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Status: En proceso
Genre:Terror / Aventura / Viaje a un juego / Supersistema / Mitos y leyendas / Juegos y desafíos
Popularitas:429
Nilai: 5
nombre de autor: Ezequiel Gil

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Un juego perdido. Una leyenda urbana.
Pero cuando Franco - o Leo, para los amigos - logra iniciarlo, las reglas cambian.
Cada nivel exige más: micrófono, cámara, control.
Y cuanto más real se vuelve el juego...
más difícil es salir.

NovelToon tiene autorización de Ezequiel Gil para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 20: Recuerdos.

La pieza parecía más chica de lo que era. Quizás eran las hojas pegadas en la pared, o los cuadernos abiertos como vísceras sobre el suelo, o mi propio cuerpo encorvado contra la luz blanca de la pantalla.

Lo cierto es que apenas podía moverme sin chocar con algo. Montañas de papeles, una colección de vasos olvidados, ropa arrugada en una silla y la ventana entrecerrada que dejaba pasar solo un poco de aire y la luz del poste que estaba afuera de mi casa.

Era de noche… o mejor dicho, estaba oscuro. No sabía si era de noche o de madrugada.

Habían pasado días —quizás semanas— desde que abrí el cuaderno negro con la intención de descifrarlo. Al principio era como querer leer un idioma extranjero con un diccionario roto; después se volvió más parecido a intentar reconocer una voz ahogada en estática. Y, aun así, no podía parar.

A veces me descubría sentado con la cabeza entre las manos, murmurando cosas como si fueran palabras: aik, kajek, liaa, am namet. No tenía forma de saber su sonido real, pero yo les inventaba uno, como si así pudiera forzarlos a tener sentido.

Fue en una de esas madrugadas, con el cansancio aplastándome los párpados, que un recuerdo irrumpió sin permiso.

Recordé cómo Esteban y yo, de chicos, inventábamos idiomas para nuestros personajes, o las razas que creábamos para nuestros juegos. Si creábamos una raza de criaturas aladas, entonces tenían que tener un idioma propio; no podíamos permitirnos la vulgaridad de que hablaran español como cualquiera.

Recordaba cómo Esteban me argumentaba:

—Si tienen alas, entonces la lengua tiene que ser rápida, cortada, como silbidos. Bien fuerte. ¿Te imaginás hablar mientras volás y el viento te pega en la cara? No podés andar con palabras largas.

Él dibujaba símbolos con rapidez, les daba reglas gramaticales improvisadas, y yo lo seguía como un aprendiz torpe pero entusiasmado. Conocimos una comunidad que se centraba particularmente en eso. Creamos manuales caseros con portadas de cartón, donde escribíamos las “leyes” de cada idioma: cómo conjugaban, qué letras no existían, cómo se formaban los nombres. Éramos niños, pero lo vivíamos con una seriedad absurda, convencidos de que estábamos inventando civilizaciones.

Ahora, mirando los garabatos del cuaderno negro, entendí que Esteban nunca había dejado de jugar a eso. Solo que lo había llevado mucho más lejos.

Abrí el cuaderno por una página al azar y, con paciencia de cirujano, empecé a separar líneas. Algunas eran símbolos que ya había visto en los otros cuadernos; otras eran completamente nuevas. Pero lo extraño era que parecían seguir un patrón: sutil, pero lógico. No solo gráfico.

De pronto, las palabras se insinuaron como un reflejo en el agua:

“Hoy entré de nuevo, se siente #### irreal, es como pintar un cuadro, o componer una #####, pero más fácil, más #####.”

Me quedé mirando las letras que faltaban, los huecos como heridas. Era ilegible y, a la vez, demasiado. ¿“Entré de nuevo” dónde? ¿Qué era “más fácil”? ¿Qué estaba comparando con un cuadro o una canción?

Tomé aire, cerré los ojos, y por un instante me imaginé a Esteban sentado en mi lugar, riéndose de mi desesperación.

Pasé la página. Había otra frase, escrita con una caligrafía más clara, casi ansiosa:

“Le #### a Leo y me dijo que ### #####, así que lo agregué.”

Sentí un frío en el estómago. Mi nombre estaba ahí, escrito negro sobre blanco. No un símbolo, no una inicial, sino “Leo” completo, claro, indiscutible. Me temblaron los dedos.

¿De qué hablaba? ¿Qué le había contado yo? ¿Cuándo? ¿Y qué “agregó” después de hablar conmigo?

Releí la frase hasta desgastarla, como si las letras pudieran soltar algún secreto escondido entre sus trazos. Pero no.

Seguí buscando. Encontré otra entrada fragmentada:

“Rocío me dijo que #### para que ####, pero ##.”

Rocío. Otra vez. Su nombre, igual de nítido que el mío. Como si todo esto no fuera un cuaderno de códigos o un proyecto de trabajo. Todo esto tenía más sabor a un diario personal, una bitácora disfrazada de código.

Las frases estaban incompletas, sí, pero eran suficientes para que mi mente llenara los huecos. Cada palabra ausente se convertía en un abanico de posibilidades: “Rocío me dijo que espere para que funcione”, “Rocío me dijo que mienta para que nadie se entere”, “Rocío me dijo que calle para que no lo arruine”.

Cualquier opción era perturbadora.

Y al final de una página, casi escondida, apareció la frase que me dejó helado:

“Todo es ##### # Banstee.”

Ese nombre, Banstee, aparecía como una piedra en medio del río. Todo giraba alrededor de él, como si fuera el centro del lenguaje secreto.

Me pareció ominoso cómo esa frase incompleta abría la posibilidad de que Banstee no fuera solo un anagrama del nombre de Esteban, sino otra persona u otra cosa a la que podría estar refiriéndose.

Me recosté hacia atrás y sentí que la habitación me aplastaba. La respiración se me entrecortó, la espalda ardía, y me descubrí con los ojos húmedos sin haber llorado.

Agarré el celular, buscando un respiro. Había mensajes de Alana:

—“Muy mal lo tuyo, se supone que después de eso tenés que decirme que la pasaste bien, de diez, genial, que te enamoraste perdidamente de esta diosa, o algo.”

Después otro, horas más tarde:

—“...”

Y luego más, que yo había ignorado. Al verlos, una punzada de culpa me atravesó. Me mordí el labio. Sentía que le debía algo, pero cada vez que pensaba en ella, esa misma sensación de estar cometiendo un error volvía como una sombra.

El celular vibró. Otro mensaje. Lo ignoré. Después otro. Y otro más. Finalmente, una llamada. Contesté, pero al hacerlo, Alana cortó. Entendí de inmediato que lo que ella quería era que leyera sus mensajes, no que la atendiera.

—Estoy ocupado, disculpá. —le escribí, casi con rabia.

Ella respondió al segundo con un “ok” frío, despojado de todo lo que alguna vez había en sus mensajes.

Tragué saliva, pero no dejé que me desviara del camino. Tenía que hablar con Rocío. Tenía pruebas ahora. No eran suposiciones ni símbolos que solo yo interpretaba: tenía evidencia. Su nombre estaba ahí, el mío también, y Banstee se erguía como un enigma que no podía ignorar.

Guardé el cuaderno negro bajo el brazo y salí.

El aire fresco de la calle me golpeó como un cachetazo. No recordaba la última vez que había salido a plena luz. Caminé rápido, casi corriendo, hasta la casa de Rocío.

Cuando abrió la puerta, con sus ojos ojerosos, como recién levantada, me miró primero a mí, después al cuaderno. Su rostro cambió en un segundo: de indiferencia y cansancio a sorpresa, y luego a algo parecido al miedo.

—¿De dónde carajo estás sacando estas cosas? —preguntó, con la voz cortada, como si se hubiera olvidado de respirar.

Me quedé quieto, sin responder.

Ella retrocedió un paso, todavía con la mano en el picaporte, y sus ojos se movieron como si buscara una salida invisible detrás de mí.

Entonces entendí algo: Rocío no estaba solo sorprendida. Estaba atrapada. Y yo, con el cuaderno en la mano, había abierto una puerta que quizás nunca debería haber tocado.

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