Doce años pagué por un crimen que no cometí. Los verdaderos culpables: la familia más poderosa e influyente de todo el país.
Tras la muerte de mi madre, juré que no dejaría en pie ni un solo eslabón de esa cadena. Juré extinguir a la familia Montenegro.
Pero el destino me tenía reservada una traición aún más despiadada. Olviden a Mauricio Hernández. Ahora soy Alexander D'Angelo, y esta es mi historia.
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El fuego del deseo
Punto de vista de Alexander
Los hilos de Elías se habían empezado a mover tal y como lo había previsto. Él, su hijo y el tal Felipe habían iniciado su investigación sobre mi pasado. Lo que ellos no sabían era que yo siempre iba un paso adelante. Esto se había convertido en un juego para mí, pues si los hubiera querido destruir, lo habría hecho en el instante que aparecí. Sin embargo, mi plan real era llevarlos a la desesperación total, hacerlos sentir acorralados, que sufrieran en carne viva todo lo que yo sufrí.
Sofía entró a la habitación vistiendo ropa cómoda. Estos días que había compartido con ella me habían demostrado que era sencilla; además, el amor que mostraba por los niños de la fundación la hacía ver como una mujer de buen corazón.
—Me gustaría que saliéramos a cenar esta noche —dije sin emoción alguna.
—Como usted mande, señor.
Aunque esa dulzura, amabilidad y sencillez no la mostraba conmigo.
—A las siete vengo por ti.
Salí de la habitación de mal humor. Sofía era tan fría y distante conmigo, pero cuando estuvo cerca del doctor se veía tan distinta, le mostró una sonrisa sincera.
No podía sacar de mi cabeza las miradas que cruzaron. La semilla de los celos se había plantado en mí, un sentimiento que no podía permitirme.
Siendo fin de semana, nos quedaríamos todo el día en el penthouse. Ella se paseaba por todos lados vistiendo su pijama, el cual era de tela ligera y que se amoldaba perfectamente a su cuerpo. Para mí no era ningún descanso; esto era una tortura.
—Ve a ponerte otra cosa —ordené, sintiendo cómo mi respiración se aceleraba.
—¿Algún problema con lo que llevo puesto? Pensé que al menos podía estar cómoda en esta prisión.
—Sabes bien que estás jugando con fuego —advertí, viéndola como un depredador cazando a su presa.
—Siento mucho si mi presencia despierta cosas en usted, sin embargo, yo estoy tranquila y, créame, que no despierta nada en mí.
Su osadía me llenó de ira. La sangre me hervía al sentir su desprecio, por lo que me levanté rápidamente del sillón, acercándome a ella a pasos agigantados.
La acorralé contra la pared, quedando a centímetros de su boca.
—¿Me estás tentando? —dije, posando mi mirada en la suya y paseando de sus ojos a sus provocativos labios.
—No lo estoy haciendo, usted es el que está viendo cosas donde no las hay.
Su respuesta sin emoción alguna me hizo retroceder. Era obvio que le causaba repulsión; ella no quería estar conmigo de ninguna manera posible.
Aceptando mi derrota, di media vuelta y salí del apartamento. No quería volverme un monstruo y hacer algo de lo que me pudiera arrepentir.
Punto de vista de Sofía
Tenía que tomar el control. Alexander tenía que sucumbir ante mis encantos, él debía perder el control y llevarlo a cometer un error. Este día me puse un pijama que aunque parecía recatada, mostraba más de lo que se podía pensar.
Sentí la mirada de Alexander sobre mí. Sus ojos de halcón no dejaban de verme y, de pronto, me dio una fría y seca orden. Lo había logrado, él estaba a punto de perder el control. Sabía que era un juego peligroso, pero tenía que enloquecerlo. No podía negar que su cercanía me ponía nerviosa. No entendía por qué si él nos estaba haciendo tanto daño a mí y a mi familia, yo no podía odiarlo. ¿Es que acaso era una masoquista a la que le gustaban los malos tratos?
En ese momento donde él me acorraló, sentí ganas de besarlo, de dejar que mi deseo tomara el control. Tuve que reunir mucha fuerza para no sucumbir ante la tentación de entregarme nuevamente a sus encantos. Pero mi objetivo era mucho más importante: tenía que lograr que él me amara y hacerlo rápidamente. Solo si él me amaba, su venganza se detendría, pues el amor que sentía por mí sería más fuerte que el odio que sentía por mi padre.
Mi frialdad era una defensa y un cebo. Cada palabra de desprecio que salió de mi boca fue una puñalada que me dolía tanto a mí como a él, pero era necesario. Vi el momento en que se rindió, en que el deseo y la ira lo vencieron y lo hicieron salir del apartamento.
Había ganado esta escaramuza, pero la verdadera prueba vendría en la cena.
Él quería que saliéramos a cenar. Una cena de prometidos, en público, donde teníamos que actuar el papel que él mismo había escrito. Pero yo tenía otras ideas. La cena sería mi oportunidad para obtener respuestas sobre el anillo simple y sobre quién era realmente Alexander D’Angelo.
Él pensó que me había vencido con una orden simple. Lo que no sabía es que esa noche, yo llevaría mi propia arma a la mesa.