Haniel Estrada ha logrado obtener su título oficial de detective de la policía tras los eventos ocurridos en contra de su ahora muerto padre.🕵️♂️
Ahora como el tutor de su hermana adolescente y de la hija del detective Rodríguez, debe dividir su tiempo entre ser "Padre" y su pasión, pero toda felicidad tiene su fin.🙃
Su medio hermano Carlos ha jurado venganza en contra de Haniel y sus protegidas por la muerte de su padre y promete ser el próximo asesino serial y superar a su padre😬
¿Podrá Haniel proteger a sus seres queridos y evitar tantas muertes como las que ocurrieron antes?💀
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EL CONDADO
El avión descendía lentamente entre nubes suaves que parecían algodón suspendido en el aire. Desde la ventanilla, Haniel contemplaba el paisaje que se desplegaba debajo: campos verdes, carreteras perfectamente delineadas y pequeños poblados que parecían dibujados con precisión quirúrgica. Todo le resultaba demasiado ordenado, demasiado perfecto.
A su lado, Erick mascaba un chicle con la impaciencia de siempre, aunque sus ojos también estaban fijos en la vista. Detrás de ellos, Víctor guardaba silencio, con los brazos cruzados y una expresión alerta que no se relajaba ni un instante.
Cuando las ruedas tocaron tierra, Haniel sintió un ligero estremecimiento en el estómago. No era miedo, sino la anticipación del terreno desconocido que estaba a punto de pisar.
El aeropuerto del condado contrastaba con todo lo que conocían. No había soldados armados patrullando, ni policías en exceso, ni el constante ruido de sirenas en la distancia. En su lugar, un espacio limpio, con ventanales brillantes y empleados sonrientes recibiendo a los viajeros. Familias enteras caminaban tranquilas, niños corriendo entre maletas, y nadie parecía cargar la sombra de la violencia que pesaba sobre su ciudad natal.
—Esto parece un maldito anuncio turístico —murmuró Erick, mientras recogía su mochila—. ¿Dónde está la seguridad? ¿Las cámaras? ¿El mínimo control?
Haniel lo escuchó, pero no respondió. Sus ojos recorrían cada esquina con desconfianza, como si buscara grietas en esa fachada impecable. Una calma tan uniforme siempre escondía algo.
Caminaron hasta la salida y se toparon con el aire fresco del condado. El sol iluminaba calles amplias, sin basura, sin grafitis, con árboles alineados como centinelas verdes. El tráfico fluía sin caos, los conductores respetaban las señales, y la gente se movía con una serenidad casi artificial.
—¿Lo sientes? —dijo Haniel en voz baja.
—¿El qué? —preguntó Víctor, ajustándose la chaqueta.
—El silencio —respondió.
Era un silencio distinto, no de calma, sino de ausencia. La ausencia de la tensión habitual, la ausencia de miradas desconfiadas, la ausencia de miedo en la piel de la gente. Como si todo estuviera diseñado para parecer normal.
Un chofer los esperaba con un cartel discreto. El hombre, de traje impecable y sonrisa ensayada, los saludó con cortesía y los guió hasta un vehículo negro. El interior olía a cuero nuevo, con aire acondicionado ajustado a la perfección.
Durante el trayecto hacia el centro del condado, Haniel se recostó en el asiento trasero, pero no se permitió bajar la guardia. Observaba por la ventana cada edificio, cada esquina. Todo estaba en orden: escuelas impecables, tiendas modernas, calles recién pavimentadas. Demasiado perfecto.
Erick, en cambio, bufó con una mezcla de risa y desprecio.
—Esto es un maldito decorado. Una maqueta para que todos crean que aquí no pasa nada.
Haniel no lo contradijo. Sus pensamientos giraban alrededor de una sola idea: esa perfección era la máscara de algo mucho más oscuro.
Al llegar al hotel donde se hospedarían, el contraste persistía. La recepción era cálida, con empleados uniformados que parecían entrenados para sonreír siempre. Todo estaba calculado para transmitir confianza.
Mientras los demás se acomodaban, Haniel salió al balcón de su habitación. Desde allí, observó el atardecer cayendo sobre el condado. El cielo pintado de naranja y púrpura bañaba las calles limpias y los techos alineados. Era hermoso, sí, pero en esa belleza había algo inquietante.
Encendió un cigarro —uno de los pocos vicios que le quedaban— y dejó que el humo escapara en el aire templado.
—Carlos… —susurró para sí mismo—. ¿Dónde estás escondido en todo esto?
El eco de esa pregunta quedó flotando, como un presagio.
Erick apareció en el balcón unos minutos después, encendiendo también un cigarrillo y apoyándose en la barandilla. El humo subió al aire tranquilo del condado, mezclándose con el de Haniel.
—Bonito lugar —murmuró Erick, con sarcasmo—. Bonito y falso.
Haniel lo observó de reojo, sin responder de inmediato. Dio una calada larga, como si midiera el peso de sus palabras, y luego soltó:
—He visto cómo miras a Sofía.
Erick casi se atraganta con el humo. Tosió un par de veces y fingió indiferencia.
—¿De qué hablas? —dijo, tratando de sonar casual, aunque la rigidez en su rostro lo delataba.
Haniel soltó una carcajada baja, burlona, pero no con malicia.
—No te hagas el tonto. Bien sabes a qué me refiero.
El silencio se apoderó del balcón. Erick no sabía dónde posar la mirada; sus dedos jugueteaban con el cigarro nerviosamente.
—No es… no es nada, Haniel. Yo… —balbuceó.
Haniel volvió a reír, esta vez con un dejo de complicidad. Le dio una palmada en el hombro y dijo:
—Mira, no tienes que justificarte conmigo. Sofía es fuerte, es inteligente… y también necesita alguien que la vea como persona, no como una víctima de todo esto.
Erick lo miró sorprendido, como si no esperara esas palabras.
Haniel clavó su mirada en el horizonte del condado, el cigarro consumiéndose entre sus dedos.
—Cuando todo esto acabe, cuando terminemos con Carlos… —hizo una pausa, cargada de peso—. Si todavía sientes lo mismo, yo voy a apoyarte. Pero hasta entonces, mantén la cabeza fría. Ella no necesita distracciones ahora mismo.
Erick asintió en silencio. Sus ojos, sin embargo, tenían un brillo distinto. Una mezcla de esperanza y miedo.
Haniel sonrió de lado, casi paternal, y apagó el cigarro contra la barandilla.
—Después de todo, Erick… todos merecemos un poco de paz. Incluso nosotros.
Mientras Haniel y Erick conversaban en el balcón, sumidos en sus propios pensamientos, Víctor apareció de repente, caminando con paso firme.
—Es momento de dirigirse a inmigración —anunció con tono serio—. Tenemos que completar el papeleo necesario para nuestra estancia aquí, y mantenerlo en total discreción.
Haniel y Erick intercambiaron una mirada de entendimiento. Víctor continuó, señalando la importancia de mantener en secreto la verdadera razón de su presencia.
—La gente aquí no debe saber quién eres, Haniel —explicó Víctor—. Tu fama podría levantar sospechas y arruinar la paz que tanto se esfuerzan en mantener aquí.
Haniel asintió, comprendiendo el peso de la situación. La tranquilidad del condado era solo una fachada, y cualquier indicio de su presencia podría desencadenar una tormenta.
Con eso, los tres se dirigieron hacia inmigración, con la determinación de mantener la calma y la discreción, mientras la verdadera misión comenzaba en ese territorio tan diferente.
Llegaron a la oficina de inmigración con el aire pesado por la humedad del atardecer. El edificio era de cristal y acero, más austero que el hotel; pasillos largos, suelos de mármol pulido que devolvían cada paso con un eco frío. En el vestíbulo olía a desinfectante y a café industrial —esa mezcla que siempre anuncia trámites largos—; sobre un mostrador, un reloj digital marcaba los minutos con una luz implacable.
Víctor fue el que habló primero, con la voz medida de quien conoce protocolos y atajos. Saludó a la recepcionista con una sonrisa ensayada, sacó una tarjeta y la dejó sobre el mostrador como si fuera la presentación de una empresa. Sus manos no temblaban; todo su cuerpo irradiaba control.
—Tenemos que hacer unos registros provisionales —dijo—. Llegamos por asuntos de seguridad y urgencia.
La mujer, de gafas gruesas y coleta apretada, levantó la vista, hizo una llamada breve por el intercomunicador y les indicó que pasaran a la sala número tres.
El trámite no fue inmediato. Los mostradores tenían divisores de cristal, pantallas que mostraban imágenes institucionales y formularios en varias lenguas. Un funcionario con placa y corbata los recibió: no era el tipo que pide pruebas, sino el que firma sin muchas preguntas si le entregan el documento correcto. Víctor había pactado esto; se veía en su forma de inclinar la cabeza y en la carpeta marrón que apretaba contra el pecho.
Los tres se sentaron frente a un ordenador. Erick, nervioso, jugueteó con la cremallera de su chaqueta; Haniel, serio, observó a su alrededor como si midiera riesgos en cada esquina. La pantalla del funcionario mostraba casillas y menús desplegables; la burocracia, lenta y metódica, tenía la virtud de esconder acciones rápidas entre su espesor.
—Nombres, fechas de nacimiento, lugares de origen —leyó el funcionario, tecleando lentamente—. Documentos de identidad, por favor.
Víctor dejó la carpeta sobre la mesa. Dentro, una hoja sellada y un sobre con los papeles necesarios: declaraciones juradas, un permiso temporal firmado por un contacto que, en el condado, tenía más peso que cualquier verificación automatizada. El funcionario los examinó con una mirada profesional y, sin pronunciar palabra, comenzó a introducir los datos.
Haniel iba a usar un nombre que nunca había pensado: “Alejandro Suárez”. Sonaba anodino, hecho para perderse en cualquier registro. Erick, por su parte, se convirtió en “Marcos Rivera”. Fueron elecciones pragmáticas: apellidos comunes, fechas que no levantaran banderas. No hubo explicaciones sobre viejas glorias ni sobre fotos que pudieran estar guardadas en bases externas. Nadie preguntó por su historial. Nadie debía hacerlo.
Mientras el funcionario tipeaba, Haniel sintió el latido acelerado en la garganta. Pensó en la inmensa diferencia entre su rostro —reconocible por las víctimas, por los medios, por los criminales— y esa ficha en blanco que estaba a punto de darle el condado. Era, de algún modo, una máscara oficial. Una oportunidad de moverse sin rastro.
—Tardará unos minutos —anunció la funcionaria, sin levantar la vista—. Les imprimimos credenciales temporales y se las entregamos. Mantengan la documentación en el sobre hasta la verificación final.
Los minutos estiraron el silencio. Erick lanzó una risa ahogada que sonó más a intento de serenidad. Haniel, en cambio, miró a Víctor y recuperó la compostura con un leve asentimiento. La ventanilla de la sala dejaba ver el tráfico ordenado de la calle: un niño que cruzaba con su madre, un repartidor en bicicleta. La vida cotidiana, ajena e indiferente, continuaba exactamente donde ellos necesitaban camuflarse.
Finalmente el funcionario deslizó dos carnés plastificados por la ranura de la impresora hasta la mesa: fotografía, nombre falso, número de registro y la leyenda de permiso temporal. Las tarjetas olían a tinta fresca; en su diseño había un sello holográfico que hacía difícil levantar sospechas con la vista rápida. El sobre con el resto de los papeles fue sellado otra vez.
—Recuerden —dijo el funcionario en voz baja, casi sin mirarlos—: en este condado trabajamos la discreción. Mantener un perfil bajo ayuda a todos.
Haniel tomó la suya entre los dedos. Pesaba tan poco como una promesa, y sin embargo le generó un peso en la boca del estómago. Erick acercó la suya, la miró con una expresión que mezclaba alivio y culpa. Víctor cerró la carpeta, guardó su tarjeta y se levantó.
Pasaron por el control sin más preguntas. Nadie los miró dos veces. Al salir a la calle, el aire del condado les pareció más cálido, menos hostil; Haniel sintió, sin embargo, que la falsa calma continuaba pegada a la piel, como si cada árbol y cada farola supiera que aquel pueblo era una vitrina que debía permanecer intacta.
Caminaron hacia el vehículo que los esperaba. Las credenciales falsas brillaban bajo el sol del atardecer; eran pequeñas puertas que nadie más debería abrir. Haniel apretó el carné en la cartera y, por un instante, dejó que la máscara haga su trabajo: moverse entre la gente sin provocar alarma. Pero en su mente, la pregunta seguía igual de clara y urgente: ¿a qué costo se compraba esa invisibilidad?