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“La Cristiana Del Harén”

“La Cristiana Del Harén”

Status: En proceso
Genre:Casarse por embarazo / Traiciones y engaños / Esclava / Sirvienta / Amor-odio
Popularitas:652
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.

Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.

Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.

Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,

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Capitulo 18

El ascenso del hijo de la tormenta”

Granada ardía en susurros. La traición de Aixa no había sido revelada públicamente, pero los muros hablaban. Las concubinas cuchicheaban, los eunucos callaban más de lo habitual, y los visires se reunían en privado con frecuencia inusual. La tensión era densa como el incienso en las salas del trono.

Muley, herido en su orgullo y cercado por la deslealtad, se volvió más impulsivo. Su carácter se endureció, y Zoraida era la única que lograba templarlo. Por las noches, mientras el emir caminaba inquieto por las terrazas, ella le hablaba en voz baja:

—Tienes dos hijos fuertes, sangre de tu sangre. ¿Por qué perder la cabeza por una sombra que ya no te pertenece?

Muley apretaba los puños.

—Boabdil es mi primogénito. Pero no es digno de heredar un reino que no sabrá defender.

Zoraida lo miraba con serenidad.

—Entonces no lo temas. Vigílalo… y que se desgaste solo.

En el norte de Granada, sin embargo, el panorama era distinto.

Boabdil, con apenas diecinueve años, había empezado a reunir tropas. Su madre, Aixa, se había adelantado enviando emisarios secretos a los nobles de Guadix, Loja y Baza, prometiendo un “nuevo tiempo” bajo un “hijo legítimo de Granada”.

Los primeros apoyos llegaron discretos. Algunos visires del norte empezaron a hablar del “Joven Emir”. Se organizaban banquetes en su honor. Su nombre aparecía bordado en pañuelos y cantos populares. El pueblo, golpeado por los impuestos y la guerra contra Castilla, buscaba esperanza donde pudiera.

Zoraida fue la primera en notar el peligro.

Desde su salón de escritura, en lo alto del Generalife, pidió informes detallados de los movimientos militares y rutas de suministros. Convocó a los jefes del mercado y ordenó redoblar la vigilancia en los graneros, sospechando que algunos alimentos estaban siendo desviados hacia el norte.

—Quien alimente a un traidor —dijo una noche, con su voz de seda afilada— no merece más que el hambre.

Una tarde, mientras su hijo mayor entrenaba con un sable de madera y el menor dormía en brazos de la nodriza, Zoraida recibió a un viejo amigo de Muley: el general Hamid al-Zahiri. Un hombre veterano, de barba blanca y mirada honesta.

—Sultana —le dijo, inclinando la cabeza—. Boabdil se proclamará emir en dos semanas. Tiene ya el apoyo de al menos tres clanes nobles.

Zoraida lo escuchó en silencio. Luego se levantó, caminó hacia la ventana que daba al Albaicín, y respondió:

—Entonces que lo proclame. Cada reino necesita su Judas. Y cada Judas, su soga.

Esa misma noche, Zoraida y Muley se reunieron con sus leales. Trazaron un nuevo plan: fortificar la Alhambra, cerrar las rutas del sur al norte y enviar cartas selladas con oro a los jefes de las tribus africanas aliadas.

Pero lo más audaz fue una propuesta de Zoraida:

—Dejad que Boabdil se proclame. Cuando esté en su punto más alto… lo haremos caer. Pero no con espadas. Con palabras. Con promesas rotas. Con pruebas. Con la verdad.

Muley la miró, entre la rabia y la fascinación.

—Eres más peligrosa que un ejército, Zoraida.

Ella sonrió con frialdad.

—Por eso me temen. Por eso aún no me han vencido.

Esa misma semana, desde las murallas del norte, llegó la noticia:

Boabdil se había proclamado Emir del Reino de Granada.

Y la guerra civil estaba por comenzar.

La Alhambra parecía envuelta en ceniza. El eco de los cánticos del muecín no lograba disipar el silencio de muerte que reinaba en el palacio. El joven Boabdil, hijo primogénito de Muley y Aixa, había sido enviado al exilio. No por enemigos, sino por su propio padre.

Zoraida lo supo antes de que se anunciara públicamente. Vio a Muley al amanecer, de pie en los baños reales, sumido en reflexión frente al agua humeante. Cuando la vio llegar, embarazada, envuelta en una túnica de lino azul bordado en oro, apenas levantó la vista.

—He tomado una decisión —dijo sin rodeos—. Boabdil será trasladado a Salobreña. Su traición es demasiado clara… y su madre no cesa en sus conspiraciones.

Zoraida asintió sin decir nada. Solo se sentó a su lado y tomó su mano. El gesto fue más elocuente que cualquier palabra. La guerra ya no era una amenaza. Era una realidad.

Boabdil partió en silencio. La comitiva fue pequeña, pero los rumores corrían como fuego en la pólvora. Algunos en las calles de Granada murmuraban que el emir había condenado a su propio hijo por amor a una cristiana. Otros susurraban que Zoraida, con su belleza y su dulzura, había tejido una red de poder más fuerte que cualquier alianza tribal.

Pero Zoraida no tejía con hilos invisibles. Ella mandaba cartas, reunía visires, hablaba con los comerciantes del zoco, con los imanes de las mezquitas, con las criadas que sabían más de lo que se les permitía contar. Era el corazón palpitante de un imperio enfermo.

Y entonces estalló.

En las montañas de la Alpujarra, los leales a Boabdil se alzaron. Varios caídes del norte declararon que el heredero legítimo había sido usurpado. Estallaron revueltas. En Guadix, Loja y Baza, las mezquitas se dividieron en oración. Se decía que los imanes pedían a Alá por dos emires diferentes.

La guerra civil había comenzado.

Una noche sin luna, Muley se despertó gritando. Zoraida se incorporó rápidamente, con su vientre latiendo bajo las mantas. El emir tenía la frente empapada de sudor.

—Lo vi otra vez —susurró, temblando—. Al visionario del desierto. Me miró, Zoraida. Y dijo: “El hijo que tú formaste con tus entrañas… será el que entregue Granada.”

Zoraida lo miró en silencio, luego acarició su rostro con dulzura. Sus palabras fueron suaves, pero firmes:

—El futuro no está escrito en las estrellas, Muley. Está escrito en las decisiones que tomas cada día. Si Boabdil ha de ser tu castigo… que sea también tu lección.

—¿Y si tiene razón?

—Entonces lucha. No como padre… como emir. Si Granada ha de caer, que no caiga sin dignidad.

Los días se volvieron acero. El olor a pan fue reemplazado por el olor a cuero mojado, a aceite hirviendo en los puestos de vigilancia. Zoraida, lejos de retirarse por su embarazo, multiplicó su presencia.

—Nada de reposo —ordenó al visir al-Hasan—. No soy una flor de invernadero. Soy una raíz bajo tierra.

Ella supervisaba a los herreros, reorganizaba las caravanas de provisiones, atendía audiencias en el Salón de los Embajadores. Nadie osaba decirle que “descansara”. Nadie lo intentaba más.

Los soldados, con respeto, murmuraban su nuevo nombre: “La Leona de la Alhambra.”

Pero el peligro no venía solo del norte. Venía también desde dentro.

Una noche, durante una reunión secreta en la sala de tapices, uno de los guardias trajo un pergamino interceptado. Estaba sellado con cera ajena al sello del sultanato.

Zoraida lo leyó antes que Muley. Sus labios palidecieron.

—Es de Aixa —dijo, con la voz apagada—. Está en contacto con los cristianos. Ha ofrecido entregarles la ciudad… si ellos colocan a Boabdil en el trono.

Muley se levantó con violencia. Derribó una lámpara y gritó:

—¡Su traición no tiene fin!

Pero Zoraida permaneció serena. Caminó hasta él y lo enfrentó con la fuerza templada que tanto lo desarmaba.

—Mírame, Muley. Mira lo que has construido. Mira lo que podemos perder. El futuro de Granada no está en el pergamino de una bruja, ni en el trono de un niño. Está aquí —y colocó su mano sobre su vientre—. Aquí, y en las decisiones que tomemos esta noche.

A la mañana siguiente, se anunció el arresto de dos visires vinculados con Aixa. La torre donde ella vivía fue aislada, su servidumbre cambiada por mujeres leales a la nueva sultana. Pero los rumores no paraban. El pueblo hablaba, el zoco vibraba, y las montañas respondían con fuego.

En medio de todo, Zoraida caminaba en silencio por los patios del Generalife, con su hijo mayor corriendo a su lado. Lo llamaban “el pequeño príncipe de la luna”.

Cuando él le preguntó si estaba triste, ella sonrió.

—Estoy viva. Estoy en pie. Granada me necesita fuerte, no feliz.

Y desde los corredores de mármol y oro, Zoraida, la esclava cristiana convertida en sultana, tejía no solo su legado… sino la defensa final de un reino que se resquebrajaba desde adentro.

Boabdil llevaba meses en el exilio. El castillo de Salobreña, rodeado de acantilados y vigilado por halcones del emir, se había vuelto su prisión de oro. Nadie podía entrar ni salir sin permiso del propio Muley Hacén. Desde la distancia, su nombre se susurraba en los zocos del Albaicín con nostalgia o rabia, según quién lo pronunciara.

Mientras tanto, en la Alhambra, Zoraida intentaba descansar.

Sus pies, hinchados por el embarazo, apenas le permitían caminar por los corredores de mármol. Se recostaba en la terraza del Generalife, rodeada de limoneros y jazmines, mientras su hijo mayor jugaba entre los arcos.

Pero el descanso nunca era total.

Una tarde, mientras leía un viejo texto andalusí sobre justicia y gobierno, una de sus criadas más leales —una mujer morisca llamada Fariza— le entregó una nota escondida en una granada partida. El papel, arrugado, temblaba como si supiera que debía ser secreto.

“Hay quienes pactan a tus espaldas. Quieren proclamar un nuevo emir… pero no es Boabdil. Es Zagal.”

Zoraida se quedó helada. Su mente, afilada como una daga, entendió lo que eso significaba: mientras todos temían al regreso de Boabdil, el verdadero peligro estaba dentro de la muralla. En la figura sonriente, amable, aduladora… de Zagal, el hermano de su esposo.

Zagal siempre había sido un enigma. Era cortesano, seductor, de lengua suave y mirada inquieta. Donde Muley era fuego, él era humo. Discreto, pero invasivo. Llevaba meses mostrando una cercanía peligrosa hacia Zoraida: elogios velados, miradas largas, visitas sin anunciarse.

Ella, siempre firme, lo esquivaba con elegancia.

—Dama mía, el sol palidece cuando tú cruzas los patios —le dijo una vez, inclinándose más de lo necesario para besar su mano.

—Y sin embargo, el sol sigue saliendo cada mañana —respondió ella, sin sonreír—. Con permiso, tengo tareas más importantes que alimentar fantasías ajenas.

Otra vez, él se acercó mientras Zoraida bordaba, dejándola a solas con su sombra. Ella alzó la vista lentamente.

—¿No os han enseñado que interrumpir a una mujer que trabaja es como interrumpir a la luna cuando nace?

Zagal se rió, pero esa risa tenía un filo. Desde entonces, sus visitas fueron más frecuentes… pero también más observadas.

Zoraida, en alerta, hizo llamar a tres de sus guardianes de confianza. Ordenó revisar las rutas de comunicación entre Zagal y el norte de África. Sospechaba que su ambición no era nueva. Sospechaba… y no se equivocaba.

Un mensajero capturado en las cercanías de Guadix portaba una carta firmada con un anillo de ónice: el anillo de Zagal. En ella se leía:

“Si Granada ha de caer, que lo haga en mis manos, no en las de una extranjera y sus hijos bastardos.”

Zoraida apretó los labios, su vientre moviéndose levemente como si el niño dentro de ella también ardiera.

—Ahora sí me ha subestimado —susurró.

Esa noche, ella pidió que se le preparara un baño de agua con menta y leche. Mientras se relajaba, dio instrucciones a Fariza para que informara discretamente a Muley. El emir no tardó en llegar. Encontró a su esposa sentada entre vapor, con el cabello suelto y los ojos más agudos que nunca.

—Muley… ¿cuántas traiciones más tolerarás bajo tu techo? —le preguntó sin rodeos.

—¿Zagal?

—Zagal. Y su cobardía disfrazada de halago.

Muley apretó los puños. Ella lo detuvo con la mirada.

—No le declares la guerra. Solo déjalo en evidencia. El pueblo no sigue traidores. Pero sigue líderes… y madres. Déjame a mí.

Muley, aún furioso, besó su frente.

—Eres mi espada sin hoja. Cortas más que un ejército.

Días después, durante una audiencia en el Salón de los Leones, Zoraida hizo su entrada vestida de blanco y oro. Su embarazo era visible, majestuoso. Saludó a cada visir con cortesía… excepto a Zagal.

Él se levantó para besarle la mano. Ella extendió un abanico de nácar y se lo colocó entre los dos.

—Algunos saludos deben esperar tiempos más puros —dijo en voz alta.

El murmullo fue inmediato. Zagal, pálido, volvió a sentarse.

Desde ese día, sus pasos comenzaron a ser seguidos por más ojos que los de Zoraida.

Y ella, en silencio, volvía a sus jardines, con su hijo mayor de la mano… y otro pequeño príncipe creciendo en su vientre.

Granada ardía de rumores. Pero la sultana, entre sombras y traiciones, seguía firme. Nadie la movería. Nadie la rompería.

El aire del Albaicín era espeso, denso, cargado de incienso, especias y miedo. Desde las torres altas del Generalife se divisaban los caminos de la Vega, ahora cubiertos de ceniza, huellas de una guerra que, aunque no estallaba oficialmente, ya ardía en el corazón de Granada.

Zoraida, en avanzado estado de embarazo, se paseaba entre los jardines de la Alhambra. Su segundo hijo estaba por nacer, y aún así su alma no hallaba paz. Con una mano sobre el vientre y otra acariciando los pétalos blancos de un naranjo, murmuraba oraciones entrecortadas.

—Alá nos ampare… y que nuestros enemigos se venzan entre sí antes de que lleguen a nosotros —susurraba.

Las concubinas la observaban con una mezcla de compasión y envidia. Aunque Zoraida había nacido cristiana, su belleza, su voz dulce y su serenidad la habían elevado sobre todas. Había renunciado a su nombre, Isabel de Solís, y había aceptado el Islam con fervor. Se había hecho llamar Zoraida y había sido declarada favorita del sultán. Pero la corona traía consigo espinas más afiladas que los placeres del poder.

La relación con Aixa, la primera esposa de Muley, era insostenible.

Aixa había sido repudiada, pero no humillada. Retenía poder en el palacio, la lealtad de muchas mujeres del harén y el apoyo de su hijo Boabdil. Vivía con Zoraida por obligación, después de que la nueva reina fuera trasladada a la torre de Comares. Lo que allí se vivía no era convivencia, era una guerra fría: miradas hirientes, silencios tensos, cuchillos invisibles entre palabras amables.

Una noche, Zoraida escuchó, detrás de un biombo, una conversación entre Aixa y un visitante oculto. Reconoció la voz: al-Zagal, el hermano del sultán, su cuñado.

—El pueblo murmura. Ya no confían en Muley. Y menos en su extranjera. Granada no debe caer por culpa de una cristiana disfrazada de reina —decía al-Zagal.

Zoraida, aunque llena de rabia, no dijo nada a su esposo. No quería quebrarlo más. Él ya estaba roto por dentro.

La pérdida de Alhama, la presión de Castilla, los rumores internos… lo habían envejecido años en pocos meses.

—No es momento de guerra interna —le decía Zoraida en voz baja, mientras le curaba con bálsamos sus heridas tras la batalla de Loja—. Lo que necesitas ahora es lealtad, no furia.

Pero Granada ardía en silencio.

1483

Boabdil, el hijo de Aixa, se proclamó rey en Guadix. Aixa y al-Zagal levantaron al pueblo con una mezcla de resentimiento y miedo. Se decía en las plazas que Zoraida estaba en contacto con los Reyes Católicos, que entregaría Granada a cambio de su seguridad y la de sus hijos.

—Mentiras —decía ella, ahogando el llanto—. Jamás los traicionaría…

Los rumores fueron más fuertes que la verdad. Cuando Muley volvió de Loja, herido y exhausto, encontró un pueblo dividido y una Alhambra plagada de traiciones.

Aixa había logrado lo imposible: convencer a muchos de que el sultán debía abdicar.

Zoraida apenas pudo contener el caos. Se encerró en la Alhambra con sus dos hijos, Ahmed, de seis años, y Suleimán, de pocos meses. Sabía que la ciudad estaba perdida. Sabía que la espada caería sobre su familia, y tal vez sobre ella misma.

Muley fue destronado. Su propio hermano al-Zagal lo reemplazó con la aprobación de parte del ejército. Zoraida intentó huir con sus hijos por una galería oculta, pero fue detenida. Se le negó la salida de la ciudad, y aunque no fue encerrada, vivía vigilada como una prisionera de oro.

Días después, logró visitar a Muley. El viejo sultán, exiliado en Almuñécar, ya no tenía fuerzas. Sus ojos, hundidos y temblorosos, la reconocieron con ternura.

—Lo perdimos todo, mi flor de luna… pero aún me tienes a mí —susurró.

Ella lo cuidó como esposa y como madre. Le llevó frutas, ungüentos, libros. Dormía a su lado con sus dos hijos acurrucados cerca.

—¿Recuerdas cuando paseábamos por los baños de Comares? —le decía él—. Pensaba que nunca vería caer Granada…

Zoraida lloró en silencio. Ella sabía que su historia de amor no tendría un final feliz, pero no imaginaba que dolería tanto.

Una tarde, él la tomó de la mano y, con voz trémula, le dijo:

—Prométeme algo… entiérrame en lo más alto… donde solo habiten las águilas y el silencio.

Así, días después, cuando Muley cerró los ojos por última vez, Zoraida cumplió su promesa.

Fue enterrado en el cerro más alto, que con los siglos se llamó Mulhacén, en su honor.

Las almenas de la Alhambra se teñían con el rojo oscuro del amanecer. En lo alto de las torres, ondeaban estandartes del sultán Muley Hacén, pero al otro lado del río Darro, en las empinadas calles del Albaicín, otros estandartes se alzaban: los del joven Boabdil, hijo del propio sultán, proclamado nuevo rey por su madre Aixa y por el pueblo harto del dominio de una reina extranjera.

Granada se partía en dos, no por Castilla, no por las armas cristianas, sino por los suyos.

Zoraida observaba desde los balcones de Comares. Tenía en brazos a su hijo menor, Suleimán, apenas de meses. Ahmed, su primogénito de seis años, se escondía tras sus velos, sin comprender por qué los hombres gritaban por las calles y los cañones apuntaban hacia su propio palacio.

—“¿Mamá, por qué papá pelea con su hijo?”

—“Porque a veces… hasta el amor se pierde entre los muros del poder,” respondió Zoraida, mientras acariciaba su cabeza.

En el interior del palacio, Muley Hacén se vestía con su armadura de batalla. Su rostro estaba endurecido por el cansancio, las derrotas, y la traición. Desde su proclamación en 1465 había visto pasar años de treguas, conquistas, ambiciones y ruinas. Pero jamás pensó que su propio hijo lo llamaría usurpador.

Jamás pensó que Aixa, la madre de Boabdil, lo enfrentaría tan abiertamente.

—“El pueblo cree que me he vendido a una cristiana,” dijo el sultán, mirando a Zoraida con sombra de reproche.

Ella no bajó la mirada.

—“El pueblo está ciego de miedo y sediento de culpas. Yo soy solo tu esposa.”

—“Eres más que eso… Eres la raíz de esta guerra.”

—“No. La raíz fue el orgullo. Tu orgullo. Y el de Aixa.”

En los barrios bajos, las luchas ya habían comenzado. Milicias locales, oficiales divididos, espías de uno y otro bando. El Albaicín, bajo control de Aixa y su hijo, se cerraba al comercio, a la obediencia, y proclamaba una nueva era: “¡Abu Abdallah Muhammad, el verdadero sultán!”

Muley contraatacó. Envió sus hombres a cortar el agua. Quemó almacenes de víveres. Los soldados de la Alhambra marcharon por la cuesta de los Chinos, trepando las calles empedradas de noche. Hubo fuego. Gritos. Muerte entre hermanos.

Pero Granada resistía desde adentro.

Los generales del sultán le advirtieron que la guerra civil solo fortalecía a los cristianos. Fernando e Isabel acechaban desde Santa Fe, listos para atacar cuando Granada se desangrase lo suficiente.

Zoraida imploró:

—“Haz las paces. El reino se hunde. Castilla solo espera.”

—“Boabdil me traicionó.”

—“Tú lo formaste. Tú lo convertiste en esto.”

—“No es rey.”

—“Tú tampoco lo serás por mucho tiempo si sigues ignorando el corazón del pueblo.”

Los días pasaban y los barrios se cerraban como heridas infectadas. La Alhambra estaba sitiada desde dentro. Las rutas a Guadix y Loja eran peligrosas. Al-Zagal, hermano del sultán, jugaba a dos bandos, esperando su momento.

Aixa enviaba cartas, mensajeros y rumores. Decía que Zoraida buscaba entregar la Alhambra a los Reyes Católicos. Decía que el hijo de una cautiva no podía ser príncipe. Y que el linaje verdadero vivía en su sangre y en su hijo Boabdil.

Una noche, Zoraida descendió al harén, silenciosa. Allí encontró a Aixa, sentada, como si la esperara.

—“¿Has venido a arrodillarte?” preguntó la antigua reina, sin alzar la vista.

—“No. He venido a advertirte. La guerra que has encendido va a devorarte también.”

—“¿Y tú qué sabrías de guerras? Fuiste esclava.”

—“Y ahora soy reina. Y madre de príncipes.”

—“Tu sangre jamás será granadina. Donde vayas, seguirás siendo una extraña.”

—“Quizá. Pero tú morirás odiando a quien alguna vez te amó.”

La tensión era insoportable. En los jardines de la Alhambra, las fuentes ya no cantaban. Los árboles no daban sombra. Las mujeres no salían. Los príncipes jugaban en silencio.

Muley ya no dormía. Boabdil, en su palacio improvisado en Guadix, tampoco.

Padre e hijo estaban en guerra.

Y el reino de Granada temblaba… porque aún no había llegado lo peor.

Los muros de la Alhambra estaban desgastados por las flechas, la lluvia y los suspiros. La guerra entre Muley Hacén y su hijo Boabdil no se había resuelto. La ciudad seguía dividida, como el corazón del sultán.

Cada noche los fuegos se encendían en ambas orillas del Darro. Los tambores de guerra sonaban con fuerza desde el Albaicín, donde Boabdil —convertido en emir por sus partidarios— organizaba un gobierno paralelo junto a su madre, Aixa. Los barrios más antiguos respondían a él. La juventud lo aclamaba como el cambio, la esperanza, la nueva Granada.

Mientras tanto, en la Alhambra, Muley Hacén no se rendía. Seguía proclamándose sultán legítimo. Su ejército aún respondía, y al-Zagal, su hermano, mantenía su lealtad… por ahora. Pero los rumores eran constantes: que al-Zagal tenía tratos con Boabdil, que buscaba el trono para sí mismo, que quería verlos caer a ambos.

Zoraida, esposa de Muley, vivía en tensión. Embarazada en secreto por tercera vez, temía por sus hijos y por el futuro de su linaje. El pequeño Suleimán tenía ya casi un año, y Ahmed, el mayor, preguntaba por qué su tío al-Zagal no venía más a jugar con él. Nadie respondía.

Zoraida pasaba los días entre el harén y los jardines de Generalife, donde las flores seguían brotando aunque Granada se marchitaba. Sus noches eran de insomnio, escribiendo cartas nunca enviadas, poemas ocultos que hablaban de sangre y traición.

A veces, miraba al cielo y pensaba en su vida pasada. Ya no era Isabel de Solís, la cristiana de Jaén. Había renunciado a ese nombre, a esa historia, al bautismo. Ahora era Zoraida, musulmana por elección, madre del heredero, esposa del sultán. Pero la ciudad nunca la aceptó del todo. “La cristiana” la seguían llamando en voz baja. Aixa no dejaba que nadie lo olvidara.

Una tarde, los gritos de los centinelas anunciaron un ataque. Boabdil había enviado a sus leales a tomar las puertas del Albaicín alto. El combate fue brutal. Espadas chocaban contra lanzas, y flechas incendiarias cayeron sobre los techos de madera.

Muley Hacén, ya con 60 años, montó su caballo una vez más. A pesar del temblor de sus manos, de los mareos repentinos, cabalgó junto a su guardia personal. Era un sultán que no pensaba abdicar. No ante su hijo.

—“Si Boabdil quiere mi trono, que venga a quitármelo con sangre. La mía o la suya,” dijo, antes de salir al combate.

Zoraida no lloró, pero abrazó a sus hijos por si no lo volvía a ver. Se acercó al borde del palacio, desde donde podía divisar el humo de la batalla, los gritos ahogados por los muros, los relinchos y los alaridos.

La guerra civil seguía viva. Ni Boabdil lograba tomar del todo la ciudad, ni Muley lograba aplastar la rebelión. Los barrios cambiaban de manos cada semana. La mezquita mayor no sabía a qué emir responder. Y Castilla, desde Santa Fe, observaba como Granada se deshacía a sí misma.

En la intimidad de la noche, cuando Muley regresó con heridas leves, se derrumbó en los aposentos. Zoraida le limpió el rostro. Él le dijo:

—“Lo que más me duele no son las heridas… es mirar al enemigo y ver a mi propio hijo.”

Zoraida respondió con una calma amarga:

—“El reino que rompiste con tus pasiones ahora te pasa la cuenta. Aixa no te perdonará jamás. Y Boabdil… es su espada.”

El sultán se quedó en silencio. Sabía que Zoraida tenía razón, pero el poder, como el amor, era algo que no sabía soltar.

En otro rincón de Granada, Boabdil ordenaba reforzar sus murallas. Tenía 20 años. Llevaba una daga con el nombre de su madre grabado en el mango. Ella lo miraba con orgullo.

—“No falles como tu padre. Toma lo que es tuyo,” le decía Aixa.

La guerra entre padre e hijo seguía ardiendo como las brasas de los braseros que calentaban los patios de mármol. Granada temblaba, no bajo las botas cristianas aún, sino bajo el peso de sus propias divisiones.

Y Zoraida, sentada sola entre los naranjos de su jardín, rezaba. No pedía la victoria. Solo pedía que sus hijos no heredaran el odio.

Pero sabía que aún faltaba lo peor.

Yo había escondido mi embarazo como se oculta un tesoro en medio del saqueo.

La guerra ya llevaba tres semanas, y el reino se partía como una granada en manos de los traidores. El hijo de Muley, Boabdil, se había alzado con armas y palabras venenosas, y el castillo entero retumbaba con rumores. Nadie dormía. Nadie confiaba. Ni siquiera en la hora del rezo.

Mi vientre, que debía crecer en paz, lo hice desaparecer ante los ojos del enemigo. Usé una barriga falsa, rellena de seda y telas prensadas, idéntica a la forma redonda de una gestación en curso. Solo Muley, las comadronas más leales y una médica del Magreb sabían la verdad: que ya había dado a luz. Que nuestro hijo ya estaba entre nosotros… pequeño, suave, tibio como una promesa.

Lo hice por miedo. Miedo verdadero, de ese que se mete por la espalda cuando menos lo esperas. No temía por mí. Temía por él. Porque sabía que si se enteraban que había nacido, que respiraba, que lloraba… los enemigos de su padre, los traidores de palacio, los fieles a Aixa y a Boabdil, harían lo que fuera para apagar esa vida. Matarlo en la cuna. Asfixiarlo entre sábanas. Decir que fue “el destino”.

Y yo no iba a permitirlo.

Así que mentí.

Cada día caminaba como si aún lo llevara dentro. Me quejaba de falsos dolores. Fingía náuseas que ya no existían. Dormía sola, mientras mi niño, mi luna nueva, era amamantado en una cámara secreta por mi nodriza de confianza. Solo yo lo bañaba. Solo yo lo nombraba. Aún no había sido inscrito. No había sido presentado. Para el mundo, no existía.

—Te salvaré, aunque tenga que mentirle al cielo —le susurré mientras lo colocaba contra mi pecho.

Mi esposo, Muley, me sostenía la mirada sin decir palabra. Él había sido mi único guardián durante el parto. Ningún visir, ningún soldado, ninguna lengua falsa estuvo presente. Sólo él, la partera, la médica y Alá.

Recuerdo su rostro cubierto de sudor mientras cortaba el cordón. Su mano tembló por primera vez. No era el emir allí. Era un padre, mi esposo, mi hombre.

—Vivirá —me dijo con voz ronca—. Lo juro por la sangre que corre en mí.

El mundo seguía en llamas, pero dentro de esos muros, por una noche, tuvimos silencio. Y vida.

Ahora, en los pasillos de la Alhambra, me seguían con miradas desconfiadas. Aixa, sospechando siempre. Boabdil, reuniendo apoyo en las montañas. Zagal, merodeando como una sombra que no se apaga.

Y yo, sonriendo despacio, con mi falso vientre en alto, seguía caminando como si aún esperara al niño que ya dormía seguro lejos de sus enemigos.

Porque a veces… la verdad mata.

Y una buena mentira, puede dar vida.

La guerra seguía su curso, pero el frente estaba fragmentado. Boabdil, el hijo de Aixa, perdía fuerza. Sus tropas retrocedían, y Muley Hacén sabía que cada día de debilidad del enemigo era una oportunidad para reorganizar el poder. En secreto, Zoraida había planeado el regreso de su hijo verdadero, ese niño que protegió como una joya sagrada.

El palacio estaba en silencio aquella tarde. En los corredores del Generalife, el perfume de las rosas y del agua fresca se mezclaba con los nervios de la sultana. Llevaba las manos entrelazadas sobre el regazo. Solo las doncellas sabían que esperaba algo importante… algo que cambiaría su mundo.

Entonces lo oyó.

El sonido de un carruaje, ruedas lentas sobre piedra, y pasos suaves.

Zoraida se levantó, temblorosa, y caminó hacia la entrada del ala privada. Allí, bajo la sombra de un jazminero, apareció el niño: tres años, con rizos oscuros y piel clara, ojos verde olivo y una expresión serena. Bajó del carruaje con un juguete de madera en la mano. A su lado, la señora Silvana —la mujer que lo había criado en secreto— se mantenía en silencio.

El niño la miró con curiosidad.

—¿Tú eres… mi madre?

Zoraida se cubrió la boca con una mano. Sintió que el alma se le abría como un abanico. Se arrodilló y abrió los brazos.

—Sí, mi amor. Yo soy tu madre. Yo te he esperado cada día… cada noche.

El niño dio unos pasos, aún indeciso, y luego corrió hacia ella. Se abrazaron como si el mundo se hubiera detenido.

—La señora Silvana me contaba de ti… —dijo el niño—. Me decía que eras fuerte, que estabas lejos pero pensabas en mí todos los días. Que tu corazón estaba conmigo.

Zoraida le besó la frente, llorando.

—Y ella tenía razón. No hubo un solo instante en que no pensara en ti. Este palacio es tuyo, hijo mío. Esta tierra. Esta sangre. Todo lo que soy, es por ti.

En ese momento, otra figura apareció. Suleimán. El niño que durante tres años había sido el escudo, el reemplazo, el espejo protector. También tenía tres años. También tenía los ojos llenos de inocencia. Había escuchado desde la puerta. Caminó hacia ellos con paso inseguro.

—¿Y él… él quién es? —preguntó el hijo verdadero.

Zoraida los miró a los dos, con el corazón dividido en dos mitades.

—Él es Suleimán… mi hijo también. No salió de mi vientre, pero nació en mi alma. Lo protegí, lo cuidé, y él cuidó tu lugar mientras tú estabas lejos.

Suleimán la miró con lágrimas pequeñas.

—Entonces… ¿ya no soy tu hijo?

Zoraida se arrodilló frente a él, tomando sus manos.

—Tú eres y siempre serás mi hijo del corazón. Fuiste mi escudo, mi esperanza. Gracias a ti, tu hermano está vivo. Porque tú ocupaste su lugar, nadie pudo hacerle daño.

—¿Y me vas a dejar? —preguntó Suleimán, con voz temblorosa.

—Te daré algo aún mejor —dijo Zoraida—. Irás con una familia noble, rica, que te cuidará como un príncipe. Yo iré a verte siempre. Cada semana, si es posible. Y si tú quieres, puedes seguir llamándome mamá Zoraida. Porque te amo… y porque tú me salvaste.

El niño bajó la mirada.

—¿Puedo abrazarte?

Zoraida lo estrechó con fuerza. Lloró de nuevo. El hijo verdadero los miró, sin celos, con comprensión. Se acercó y puso una mano sobre el hombro de Suleimán.

—Podemos ser hermanos. Aunque vivamos lejos. ¿Te parece?

Suleimán asintió. Y por un momento, los tres estuvieron unidos bajo el jazminero, como si el destino mismo los hubiera entrelazado.

Zoraida, entonces, besó a Suleimán una última vez en la frente.

—Gracias, Suleimán. Gracias por ser mi luz, mi escudo, y el guardián del destino de esta casa.

Y mientras el niño se alejaba con su nueva familia —montado en otro carruaje, pero sin miedo—, Zoraida abrazó a su hijo verdadero. La guerra aún no terminaba, pero su batalla más íntima sí lo había hecho.

Había protegido la vida. Había protegido el futuro. Había sido madre… dos veces.

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