sur.” Sus pulmones se expandieron, su pecho subiendo y bajando con rapidez, mientras su cuerpo aún intentaba sacudirse del horror.
Los hombres, uno a uno, alzaron la mirada hacia él, sus ojos fijándose desde arriba, como si observaran a una criatura extraña. “Ellos mataron a mi amigo sin razón, y luego intentaron matarme...” La ira empezó a romper la barrera de su voz, transformándola en un grito rasgado, pero que se mantuvo firme. Sus ojos se clavaron en el suelo, opacos como cristales mojados, como si pudieran cortarlo con el brillo de su rabia.
El hombre de la cicatriz no dijo nada, sólo se acercó y, con un movimiento violento, lo agarró del cuello, levantando su rostro hacia él, como si quisiera medir el valor en los ojos de Maximo. Un gesto de desdén cruzó su rostro antes de hablar, su tono cargado de desprecio. “Eres solo un niño... ¿qué demonios hacías con ellos?”
Desde atrás, una voz profunda, cargada de disgusto, se dejó escuchar. “Esos bastardos usan a los niños como escudos. Qué acto más deshumano.”
El hombre de la cicatriz apretó los dientes, sus ojos brillando con una furia que ni él parecía controlar. “Llévenlo a Theron. Él decidirá qué hacer con él.”
Otro hombre, de mirada fría, dio un paso adelante y, sin mirarlo siquiera, cubrió el rostro de Maximo con un trapo. La tela olía a sudor y tierra, dificultándole la respiración. Mientras Maximo se debatía, los brazos fuertes de uno de los hombres lo arrastraron, caminando de forma forzada y apresurada. El paso de su captor era pesado, casi indiferente al dolor que le causaba el movimiento forzado.