Lo secuestró.
Lo odia.
Y, aun así, no puede dejar de pensar en él.
¿Qué tan lejos puede llegar una obsesión disfrazada de deseo?
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Capitulo 20: No eres santo, tampoco Yo
La pantalla del portátil se apagó con el clic seco de Nathan cerrando la videollamada. No había durado ni la mitad del tiempo previsto: inversionistas aburridos, cifras que no le interesaban y, por supuesto, las “excusas” perfectas para cortar antes de tiempo.
—Brillante —soltó Alex, con sarcasmo, cerrando su propia laptop—. Treinta minutos de mi vida tirados a la basura porque a ti se te ocurre salir con la misma cantaleta de siempre.
Nathan no se inmutó. Se sirvió un trago de agua como si hubiera terminado la junta más productiva del año.
—No estaban diciendo nada que no supiera.
—Claro, porque todo el mundo tiene la capacidad de leer la mente de los socios desde la comodidad de su sillón —replicó Alex, dejándose caer en la silla frente a él.
Alex se dejó caer en la silla, pasándose una mano por el rostro.
—A veces me pregunto si quieres que me dé un infarto.
Nathan sonrió de lado, cínico.
—Relájate.
—No, solo acabas de dejar a tres inversionistas europeos esperando que expliques por qué cortaste la llamada antes de tiempo. —Alex lo miró fijo, incrédulo—. Y todo porque estás pensando en él.
Nathan no lo negó. Ni siquiera intentó fingir. Se acomodó la chaqueta y fue directo al ascensor.
—Y tú deberías estar agradecido. Le doy emoción a tu vida aburrida.
Alex bufó, recogiendo sus papeles del escritorio.
—Emoción sería si alguna vez terminaras una junta sin inventar excusas estúpidas.
El ascensor se cerró frente a Nathan, reflejando su sonrisa tranquila en las puertas de acero.
En el vestíbulo, la secretaria prácticamente tropezó con ellos, los brazos cargados de carpetas.
—Señor Liu, necesito su firma en estos documentos…
Alex la detuvo con un gesto rápido antes de que Nathan siquiera extendiera la mano.
—Dámelos a mí. Yo me encargo.
Nathan ya estaba cruzando el vestíbulo con paso firme, como si no hubiera nadie más en el edificio. Alex lo siguió con la mirada, resignado, y murmuró por lo bajo:
—Algún día voy a enterrarte vivo.
La secretaria lo escuchó y lo miró, confundida. Alex solo suspiró, tomando las carpetas de sus manos.
—No te preocupes. Estoy acostumbrado.
Alex estaba a punto de girarse hacia los ascensores cuando una voz, melosa y cargada de falsa dulzura, lo detuvo.
—Alex… cuánto tiempo.
Se quedó quieto un segundo, cerrando los ojos con fastidio antes de girarse.
No podía ser.
Ahí estaba ella, impecable como siempre, vestida con un traje entallado de color marfil, el cabello perfectamente peinado, la sonrisa descarada. Caminaba hacia él con pasos seguros, como si todo el edificio le perteneciera.
—Vaya… —murmuró Alex, cruzándose de brazos con desgano—. Y yo que pensaba que la plaga no regresaba dos veces al mismo lugar.
La secretaria, que seguía junto a él con los papeles en brazos, abrió los ojos sorprendida. Miró a la mujer y luego a Alex, sin entender.
Ella ignoró por completo el comentario. Sonrió más, con esa sonrisa de quien se cree superior a todo.
—No me digas que Nathan no me extraña.
Alex soltó una carcajada seca, sin pizca de humor.
—Créeme, si alguien menos necesita en su vida, eres tú.
—Qué cruel. —Su tono era meloso, casi teatral—. Después de todo lo que compartimos.
—Lo que te impusieron, querrás decir. —Alex la fulminó con la mirada, sin molestarse en suavizar nada—. Todos sabemos que ese compromiso fue más un capricho de tu padre y del suyo.
Ella inclinó apenas la cabeza, como si quisiera disimular que el golpe le había llegado. Luego volvió a sonreír, forzada pero intacta.
—Al final da lo mismo. Nathan y yo siempre estaremos ligados.
Alex dio un paso hacia ella, lo bastante cerca para que la sonrisa se le congelara un segundo.
—Escúchame bien. —Su voz bajó, seria, cortante—. Nathan no quiere saber nada de ti. Ni de tu padre. Y si vuelves a meterte en sus asuntos, créeme que yo mismo me voy a encargar de sacarte de aquí.
La secretaria lo miraba con los labios entreabiertos, como si no pudiera creer el tono con el que Alex hablaba. La mujer, en cambio, mantuvo la postura, aunque la sonrisa ya no parecía tan segura.
—Sigues siendo igual de insolente… —murmuró, ajustándose la chaqueta—. No importa. Nathan siempre termina escuchando a su familia.
Alex soltó una risa amarga, negando con la cabeza.
—Ese es el problema: todavía no entiendes que Nathan ya no escucha a nadie. Ni siquiera a su propio padre.
La mujer apretó la mandíbula, pero no contestó. Se giró despacio, como si quisiera que su salida se viera elegante, y caminó hacia el ascensor con el mismo aire con el que había entrado.
Cuando las puertas se cerraron detrás de ella, Alex soltó un suspiro largo, pasándose una mano por la frente.
La secretaria, todavía sorprendida, se atrevió a preguntar en voz baja:
—¿Quién… era esa mujer?
Alex la miró con seriedad, recogiendo los papeles que ella sostenía.
—Alguien que no debería volver nunca.
Y sin decir más, se alejó hacia las oficinas, dejando a la secretaria con la incómoda sensación de haber presenciado algo que traía problemas consigo.
Nathan llegó a la casa con el ceño fruncido. Apenas cruzó la puerta, dejó las llaves sobre la mesa y miró hacia la cocina.
—¿Dylan?
Doña Rosa salió con un trapo en las manos, sonriendo tranquila.
—No ha vuelto todavía, joven.
Nathan apretó la mandíbula, pero no dijo nada. Se dejó caer en el sillón del salón, aflojando la corbata con un gesto seco. El silencio de la casa lo envolvía, pero no era el tipo de calma que le gustaba.
Sacó el móvil del bolsillo, dispuesto a revisar el rastreador de los autos, cuando la pantalla iluminó con un nombre que lo hizo tensarse.
Padre.
Por un segundo pensó en dejarlo sonar hasta que la llamada se cortara. Pero sabía cómo era: insistente, pesado, incapaz de aceptar un no por respuesta. Contestó, solo para no darle la satisfacción de volver a marcar.
—¿Qué quieres? —soltó de entrada, sin un saludo.
La voz grave del hombre se escuchó al otro lado, cargada de autoridad fingida.
—¿Así saludas a tu padre?
—Para mí estás muerto hace mucho tiempo. Agradece que conteste.
Hubo un silencio corto, luego una risa baja que sonó más a burla que a diversión.
—Siempre con esa lengua afilada. No importa. No llamé para pelear, llamé para recordarte que tu apellido todavía arrastra compromisos.
Nathan entrecerró los ojos, sosteniendo el teléfono con fuerza.
—Mi apellido lo sostengo yo. No tú, ni tus otros hijos, ni tu mujer de turno.
—Eres un ingrato —replicó su padre, la voz subiendo de tono—. Todo lo que tienes fue gracias a las bases que yo construí.
Nathan se inclinó hacia adelante, apoyando el codo en la rodilla.
—Lo que tengo es a pesar de ti, no gracias a ti.
Se hizo un silencio pesado, cortante. Nathan respiraba con calma, pero su mirada estaba fría, dura, como cuando hablaba con un rival en la mesa de negociaciones.
—Escúchame bien —continuó—. No te metas en mi empresa, no te metas en mis negocios, y mucho menos en mi vida personal. Ya arruinaste bastante.
El hombre soltó un bufido desde la línea.
—Eres un niño jugando a ser rey. Algún día necesitarás a tu familia, y ahí recordarás quién soy.
Nathan sonrió con desprecio.
—Cuando llegue ese día, preferiré arder en el infierno antes de tocar a tu puerta.
Colgó sin esperar respuesta y dejó caer el teléfono sobre la mesa de cristal. Se recostó en el sillón, masajeándose el puente de la nariz. La rabia no se veía, pero estaba ahí, contenida, como un volcán dormido.
Doña Rosa apareció otra vez en la puerta del salón, mirándolo con esa mezcla de ternura y preocupación que solo ella sabía tener.
—¿Todo bien, joven Nathan?
Él la miró, y por primera vez en mucho rato, suavizó el gesto.
—Sí, Rosa. Todo bien.
Pero sabía que no lo estaba. Porque cada vez que hablaba con su padre, el pasado volvía a morderle las entrañas.
La puerta principal se abrió justo cuando Nathan seguía con la mandíbula apretada después de colgar la llamada. Levantó la vista y vio a Dylan entrando, todavía con el cabello un poco revuelto por el viento de la calle.
Dylan lo miró de reojo, notando de inmediato la tensión en su postura.
—¿Y a ti qué bicho te picó?
Nathan no contestó. Se levantó, caminó hasta él con pasos firmes y, antes de que Dylan pudiera reaccionar, lo jaló del brazo hasta llevarlo al sillón. Lo obligó a sentarse y él mismo se dejó caer a su lado, apoyando la cabeza sobre sus piernas como si aquello fuera lo más normal del mundo.
—¿Qué coño haces? —Dylan lo miró incrédulo.
—Relajarme —respondió Nathan, con los ojos cerrados.
La tensión del ambiente se fue desinflando poco a poco. Dylan terminó relajándose también, jugando con el borde de la chaqueta de Nathan, sin pensarlo demasiado. La calma duró apenas unos minutos.
Porque, claro, Nathan nunca sabía quedarse quieto. Abrió los ojos, lo miró desde abajo y sonrió con descaro.
—¿Sabes en qué pienso cuando estoy así? —preguntó, con voz baja.
Dylan rodó los ojos.
—Mejor ni me digas.
—En que quiero follar contigo —dijo Nathan, directo, sin rodeos.
Dylan casi se atragantó con su propia saliva.
—¡¿Qué carajos te pasa?! ¿De verdad me sueltas eso en la cara?
Nathan se acomodó, sin borrar la sonrisa.
—¿Qué prefieres? ¿Que te susurre cursilerías al oído? ¿Que te endulce con palabras bonitas?.
Dylan lo empujó del hombro, rojo hasta las orejas.
—Eres un idiota.
—La sinceridad ahorra tiempo, gatito.—corrigió Nathan, apoyando otra vez la cabeza en sus piernas, como si nada.
Dylan lo fulminó con la mirada, pero no pudo evitar esa mezcla rara entre rabia, vergüenza y un cosquilleo incómodo en el estómago.
—Algún día alguien te va a partir la cara por hablar así —murmuró, cruzándose de brazos.
Nathan cerró los ojos de nuevo, satisfecho.
—Lo dudo. Y aunque pase, no me importa… siempre que seas tú el que termine en mi cama.
Dylan lo empujó más fuerte esta vez, levantándose de golpe.
—¡Estás enfermo!
Nathan rió bajo, con esa calma irritante que siempre lo desarmaba.
—Y tú me vas a volver peor.
Dylan se llevó las manos a la cara, exasperado, mientras subía las escaleras mascullando insultos. Nathan lo siguió con la mirada, relajado, con esa sonrisa cínica que no se borraba por nada.
Para él, la tarde había mejorado.