La banda del sur, un grupo criminal que somete a los habitantes de una región abandonada por el estado, hace de las suyas creyéndose los amos de este mundo.
sin embargo, ¡aparecieron un grupo de militares intentando liberar estas tierras! Desafiando la autoridad de la banda del sur comenzando una dualidad.
Máximo un chico común y normal, queda atrapado en medio de estas dos organizaciones, cayendo victima de la guerra por el control territorial. el deberá escoger con cuidado cada decisión que tome.
¿como Maximo resolverá su situación, podrá sobrevivir?
en este mundo, quien tome el poder controlara las vidas de los demás. Máximo es uno entre cien de los que intenta mejorar su vida, se vale usar todo tipo de estrategias para tener poder en este mundo.
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ataque
Mientras tanto, en las fronteras, Alexander observaba a los novatos desde una posición elevada, su mirada fija en cada movimiento, como si todo fuera parte de un escenario que ya conocía demasiado bien. El campamento enemigo, recién conquistado, parecía estar en silencio, pero la tensión en el aire era palpable. Los novatos, algunos aún con la inquietud dibujada en sus rostros, intentaban mostrar seguridad, pero no podían evitar mirar a su alrededor con cautela. Para ellos, esta era la prueba que definiría si serían aceptados, si sobrevivirían. Pero para Alexander, no era más que otro día bajo el mismo cielo gris, con la misma indiferencia en su rostro impasible.
A kilómetros de distancia, Oliver, Sebastián y un grupo selecto de tropas avanzaban en silencio por el terreno rocoso, el sonido de sus botas apenas perceptible entre la brisa fría. Miguel, al frente, cargaba el cilindro bomba con la misma calma con la que respiraba, como si estuviera transportando algo tan cotidiano como una mochila. El cilindro, de apariencia rudimentaria, era todo lo contrario a su simple aspecto: una herramienta mortal, diseñada para rasgar el suelo y desatar el caos. Los demás se mantenían atentos, vigilando cada sombra, cada ruido, cada resquicio de movimiento en el aire, pero el silencio reinaba mientras avanzaban, sabiendo que cualquier error podía costarles todo.
El campamento conquistado se alzaba ante ellos, oscuro y silencioso, como una bestia herida esperando a ser rematada. Miguel caminaba sin prisa, casi como si se tratara de una caminata rutinaria. Oliver y Sebastián se mantenían a su lado, los ojos alertas, cada uno en su puesto, cada uno consciente de la fragilidad del momento. La misión estaba clara, pero las pequeñas decisiones que tomaran en ese instante determinarían su éxito.
Al llegar, Alexander los recibió desde las sombras, su presencia casi tan intimidante como la calma que rodeaba la escena. Observó el cilindro en manos de Miguel y dejó escapar una sonrisa cargada de sarcasmo. "¿Es un regalo para los invitados?" dijo, su tono tan seco como su expresión.
Oliver, sin perder tiempo, explicó el plan con precisión, como si ya lo hubiera repetido mil veces en su cabeza. Instalación del cilindro en un punto clave, asegurarse de que no quedara ninguna posibilidad para que el enemigo recuperara terreno. Alexander asintió lentamente, como si todo eso fuera tan predecible que no merecía mayor comentario. Los novatos, al escuchar la explicación, se quedaron en silencio, las palabras de Oliver cayendo sobre ellos como una pesada carga. Sabían lo que estaba en juego: el fracaso no solo significaba un retroceso, sino también el riesgo de perder vidas, de perder todo lo conquistado hasta ese momento.
Mientras preparaban el cilindro bomba, Alexander caminaba alrededor del grupo, dando órdenes rápidas, su voz firme, pero su actitud despreocupada, como si estuviera hablando de cualquier otra cosa que no fuera la vida o la muerte. "Si alguno de ustedes piensa titubear, mejor háganlo ahora," dijo, su tono bajo y casi monótono. "Porque no hay lugar para dudas."
La tensión se alzó en el aire, los novatos intercambiaron miradas rápidas, cada uno midiendo el peso de esas palabras. Sabían que en ese momento, cualquier vacilación podría ser fatal. La calma de Alexander se convirtió en un contraste inquietante con el nerviosismo que comenzaba a aflorar en ellos. El futuro de esa operación no estaba en la fuerza de las armas, sino en la determinación con que cada uno de ellos respondiera a la exigencia del momento.
La instalación del cilindro exigía una precisión meticulosa. Miguel, concentrado, se encargaba de la colocación del dispositivo, su mirada fija en cada componente, como si el resto del mundo se desvaneciera mientras trabajaba. Oliver y Sebastián aseguraban el perímetro, sus ojos escaneando el terreno, cada sombra, cada leve crujido del viento. Los novatos, aunque inexpertos, movían sus manos con determinación, conscientes de que la decisión que tomaran podría ser la diferencia entre la vida y la muerte. Alexander, desde un costado, no hacía más que vigilar, su actitud tan calmada que resultaba inquietante, como si todo esto fuera un juego.
El grupo avanzaba, el campamento enemigo a la vista. La tensión comenzaba a pesar en el aire, un peso invisible que se sentía en cada paso que daban, en cada resquicio del terreno que cruzaban. Miguel, al frente, no apartaba los ojos del cilindro bomba que llevaba en sus manos. Su presencia parecía tranquila, pero había algo en su postura que hablaba de una concentración feroz. "Este cilindro parece inofensivo," dijo sin mirar a los novatos que se acercaban, "pero en las manos correctas, puede cambiar el curso de una batalla". Su voz era grave, casi una advertencia silenciosa mientras revisaba los componentes del dispositivo, asegurándose de que todo estuviera en su lugar.
Alexander, con su voz indiferente, cortó cualquier intento de sobreemocionarse. "No nos emocionemos demasiado, chicos. Es solo un truco más para mantener a esos imbéciles lejos de aquí," comentó, su tono tan plano que los novatos no pudieron descifrar si hablaba en serio o si solo lo decía para aliviar la creciente tensión.
Oliver, sin perder tiempo, adelantó su paso y comenzó a trazar el plan, su voz baja pero clara. "Vamos a posicionarlo cerca de la entrada sur del campamento. Si intentan recuperar esta posición, nos aseguraremos de que no quede nada que recuperar." En su mirada, la decisión ya estaba tomada, pero los novatos sabían que ese rostro tan serio escondía una estrategia despiadada. La misión no era solo tomar el campamento; era dejar claro que cualquier intento de recuperación sería un sacrificio inútil.
El grupo trabajó en un silencio disciplinado. Miguel, con su experiencia, guiaba cada movimiento mientras conectaba los cables del dispositivo, supervisando cada detalle con la precisión de un cirujano. Oliver y Sebastián no dejaban de vigilar el horizonte, los músculos tensos, el aliento contenido. Alexander, desde su posición, les hablaba de manera casi casual, recordándoles la importancia de mantenerse tranquilos. "No hay espacio para pánico," decía, su voz serena, casi desapegada. "Si no pueden manejar esto, salgan ahora."
Con cada paso, el cilindro se iba configurando. Su forma tosca, improvisada, contrastaba con su potencial destructivo. Miguel, al terminar de colocar el último componente, se apartó un poco para observar su trabajo. La sonrisa que se asomó a sus labios era pequeña, pero cargada de significado. "No es bonito," dijo mientras inspeccionaba el cilindro, "pero hace su trabajo."
El dispositivo, aunque rudimentario en su apariencia, ya era una amenaza. Miguel lo sabía. Y mientras se retiraba para dejar espacio a sus compañeros, un profundo silencio llenó el aire, como si el terreno mismo esperara el impacto, consciente de que el próximo movimiento cambiaría todo. Alexander, con su mirada fija y distante, dio la señal para avanzar. "Listos para lo que sigue." Y, aunque sus palabras fueron simples, resonaron con un peso que ninguno de ellos podría ignorar.
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La noche se espesaba con cada hora que pasaba, y el campamento, ahora sumido en la quietud, comenzaba a cargar la tensión del aire. Los novatos, aunque aún inexpertos, se mantenían firmes, con la respiración contenida, alimentados por una mezcla de miedo y valentía que solo la presencia de Alexander podría haber generado. Él, aparentemente indiferente, caminaba de un lado a otro, sus pasos pesados sobre el suelo rocoso, y aunque su actitud era la misma de siempre —despreocupada, casi desinteresada— había algo en su forma de moverse que infundía una confianza inexplicable.
Cuando todo estuvo en su lugar, Oliver dio la última instrucción con voz baja, casi un susurro en la oscuridad. "Ahora esperamos. Si vienen, les daremos una bienvenida que nunca olvidarán." No necesitaba alzar la voz; sus palabras se colaron en el aire, y la gravedad de la situación, de la misión, se instaló en cada uno de los soldados. El destino del campamento y la misión pendían de un hilo, y las horas siguientes serían decisivas.
La oscuridad de la noche caía lentamente, envolviendo al campamento en un manto pesado. La brisa helada del páramo se colaba entre las grietas de las rocas, acariciando las caras sudorosas de los soldados. Alexander, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, observaba en silencio a sus novatos mientras se acomodaban entre las mantas y mochilas, su mirada fija en algo más allá de ellos. Nadie reparaba en el cilindro bomba, el artefacto más devastador que poseían, ahora casi oculto entre las sombras. Su presencia era tan natural como el terreno que los rodeaba, pero su poder oculto podría cambiar el curso de la noche en un abrir y cerrar de ojos.
A kilómetros de allí, Miguel, Oliver y el resto de su grupo ya regresaban a la Colonia, sus pasos marcando el regreso tras cumplir su misión. Sin embargo, una sensación incomodante persistía en el aire. Sabían que en esas tierras no existía el descanso duradero, solo la espera de lo inevitable. Mientras tanto, en el sur de Celeste, la banda rival comenzaba a moverse, armada con una ametralladora pesada, su presencia como una amenaza que se cernía sobre ellos, latente.
De repente, el aire se rasgó con el rugido de las primeras ráfagas. Las balas atravesaron la noche, un sonido metálico que cortó el silencio como un cuchillo. Algunos novatos saltaron, sus cuerpos tensos y ojos desorbitados, buscando frenéticamente sus armas, el pánico dibujado en sus rostros. En ese instante, el caos parecía estallar con fuerza.
Alexander se detuvo en seco, girando hacia ellos con una lentitud calculada. Su rostro, sereno como siempre, se mantenía inmutable mientras su voz rompía el caos como un eco.
—¡Tranquilícense! —dijo, ajustándose la gorra con un gesto casi indiferente—. Es una ametralladora, pero las balas no tienen cerebro. Mientras nos cubramos bien, no nos tocarán.
El sonido de su voz calmada flotó sobre el campo de batalla, una presencia de calma que, de alguna manera, logró apaciguar la ansiedad de los novatos. Algunos lo miraron, la tensión aún palpable en sus rostros, pero poco a poco, algo en la forma en que Alexander se movía, en su postura relajada, empezó a calmar los nervios. Era como si su misma presencia tuviera la capacidad de disipar el miedo. No necesitaba gritar ni gesticular. Su seguridad, tan firme como una roca en medio de la tormenta, bastaba para imponer orden.
—Busquen posiciones estratégicas —ordenó Alexander, su dedo señalando las rocas y los árboles dispersos alrededor, como si estuviera trazando líneas invisibles sobre el terreno—. No disparen a menos que yo lo ordene. Esto es una provocación. Si vienen, estaremos listos.
El sonido de las balas seguía cortando la quietud, rebotando contra las superficies rocosas y perdiéndose en la oscuridad. La banda del sur no dejaba de disparar, su fuego errático y calculado, buscando forzar una respuesta apresurada de la brigada del páramo. Pero Alexander no caería en su trampa. Él lo sabía. La paciencia era más poderosa que cualquier ráfaga descontrolada.
Un novato, un chico delgado, con el rostro aún marcado por la juventud, miró hacia el centro del campamento, su mirada fija en el cilindro bomba. Su cuerpo tenso, como si pudiera sentir la amenaza en el aire. Su voz, aunque baja, temblaba ligeramente.
—¿Es seguro estar tan cerca de… eso? —preguntó, sin apartar los ojos del artefacto.
Alexander giró hacia él, los ojos fijos en los del muchacho. No dijo nada al principio, simplemente lo observó, su rostro tan inexpresivo como siempre, pero algo en su mirada le transmitió una calma calculada. Luego, una media sonrisa apareció, apenas perceptible, como si la pregunta fuera una distracción insignificante.
—Es seguro si no hacemos estupideces. Concéntrate en lo que importa: el enemigo está allá afuera, no aquí dentro.
El chico tragó saliva, los nervios marcando su respiración. Sin una palabra más, asintió y se retiró hacia su posición tras una roca, su cuerpo más rígido que antes. Alexander observó a su alrededor, evaluando cada pequeño movimiento, cada reacción. A pesar de su postura relajada, sus ojos no dejaban de escrutar. Los novatos, pensó, estaban siendo probados no solo por el enemigo, sino por sus propios miedos, esos que no podían ver ni controlar.
Los disparos comenzaron a disminuir, pero el aire seguía denso, tenso, como si el campamento fuera un frágil equilibrio entre la calma y la explosión inminente. Alexander cruzó los brazos sobre su pecho y se apoyó contra un árbol, sus ojos fijos en la dirección de donde aún resonaban las detonaciones. Sabía que la banda del sur no se retiraría tan fácilmente, no sin buscar otra oportunidad para probar su resistencia.
—Quieren medirnos —murmuró para sí mismo, su voz casi inaudible, como si sus pensamientos fueran una extensión del viento que pasaba por las hojas. Luego, alzó la voz con una certeza fría—. Manténganse atentos. Si vienen, no les daremos ni un centímetro.
La noche avanzaba, con el campamento inmóvil bajo un manto de silencio tenso. La amenaza flotaba en el aire como una sombra al acecho, esperando el momento oportuno para atacar. A kilómetros de distancia, Miguel y Oliver, ajenos al peligro inmediato, se preparaban para informar sobre el éxito de su misión. Pero para Alexander y sus novatos, la verdadera batalla aún estaba por comenzar.