Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Orbitandote de nuevo
Pasé la noche entera sin dormir.
Me senté en el suelo, frente al pequeño escritorio que apenas uso, con hojas en blanco, marcadores, tijeras, cinta y una caja vacía. Quería decir tantas cosas… pero mi voz se ahogaba en mi mente. Así que decidí usar lo que mejor conocía: los gestos pequeños, los símbolos, lo no dicho.
Porque Anne me enseñó que a veces, el amor no necesita palabras. Solo presencia. Solo intención.
Comencé a dibujar.
Un cielo. La luna. Un planeta tierra. Nuestras iniciales flotando entre estrellas. Recordé la primera vez que la vi brillar. La primera vez que me tomó de la mano sin miedo. Recordé cuando le escribí que la amaba como la luna ama a la tierra: tanto que la orbita.
Mientras pintaba, las lágrimas caían sobre la hoja, pero no las limpié. Quería que cada una se quedara allí, como testigos de lo que me duele y de lo mucho que quiero repararlo.
Luego escribí una carta. Con frases que había ensayado mil veces en mi mente:
> “No supe cómo me alejaba hasta que te vi a lo lejos. Perdón por no mirarte como mereces. Perdón por no cuidar lo que teníamos como se cuida una flor en invierno. No te olvidé, Anne. Solo me distrae el mundo a veces… pero tú eres mi centro. Siempre lo fuiste. Quiero volver. Si aún me esperas, quiero orbitar tu risa de nuevo.”
Con delicadeza, doblé la carta, la puse en una cajita y añadí algo más: un nuevo dibujo. El de un eclipse, donde luna y tierra se alinean, incluso por un momento, para recordarse que no están tan lejos como parece.
Y, por último, busqué la pulsera azul que una vez me regaló. Esa que decía “brillas” en letras diminutas. La había guardado en una caja con miedo de perderla. Pero entendí que ya la había perdido un poco… al no valorar su significado.
A la mañana siguiente, esperé frente a su casillero. La caja entre mis manos temblaba. El corazón, también. La escuela era un enjambre de ruido y gente. Pero yo solo buscaba una silueta: la de Anne.
Y entonces apareció.
Venía sola. Con la mochila colgando de un solo hombro y el cabello suelto. Cuando me vio, sus pasos se hicieron más lentos. Sus ojos estaban cansados. No hubo sonrisa.
Me acerqué un paso.
—Esto… es para ti —dije, con la voz apenas temblando, extendiéndole la caja—. Si todavía quieres saber lo que siento.
Ella dudó. Pero tomó la caja.
—¿Puedo abrirla ahora?
Asentí.
Vi cómo leía en silencio. Cómo se detenía en algunas líneas. Cómo acariciaba el dibujo. Cómo sostenía la pulsera como si fuera algo frágil. Y vi cómo, poco a poco, sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Diana… —susurró—. ¿De verdad sentiste todo esto?
—Sí. Cada palabra. Cada línea. No quiero seguir orbitando sola. No quiero que me pierdas por descuido. No otra vez.
Ella me miró. Y en sus ojos vi un brillo tenue, pero vivo. Como una estrella a punto de volver a encenderse.
—Entonces… quédate —dijo—. Pero esta vez, no sueltes mi mano.
Y sin más, la extendió. Como aquella vez en el parque. Como aquel primer gesto de confianza.
La tomé.
Y en ese instante, supe que no todo estaba perdido.
Porque incluso la luna, cuando se aleja un poco, siempre encuentra el camino de regreso a la tierra que ama.
El cielo estaba empezando a teñirse de ese azul que anuncia el final del día. Caminaba hacia el mirador con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, sintiendo cómo el viento acariciaba mis mejillas con cierta rudeza. Cada paso se sentía como una súplica silenciosa: que aún esté ahí, que aún me espere.
Ahí estaba. Anne.
Sentada sobre una manta, con un termo entre las manos y su gorrito blanco que le hacía ver más etérea que nunca. Como si la tierra hubiera aprendido a flotar.
Mi corazón dio un salto. Pequeño. Esperanzado.
—¿Pensaste que no vendría? —pregunté, con un intento de sonrisa.
Ella me miró. Con esa mezcla de ternura y herida abierta que se me clavó como una astilla.
—Pensé que sí. Pero también pensé que tal vez no sería suficiente.
Las palabras me cayeron como una piedra. No por duras, sino porque sabía que eran ciertas. Me senté a su lado sin pedir permiso. No quería invadir su espacio, pero tampoco quería estar lejos.
—Lo siento, Anne. Perdí el hilo. Me enredé en cosas nuevas. Me sentí… comprendida por Maicol, por primera vez en mucho tiempo. Y no me di cuenta de que me estaba alejando de lo esencial.
Ella bajó la mirada, abrazando la taza que le tendí. Sus dedos rozaron los míos. Un gesto tan mínimo y tan inmenso.
—A veces sentí que me apagabas —dijo—. Que dejaste de mirarme como antes. Y yo... no sé amar a medias, Diana.
El viento se llevó un poco de su voz, pero no el temblor de sus palabras.
Entonces saqué el papel que había escrito anoche, a las tres de la mañana, mientras lloraba abrazada a mi almohada. Lo estiré y se lo pasé.
—Un poema —le dije, con un nudo en la garganta—. Es mi forma de pedir perdón. Y quedarme.
Ella lo leyó en silencio. Mientras lo hacía, sentía cómo algo se reacomodaba dentro mío. Como si mi cuerpo entero supiera que este momento era un punto de inflexión.
Cuando sus ojos me buscaron al terminar, estaban llenos de agua. Pero también de algo más suave. Una especie de ternura que me hizo respirar otra vez.
—¿Todavía me ves así? —me preguntó, temblando.
Tragué saliva. Me incliné apenas.
Y la besé.
No fue más que un roce. Pero fue todo. Como tocar una constelación con los labios. Como decirle sin palabras: “aquí estoy, no me sueltes”.
—Nunca dejé de verte así —le respondí—. Solo me perdí un rato. Pero ahora estoy de vuelta. Y no pienso irme otra vez.
Se nos enfrió el chocolate, pero no nos importó. Hablamos de libros, del festival de primavera, de las veces que creíamos que no íbamos a poder más. Me reí por primera vez en días. Ella también.
Cuando el cielo oscureció del todo, la luna apareció.
Y por primera vez desde hacía semanas, no me sentí fuera de órbita.
Me sentí… en casa.
Poema: “Te orbité sin mirarte”
De Diana para Anne
Te orbité sin mirarte,
pensando que el girar era suficiente,
pero no vi tus grietas brillando
ni tus mares quietos esperándome.
Me alejé sin querer,
como lo hacen los cometas:
fascinados por lo nuevo,
pero destinados a volver.
Tierra mía,
no hay estrella que me guíe
como lo hace tu voz.
No hay estación que me abrace
como lo hacen tus inviernos suaves.
Perdón si fui eclipse
cuando tú me dabas sol.
Perdón si el silencio
ocupó el lugar de mis gestos.
Yo, luna distraída,
he vuelto a orbitarte con conciencia,
con ternura,
con todo el amor que no supe darte a tiempo.
Déjame girar a tu alrededor,
no por costumbre,
sino por decisión.
Por amor.
Por ti.