En el despiadado mundo del fútbol y los negocios, Luca Moretti, el menor de una poderosa dinastía italiana, decide tomar el control de su destino comprando un club en decadencia: el Vittoria, un equipo de la Serie B que lucha por volver a la élite. Pero salvar al Vittoria no será solo una cuestión de táctica y goles. Luca deberá enfrentarse a rivales dentro y fuera del campo, negociar con inversionistas, hacer fichajes estratégicos y lidiar con los secretos de su propia familia, donde el poder y la lealtad se ponen a prueba constantemente. Mientras el club avanza en su camino hacia la gloria, Luca también se verá atrapado entre su pasado y su futuro: una relación que no puede ignorar, un legado que lo persigue y la sombra de su padre, Enzo Moretti, cuyos negocios siempre tienen un precio. Con traiciones, alianzas y una intensa lucha por la grandeza, Dueños del Juego es una historia de ambición, honor y la eterna batalla entre lo que dicta la razón y lo que exige el corazón. ⚽🔥 Cuando todo está en juego, solo los más fuertes pueden ganar.
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CAPÍTULO 18: “LÍNEAS QUE NO SE CRUZAN"
Habían pasado varias semanas desde el escándalo. Desde aquel día en que Leo Moretti perdió el control en la sede del club, enfrentándose abiertamente a la entrenadora Carolina Mendes y dejando a todo el personal en vilo.
Desde entonces, muchas cosas se habían calmado en apariencia, pero en el fondo… todo seguía igual de tenso.
Camila Ferretti había tomado una decisión. Dura. Inevitable.
Tras enterarse de lo ocurrido —del tono, de las amenazas, del enfrentamiento entre Leo y Carolina— algo dentro de ella cambió.
No era solo enojo… era desilusión.
Habían hablado esa misma noche. Camila, con la voz quebrada y el carácter firme. Leo, con el corazón apretado, incapaz de contradecirla.
—Esto no puede seguir, Leo. No así. No en medio de este caos.
—Lo hice por ti —había dicho él.
—No. Lo hiciste por ti. Por tu ego. Por esa necesidad de controlar todo cuando las cosas no salen como quieres. Y eso… eso me lastima.
Así terminó todo. O al menos, la parte clandestina. La que estaba ahogando más de lo que hacía respirar.
Carolina, por su parte, había tomado una decisión táctica que nadie discutió —al menos no en voz alta—: Camila volvió al once titular. Su rendimiento era innegable. Era la mejor.
Pero el regreso no fue un regreso triunfal. El vestuario estaba dividido.
Valentina Romano, la capitana, se había convertido en el epicentro de esa fractura silenciosa. Ya no le dirigía la palabra a Camila, no la incluía en los intercambios dentro del campo, evitaba pasarle el balón incluso cuando estaba en mejor posición.
Eso no tardó en provocar discusiones. Algunas a puerta cerrada. Otras, frente a todo el equipo.
—¿Vas a seguir jugando sola? —le espetó Camila en medio de una sesión.
—¿Y tú vas a seguir creyendo que toda gira a tu alrededor? —respondió Valentina con veneno contenido.
Las compañeras miraban sin intervenir. Divididas, incómodas, algunas del lado de una, otras en silencio por conveniencia.
Carolina Mendes, que lo observaba todo, mantenía el control a duras penas. Sabía que, si la grieta se agrandaba, el vestuario podría colapsar. Y eso… podía costarle el campeonato.
Mientras tanto, en la parte alta del club, otro problema volvía a la mesa: Adriano Moretti.
Su suspensión llegaba a su fin. El escándalo mediático que protagonizó seguía fresco en la memoria de muchos, pero había cumplido el castigo impuesto por la junta. La prensa aún preguntaba por él. Los patrocinadores estaban expectantes. Y dentro del club, no todos querían su regreso.
La directiva había quedado muy satisfecha con el desempeño de Carter como director ejecutivo interino. Ordenado, directo, discreto. Había traído estabilidad al club en un momento caótico. Y ahora, algunos ya lo querían allí de forma permanente.
Pero la decisión no podía tomarse sin hablarlo primero con su hermano.
Luca Moretti tenía claro que, antes de cualquier movimiento, debía reunirse con Adriano.
Y ese día, la reunión estaba pactada.
Luca ya estaba en la sala privada cuando Adriano entró, vestido con elegancia, como si su sanción no hubiese cambiado en nada su estatus.
No parecía nervioso. Ni molesto. Solo... distante.
—Parece que la tormenta pasó —dijo Adriano al entrar, sin el menor atisbo de culpa.
Luca lo observó en silencio unos segundos antes de responder.
—La tormenta no pasa sola, Adriano. Alguien tiene que limpiar todo lo que arrasa.
Adriano sonrió con un dejo de ironía mientras se sentaba.
—¿Y tú limpiaste? ¿O lo limpió Carter por ti?
Luca no mordió el anzuelo.
—La junta está satisfecha con lo que se logró en tu ausencia. Carter organizó las finanzas, estabilizó las relaciones públicas, y consiguió dos contratos que habías dejado estancados.
—Felicitaciones para Carter entonces —respondió Adriano con un tono imposible de leer.
Luca apoyó los codos sobre la mesa.
—Pero no he tomado una decisión definitiva. Este club lo construimos juntos, y por respeto a eso te cité hoy.
Adriano lo miró, sin alterarse.
—¿Y qué esperas que diga? ¿Que quiero volver? ¿Que me arrepiento?
—Espero que me digas qué planeas hacer —respondió Luca—. Y si realmente estás dispuesto a volver a ocupar un lugar en el club... con madurez.
Un leve silencio cayó entre ambos. Adriano bajó la mirada un segundo, como si dudara. Luego la volvió a subir, con una expresión extrañamente tranquila.
—He estado pensando. Tal vez el club no sea mi sitio ahora. No como antes.
Luca lo observó con más atención.
—¿Y cuál es tu sitio entonces?
—Digamos que estoy explorando nuevas posibilidades —dijo Adriano con una sonrisa ligera, que no llegaba a sus ojos—. No todo pasa por las oficinas, Luca. A veces, hay que mirar un poco más lejos.
Luca frunció el ceño, sin entender del todo. Pero había algo en esa forma de hablar que no le gustó. Algo que no encajaba.
—¿Estás metido en algo, Adriano?
—Estoy buscando otra forma de hacer las cosas. Eso no es un crimen... todavía.
—¿Tú sabes que eso suena como una advertencia? —le preguntó Luca, directo.
Adriano se encogió de hombros.
—Solo es una respuesta ambigua, como las que tú siempre das.
Luca se reclinó en su silla, analizando los gestos, el tono, la frialdad. No parecía el mismo Adriano de siempre. No era impulsivo, ni provocador… estaba contenido, medido. Demasiado.
—¿Tenés algo que contarme? —insistió Luca.
—No todavía —respondió él, levantándose—. Pero cuando tenga algo importante, serás el primero en saberlo. Después de todo, sos el presidente, ¿no?
Luca no respondió. Lo siguió con la mirada hasta la puerta.
—Si decidís quedarte fuera, quiero que sea tu decisión. Pero si decidís volver… va a ser bajo las reglas del club. No las tuyas.
Adriano asintió, con esa sonrisa cargada de algo que Luca no terminaba de entender.
—Tranquilo, hermano. No pienso hacer nada que te incomode.
Y con eso, se fue.
Cuando la puerta se cerró, Luca se quedó en silencio. Algo en esa conversación no le había cerrado.
No sabía qué era exactamente. Solo sentía ese tipo de presión invisible, como cuando uno entra en una habitación y el aire huele a pólvora… aunque no se vea el humo.
Lo que no imaginaba… Es que el fuego ya estaba encendido. Y su propio hermano llevaba cerillas en el bolsillo.
Mientras Luca Moretti seguía procesando la inquietud que le había dejado la conversación con su hermano, en otra parte del club se desarrollaba otra reunión importante.
Carolina Mendes había convocado a Camila Ferretti y Valentina Romano en una sala privada del segundo piso. Junto a ellas estaba Daniel Carter, quien no solo supervisaría la conversación como director deportivo, sino también como garante de que ese conflicto se resolviera de una vez por todas. El ambiente del equipo femenino se había vuelto tenso, y Carolina sabía que no podía dejar que la grieta creciera más.
Las jugadoras entraron por separado. Camila mantenía la compostura, aunque se notaba el cansancio en su rostro. Valentina, en cambio, llegó con el gesto endurecido y los brazos cruzados, como si ya estuviera a la defensiva incluso antes de empezar.
Carolina se mantuvo firme desde el principio.
—No estamos aquí para reproches personales. Estamos aquí porque el equipo está pagando las consecuencias de su conflicto. Esto tiene que terminar.
Carter asintió desde su lugar, sin interrumpir.
El silencio duró unos segundos, hasta que Valentina habló primero.
—Lo único que digo es que no me parece justo. Desde que volvió al once titular, toda gira en torno a ella. Y nadie se atreve a decirlo, pero todos lo piensan.
Camila la miró directo a los ojos, con firmeza.
—Yo no pedí ningún trato especial. Me devolvieron al equipo porque lo merezco. Me rompo en cada entrenamiento igual que todas. O más.
Valentina dejó escapar una risa seca.
—¿Y lo de Leo Moretti? ¿También fue merecido?
—Eso ya terminó —respondió Camila sin dudar—. Y nunca tuvo nada que ver con mi rendimiento. Me gané mi lugar. Punto.
—Claro —replicó Valentina, amarga—. Muy conveniente que justo cuando estabas con él, te pusieran como titular.
—¿De verdad crees que todo lo que he conseguido fue por eso? —preguntó Camila, con la voz tensa pero clara—. ¿Eso piensas de mí?
Valentina no respondió de inmediato. Solo bajó un poco la mirada, luego volvió a alzarla con la misma dureza.
—Pienso que eso no ayuda al grupo. Y que tú no eres la única que se esfuerza.
Carolina se levantó de su silla, cortando el intercambio.
—Esto se termina hoy. No tienen que ser amigas. Pero tienen que jugar como compañeras. Si esto sigue afectando al vestuario o al rendimiento del equipo, yo misma tomaré decisiones drásticas. Y no va a importar cuántos goles hayas marcado o cuántos años lleves aquí.
Carter intervino, tranquilo pero con autoridad.
—El club está construyendo algo serio. Y la imagen que proyectamos hacia afuera empieza por lo que pasa adentro. No puede haber dos bandos. No más. ¿Estamos claros?
Valentina asintió sin entusiasmo, pero con resignación.
—Haré lo que tengo que hacer. Por el equipo.
Camila también asintió.
—Y yo también. Lo único que quiero es jugar en paz y aportar lo que sé hacer.
Carolina las observó a ambas. Ya no había fuego, pero tampoco reconciliación. Solo una tregua implícita. Una cuerda floja que requería equilibrio y disciplina.
La entrenadora cerró la carpeta que tenía frente a ella.
—Bien. Eso es todo por hoy. Espero que la próxima vez hablemos de victorias, no de conflictos.
Y con eso, la reunión terminó.
Camila salió primero. Valentina se quedó unos segundos más, en silencio, antes de seguirla.
Y Carter, desde su asiento, solo pensaba en una cosa: “Esto fue un parche. Pero tarde o temprano… algo más va a explotar.”
Y así, los días fueron pasando, arrastrando consigo los restos de tensiones no resueltas y silencios cargados que parecían haberse instalado como una nueva normalidad en el club.
Los partidos de pretemporada para el equipo masculino estaban por comenzar, y con ello, las rutinas cambiaron. El ambiente se volvía más competitivo, más enfocado. Los entrenamientos eran intensos, los medios comenzaban a acercarse otra vez y la presión sobre el cuerpo técnico se sentía en el aire.
Leo Moretti, por su parte, mantenía la cabeza gacha y la mirada al frente. Hacía su trabajo de forma impecable, pero sin más. Se limitaba a los entrenamientos, las sesiones de video, la logística. Evitaba a Camila a toda costa. No compartían espacios. No cruzaban palabras. Y cuando por error sus miradas se encontraban, él era el primero en apartar los ojos.
Valentina Romano, por su lado, también había optado por la distancia. Evitaba pasar cerca de Leo, y cuando no era posible, lo ignoraba como si no existiera. El fuego que había entre ellos semanas atrás se había congelado en un silencio cargado de rencor.
Una mañana de martes, Luca Moretti reunió a la directiva y al cuerpo técnico en la sala ejecutiva del club. Entre ellos estaban los miembros de la junta, varios responsables de áreas clave y, como no podía faltar, Daniel Carter, que se había mantenido firme y meticuloso durante todo el periodo de crisis.
Todos esperaban otra reunión operativa, pero Luca no tardó en ir al grano.
—Gracias por venir. Sé que todos están ocupados preparando la pretemporada y las actividades de los próximos meses. No les voy a quitar mucho tiempo —dijo mientras caminaba hasta el centro de la sala.
Se hizo un breve silencio. Algunos lo miraban con atención. Otros, con inquietud.
—Quiero anunciar oficialmente que Daniel Carter será, a partir de hoy, el director deportivo permanente del club.
Un murmullo leve recorrió la sala. Nadie lo esperaba. Algunos se miraron entre sí sorprendidos. No porque Carter no mereciera el puesto —al contrario, muchos reconocían su trabajo—, sino porque la sombra de Adriano Moretti aún flotaba en el aire.
Carter permaneció sentado, sin cambiar la expresión. Profesional como siempre.
—¿Y Adriano? —preguntó uno de los ejecutivos con discreción, rompiendo el murmullo.
Luca sostuvo la mirada de todos y respondió con la misma calma con la que se dan las órdenes que no se discuten.
—Mi hermano decidió renunciar a su cargo para enfocarse en otros proyectos personales. Es una decisión tomada, y respaldada por mí como presidente. No hay más detalles que compartir.
No hizo falta decir más. El tono fue claro: el tema no se abría a debate.
Luca miró a Carter, asintió levemente y agregó:
—Tenemos una nueva etapa por delante. Vamos a trabajar para que este club siga creciendo con orden, coherencia y resultados. Desde hoy, todos reportan directamente a Carter en lo deportivo.
La reunión se cerró con aplausos tímidos, seguidos de un aire contenido. Había comenzado una nueva etapa… aunque, como siempre en la familia Moretti, nada era tan simple como parecía.
Y algunos ya intuían que lo que se había anunciado con calma… tenía raíces más oscuras de lo que nadie podía imaginar.
Poco después de aquella reunión con la directiva, Luca Moretti bajó sin previo aviso al vestíbulo del equipo femenino, algo que no solía hacer a menudo, y mucho menos acompañado. Su presencia causó una inmediata reacción en todos los presentes.
Las jugadoras, aún en indumentaria de entrenamiento, se quedaron quietas. Algunas estaban estirando, otras conversaban entre sí, pero el silencio se impuso apenas lo vieron entrar.
A su lado venían Daniel Carter y Leo Moretti.
Carolina Mendes, que se encontraba junto al cuerpo técnico revisando informes, giró al verlo y frunció el ceño. No se trataba de una visita informal. Luca tenía ese aire contenido, esa rigidez en la mandíbula que no presagiaba nada bueno.
Se paró frente a todas. Su presencia imponía. Vestía con la sobriedad de siempre, pero sus ojos hablaban más que su tono habitual.
—Buenas tardes —comenzó, con voz firme—. No voy a darles un discurso. Solo vine a dejar algo claro.
Hizo una breve pausa, escaneando el rostro de cada jugadora.
—He tratado de ser paciente. He confiado en que los problemas internos podían resolverse con diálogo, con madurez. Pero lo que está pasando aquí ya pasó el límite de lo que estoy dispuesto a tolerar.
El ambiente se volvió aún más denso.
—Este club no está para dramas. Ni personales, ni emocionales, ni de egos. Ustedes están aquí porque son buenas. Porque se ganaron su lugar. Pero si una sola persona más antepone su orgullo al rendimiento colectivo, la voy a sacar del equipo. No me importa quién sea.
Las jugadoras bajaron la mirada. Algunas incómodas. Otras, tensas.
—No vine a buscar culpables. Vine a decirles que esto se acaba hoy. Si vuelve a haber una sola señal de división, de sabotaje entre compañeras, de falta de compromiso, voy a tomar decisiones radicales.
Miró a Carolina brevemente. Luego a Carter. Después, con intensidad, a Valentina y Camila, sin disimularlo.
—Ahora, quiero que todas se retiren. Menos ustedes dos —dijo señalándolas—. Y por supuesto, se quedan también Daniel y la entrenadora.
El resto del grupo comenzó a moverse lentamente, con nerviosismo evidente. Algunas miraban de reojo a Valentina. Otras a Camila. Todos sabían por qué se quedaban. Nadie dijo nada.
Una vez que la sala estuvo vacía, el silencio se volvió aún más incómodo. Luca dio un par de pasos hacia el centro, mirando a ambas jugadoras.
—¿Quieren saber cuántas veces he tenido que responder preguntas sobre ustedes en las últimas semanas? ¿Cuántos patrocinadores preguntan si hay un ambiente tóxico? ¿Cuántos informes me llegan sobre actitudes en el campo que no son profesionales?
Ni Camila ni Valentina respondieron. Estaban serias, tensas. Y no por timidez, sino por lo que se avecinaba.
—Esto no es una guerra de quién tiene más peso, ni quién jugó más años. Esto es un equipo. Y nadie está por encima de eso. Ni tú, Valentina. Ni tú, Camila.
Valentina apretó la mandíbula. Camila bajó un poco la mirada.
—Quiero que lo resuelvan. Y lo quiero ya. No me importa si se toleran o se odian. Pero si vuelvo a escuchar de otra fricción dentro del vestuario entre ustedes dos... —Luca hizo una pausa, midiendo cada palabra—. Las saco a las dos. No me importa si tengo que reformar medio plantel.
Carolina se mantenía seria. Carter, en silencio, observaba la escena con atención.
—Así que aquí y ahora —añadió Luca, más frío—. O arreglan esto, o una de ustedes —o las dos— se va. Y se van sin escándalo, sin prensa, sin gloria. Porque en este club nadie es intocable.
Nadie dijo nada.
Solo el sonido de la respiración contenida flotaba en la sala.
Luca los miró una última vez.
—Quedo en silencio. Ustedes hablan.
Y se cruzó de brazos, esperando. Porque esta vez, no habría más advertencias.
El silencio era brutal. Una tensión cruda que ni el aire se atrevía a cortar.
Camila Ferretti y Valentina Romano se miraron por primera vez desde que se quedaron solas con Luca, Carolina, y Carter. La rabia que una vez las hizo explotar parecía haber sido sustituida por una incomodidad casi insoportable. Como si, de pronto, se vieran sin máscaras.
Carolina cruzó los brazos. Carter no apartaba la vista, como si cada movimiento, cada palabra, fuera parte de un examen.
Valentina fue la primera en hablar. Su voz, aunque segura, tenía un fondo de agotamiento.
—No soy perfecta, presidente. Pero tampoco soy hipócrita. No me gusta lo que ha pasado. No me gusta cómo han cambiado las cosas. Ni cómo me he sentido desde que ella —miró a Camila de reojo— regresó al once titular. Pero no estoy aquí para sabotear al club.
Camila respiró hondo. Sabía que no bastaba con estar callada. Tenía que decir algo. Tenía que hablar por sí misma.
—Yo no vine aquí a hacerme la estrella. Ni a quitarle el lugar a nadie. Lo que pasó con Leo… fue un error, sí. Y ya no existe. Pero eso nunca me hizo sentir superior. Nunca pedí privilegios. Lo que tengo, lo peleé entrenando todos los días.
Valentina bajó la mirada un instante, pero enseguida la levantó.
—Lo que me jodió no fue solo eso. Fue que todas miraban hacia ella como si fuera intocable. Como si yo, la capitana, ya no valiera nada.
Camila apretó los labios, conteniéndose.
—No es culpa mía que el equipo haya cambiado. No es culpa tuya tampoco. Pero seguir culpándome no va a mejorar nada.
Luca, hasta entonces inmóvil, intervino con voz grave.
—¿Van a seguir midiéndose la sombra? ¿O quieren volver a ganar partidos?
Valentina se pasó una mano por el cuello. Luego suspiró.
—Yo quiero que este equipo gane. No quiero ser el problema. Pero tampoco voy a fingir que no me costó todo esto. Me tragó el orgullo. Me dejó sola con mis propios pensamientos, y me pasé semanas creyendo que la única manera de demostrar quién era... era negarle a ella lo que se merecía.
Camila la miró en silencio. Por primera vez no había dureza en sus ojos.
—Entonces… no me niegues más. Ni a mí, ni al equipo. Yo no vine a reemplazarte, Valentina. Solo quiero lo mismo que tú: jugar.
Valentina la sostuvo con la mirada.
Y, con visible esfuerzo, asintió.
—Está bien. Entonces, a partir de hoy… dejamos todo fuera del campo. No más indirectas. No más gestos. Juguemos.
Carolina asintió con aprobación, aunque no cambió su expresión.
—Eso es lo mínimo que espero de ustedes dos.
Carter habló por fin, en tono bajo pero rotundo.
—Lo que acaba de pasar aquí tiene que reflejarse allá afuera. Y rápido. Este equipo no puede permitirse más grietas.
Luca se enderezó. Asintió apenas.
—Bien. Espero no tener que repetir esta conversación.
Y si la tengo que repetir, será con la carta de salida en la mesa.
Volvió la mirada hacia ambas jugadoras, una vez más.
—Ahora salgan ahí y demuestren que todo esto sirvió para algo.
Las dos asintieron. Valentina fue la primera en salir. Camila la siguió unos segundos después.
Cuando la puerta se cerró, Luca se quedó mirando hacia el vacío.
—¿Y bien? —preguntó, sin girarse, a Carolina.
La entrenadora soltó el aire lentamente.
—Vamos a ver si lo que dijeron, lo sienten. O si solo querían salvarse por hoy.
—Yo ya no tengo margen para más teatro —dijo Luca—. A la próxima, corto de raíz.
Y se marchó, con Carter detrás.
Carolina se quedó un momento más, observando el vestíbulo vacío. Había controlado una tormenta.
Pero las tormentas más peligrosas… eran las que no hacían ruido.
Por otra parte, en la mansión Moretti, la tarde caía con una calma engañosa. Los rayos de sol entraban por los ventanales altos del vestíbulo, tiñendo el mármol con tonos dorados, pero el ambiente estaba lejos de ser cálido. Se sentía como si algo estuviera por quebrarse.
Adriano bajaba las escaleras con una maleta de cuero en la mano y el rostro tan sereno que parecía estar a punto de irse de vacaciones. Pero no era un viaje cualquiera. No era una escapada. Iba a Roma. Y no por placer.
Su tío Alfonso, al que muchos dentro de la familia evitaban nombrar en voz alta, le había dado una orden. Y Adriano, por primera vez en mucho tiempo, la había seguido sin cuestionarla. Había dejado el club, había renunciado sin oponer resistencia, y ahora se marchaba… con el corazón frío y una decisión tomada.
Cuando llegó al pasillo principal, Marco, su hermano, ya lo estaba esperando junto a la puerta.
Se miraron unos segundos en silencio. Marco fue el primero en hablar.
—¿Te vas sin decir nada?
Adriano no se detuvo, pero tampoco desvió la mirada.
—No hay nada que decir.
Marco entrecerró los ojos.
—Sí que lo hay. Estás dejando todo atrás como si no valiera nada. El club, la familia... ¿vas a desaparecer así?
—No estoy desapareciendo. Solo me voy a Roma —respondió, con tono seco.
—¿A Roma? ¿Por qué? ¿Qué tenés que hacer allá?
Adriano apoyó la maleta en el suelo con calma, pero ya sin esconder la incomodidad.
—Estoy empezando algo nuevo. Necesitaba un cambio.
—¿Y ese “algo nuevo” tiene que ver con Alfonso? —preguntó Marco con dureza.
El silencio fue respuesta suficiente.
Adriano lo miró de frente, sin negar nada.
—Él me ofreció una opción que ustedes nunca consideraron para mí.
—¿Una opción? —repitió Marco, dando un paso hacia él—. Él no ofrece opciones. Él ofrece deudas. Y las cobra… con todo.
—No estoy buscando aprobación, Marco. Estoy buscando un lugar donde pueda hacer algo real. Sin dar explicaciones todo el tiempo. Sin tener que rendirme ante la imagen perfecta de la familia.
Marco bajó la voz, pero su tono se mantuvo firme.
—No sos un mártir, Adriano. Y esto no es una película. Estás jugando con fuego. Y lo peor es que creés que podés controlarlo.
Adriano recogió la maleta y caminó hacia la puerta.
—No estoy buscando control. Solo estoy harto de ser la pieza que sobra.
—No sobrabas —dijo Marco, con un dejo de tristeza—. Pero ahora estás eligiendo ponerte en contra.
Adriano se detuvo un segundo en el umbral.
—No es contra nadie. Es por mí.
Y con eso, salió.
El coche lo esperaba en el camino de piedra, con el motor encendido y los vidrios oscuros. Adriano subió sin mirar atrás.
Marco no lo siguió. Se quedó de pie en la entrada, viendo cómo el auto se perdía en la distancia. Con el pecho apretado y una certeza clavada en la garganta:
Adriano no estaba huyendo.
Estaba cruzando una línea.
Y ya no habría marcha atrás.
El portón de la mansión Moretti se cerró con un leve chirrido, y el eco del motor del coche negro que se llevaba a Adriano a Roma se fue apagando entre los árboles del jardín.
Marco seguía allí, inmóvil en la entrada, con la vista clavada en el camino de piedra, como si esperara que en cualquier momento el auto apareciera de vuelta. Pero no lo haría.
Estaba en silencio, con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido. No era rabia lo que sentía. Era algo peor. Un peso que nacía en el pecho y no terminaba de acomodarse. La sensación de haber perdido a su hermano… antes de que se perdiera del todo.
Fue entonces que escuchó la puerta abrirse detrás de él.
—¿Marco?
Era una voz femenina, suave, un poco ronca por el clima. Se giró despacio y vio a Gianna, la esposa de Adriano, de pie en el umbral. Llevaba un abrigo delgado sobre el vestido de casa, el cabello recogido en un moño suelto y los ojos marcados por una tensión que no intentaba ocultar.
Marco la miró un momento antes de hablar.
—¿Sabías que se iba?
Gianna bajó la mirada, luego asintió con lentitud.
—Hace dos noches. Me lo dijo sin detalles. Solo… que debía irse a Roma. Que era algo importante.
—¿Y no preguntaste por qué? —insistió Marco, con un tono más sereno de lo que esperaba de sí mismo.
—Claro que lo hice —respondió ella—. Pero Adriano no es de los que dan respuestas. Él se encierra cuando algo lo consume, y esta vez… era distinto. No estaba molesto. Estaba… decidido. Como si ya no tuviera nada que perder.
Marco volvió la vista hacia el camino.
—Está metiéndose en algo peligroso. Vos también lo sabes, ¿verdad?
Gianna se acercó despacio, hasta quedar a su lado.
—Lo intuyo. Pero no sé con certeza qué es.
—Es con Alfonso —dijo Marco, sin rodeos.
Ella tragó saliva.
—Lo imaginaba.
—Y vos tenés un hijo con él, Gianna. Si esto va donde yo creo que va… no van a poder esconderse de las consecuencias.
Gianna mantuvo la vista al frente, pero su expresión cambió. Más dura. Más triste.
—Marco… yo lo intenté. Lo defendí, lo esperé, incluso cuando todo en esta casa lo señalaba. Pero Adriano ya no escucha. Ya no está aquí.
Marco bajó un poco la cabeza.
—Sí está. Solo que en algún momento… dejó de ser él mismo.
Ella lo miró, y por primera vez en semanas, compartieron una tristeza común. Ni política, ni familiar. Solo humana.
—¿Le vas a decir algo a Luca?
Marco dudó.
—No ahora. Si se entera por mí, puede que lo empuje a actuar antes de tiempo. Y si Adriano aún tiene una posibilidad de volver… no quiero cerrarle esa puerta.
Gianna asintió, con la vista perdida en la distancia.
—Entonces recemos que no se la cierre él solo. Porque si cruza esa línea… no va a haber familia que pueda protegerlo.
La puerta de la mansión Moretti aún no se había cerrado del todo cuando una voz aguda interrumpió el silencio que envolvía a Marco y Gianna.
—Qué espectáculo conmovedor… —dijo Cecilia, saliendo al pórtico con una copa de vino blanco en la mano, su silueta elegante recortada contra la luz cálida del interior—. Siempre tan buenos para juzgar a los demás, pero jamás para mirarse al espejo.
Marco giró con gesto tenso. No estaba de humor para su cuñada. Gianna solo bajó la vista, incómoda.
—No estamos para tus comentarios, Cecilia —dijo Marco con frialdad.
Pero ella ya bajaba las escaleras con paso pausado, cada palabra cargada de ese veneno sutil que sabía dosificar tan bien.
—Claro, claro… —suspiró—. Es mucho más fácil hacer como que todo esto les duele, cuando en realidad están más preocupados por lo que pueda pasar con sus propios nombres si Adriano termina hundido en algo serio.
Marco apretó los labios.
—Vos no tenés ni idea de lo que está pasando.
Cecilia rió, casi con lástima.
—¿No? ¿Y vos sí? Porque yo los he visto durante años cerrar acuerdos con firmas tapadera, usar fundaciones como fachadas y mover dinero entre cuentas como si fueran fichas de dominó. Pero ahora Adriano se va con Alfonso y todos se escandalizan, como si no llevaran décadas bailando al borde del mismo abismo.
Gianna la miró con serenidad, aunque había tensión en su postura.
—No se trata solo de negocios turbios. Se trata de con quién te vinculas. Alfonso no es cualquiera. Es peligroso.
Cecilia se encogió de hombros.
—Lo son todos en esta familia. Solo que él no lo disimula.
Marco dio un paso hacia ella.
—¿Y qué propones? ¿Aplaudirle? ¿Fingir que está bien lo que está haciendo?
—No —replicó Cecilia, sin retroceder—. Lo que propongo es que dejen de actuar como si ustedes no tuvieran parte en esto. Porque lo tienen. Y mucha.
El silencio se hizo pesado.
—Lo único que les molesta —añadió con voz más baja, pero igual de filosa—, es que Adriano está dejando de ocultarse. Y eso los obliga a ustedes a mirarse por dentro.
Dicho eso, dio media vuelta, subió las escaleras y entró en la casa, dejando atrás el perfume de su presencia y el eco amargo de sus palabras.
Marco cerró los ojos un instante.
—No puedo con ella —murmuró.
Gianna, con una voz apenas audible, añadió:
—Pero… algo de razón tiene. Solo que lo dice con veneno.
Marco la miró en silencio.
Sí. Algo de razón tenía.
Y eso era lo que más dolía.
Después de esos ecos silenciosos, las palabras que no se dijeron y las que sí… la mansión Moretti amaneció en calma. Demasiado calma. Como si todos supieran que algo estaba por suceder, pero nadie quisiera ser el primero en decirlo.
Al día siguiente, ya con el cielo cubierto y el clima anunciando lluvia, Luca Moretti llegó a la casa familiar.
Había estado demasiado tiempo absorto en los asuntos del club, en los conflictos internos, en los números y las apariencias. Pero ya no podía ignorar más lo de Adriano. Su hermano había desaparecido del entorno sin oponer resistencia, sin excusas. Se había marchado sin un reclamo. Y eso no era propio de él.
Luca llegó temprano, decidido a enfrentar lo que llevaba días evitando: la salida de Adriano a Roma y el creciente rumor de su cercanía con Alfonso.
Caminó directo al vestíbulo. Lo estaban esperando. Lo sabía.
Allí estaban Alessandro, de pie con su porte impecable; Valentina, sentada junto al ventanal, hojeando un informe político con indiferencia calculada; Marco, de brazos cruzados, serio como siempre; y Cecilia, al fondo, observando todo sin decir nada.
—¿Dónde está Adriano? —preguntó Luca apenas cruzó la entrada—. Quiero una explicación.
Alessandro levantó la vista, y sin mostrar sorpresa, respondió con calma:
—Se fue. A Roma ayer en la tarde.
—¿Y nadie pensó en avisarme?
Valentina cerró su carpeta con un golpe suave.
—No es como si tú compartas cada paso que das, Luca.
Antes de que pudiera replicar, las puertas dobles se abrieron con elegancia pesada.
Alfonso Moretti entró como si la casa aún le perteneciera. Vestía de negro, con un abrigo largo sobre los hombros y un maletín en la mano. Lo acompañaba su asistente, quien se quedó en la entrada.
—Vengo solo a despedirme —dijo con su tono calmo—. El tren sale en una hora. Me esperan en Venezia.
Luca giró hacia él con el ceño fruncido.
—¿Por qué te llevaste a Adriano?
—No me lo llevé —corrigió Alfonso con una media sonrisa—. Él vino a mí. Harto de sentirse excluido en esta casa. Vos solo confirmaste su decisión cuando dejaste claro que nunca iba a estar a tu altura.
—No necesitaba tus consejos —replicó Luca—. Mucho menos tu influencia.
Fue Enzo, el patriarca, quien apareció en ese instante desde la sala contigua, apoyado en su bastón, con la voz grave que aún imponía respeto:
—Basta.
Todos se giraron.
Enzo entró con paso lento pero firme. Se acercó al grupo y se detuvo entre Luca y Alfonso. Su mirada era gélida.
—Alfonso sigue siendo mi hermano. Y aunque muchas veces no estoy de acuerdo con sus métodos, reconozco lo que ha hecho por esta familia.
—¿Lo respaldás, entonces? —preguntó Luca, incrédulo.
—Respeto su lugar —corrigió Enzo—. Y si Adriano ha decidido irse con él, no voy a impedirlo. Es un hombre adulto. Como vos.
Alessandro habló entonces, con la frialdad calculada que lo caracterizaba.
—Esto no cambia el rumbo de la familia. Pero sería ingenuo negar que muchas de nuestras victorias... se construyeron desde las sombras.
Alfonso soltó una leve carcajada, sin levantar la voz.
—Por fin alguien lo dice. ¿Creen que viven como reyes por su talento para los negocios? ¿Por las decisiones legales? No. Esta familia sigue de pie porque durante décadas, yo he hecho lo que nadie quiso ensuciarse las manos para hacer. Mientras ustedes brindaban en las galas, yo mantenía alejados a quienes querían derribarnos.
Valentina se puso de pie, cruzando los brazos.
—Y, sin embargo, lo haces sonar como si lo hicieras por generosidad.
—No. Lo hice porque sabía que algún día, uno de ustedes iba a olvidarlo. Hoy casi lo hacen. Pero conviene que lo recuerden.
El silencio fue total. Solo se oía el tictac de uno de los relojes antiguos de la casa.
Enzo se acercó a su hermano y le dio una palmada en el hombro.
—Tienes vía libre, Alfonso. Pero no pongas esta casa en juego. Ni pongas a Adriano donde no pueda volver.
—No lo haré —aseguró él—. Aunque quizás no sea él quien no pueda volver… sino ustedes los que ya no sepan cómo seguir adelante.
Luca apretó la mandíbula, sin responder. Por primera vez, sintió que la estructura que había intentado mantener unida estaba empezando a ceder por las grietas que llevaba ignorando demasiado tiempo.
Y mientras Alfonso se marchaba, cruzando con elegancia las puertas principales, Valentina murmuró sin mirarlo:
—El problema de las sombras… es que tarde o temprano, se vuelven más grandes que lo que intentan proteger.
Luca se quedó en silencio unos segundos, viendo cómo su tío Alfonso se alejaba por el pasillo con su maleta. Era demasiado. Todo había sucedido muy rápido. Su hermano fuera del club, su padre respaldando la decisión, y su tío actuando como si nada estuviera fuera de lo normal.
Y entonces, sin poder contenerlo más, soltó en voz baja, casi sin pensarlo:
—¿Qué carajos está pasando acá?
Las palabras rebotaron entre las paredes del salón como un disparo. No eran gritos, pero sí llevaban el peso del desconcierto, del enojo contenido, y de algo que no le gustaba admitir: sentirse al margen en su propia familia.
Enzo, que hasta entonces se había mantenido firme junto a su bastón, suspiró. Miró a cada uno de sus hijos, y luego se sentó con lentitud en uno de los sillones. Era evidente que había estado guardando algo más.
—Ya que estamos todos —dijo con voz más grave—, es momento de que sepan lo que Alfonso hizo en Roma… y por qué eso nos involucra a todos.
Luca se cruzó de brazos. Alessandro dejó los papeles a un lado. Valentina levantó apenas la barbilla, atenta.
—Hace unos días —continuó Enzo—, Alfonso se reunió con los jefes de las otras familias. Los antiguos aliados de los Cilicianos y los remanentes de los Romano. No fue un encuentro amistoso. Fue una advertencia.
—¿Una advertencia? —preguntó Marco, alzando una ceja.
Enzo asintió.
—Les dejó claro que, si alguien intentaba acercarse a los negocios de los Moretti, o si intentaban desestabilizar lo que construimos en el norte, iba a ir por ellos uno por uno.
Valentina apoyó los codos en las rodillas, entrelazando los dedos con calma.
—¿Y cómo lo tomaron?
—Como era de esperarse —dijo Enzo—. En silencio, con sonrisas forzadas. Pero todos entendieron el mensaje. Alfonso no fue allá a negociar. Fue a marcar territorio.
Luca se pasó una mano por la cara, aun intentando asimilar todo.
—Entonces, ¿lo estás justificando? ¿Lo estás dejando operar por su cuenta, así, con Adriano al lado?
—No lo estoy justificando —respondió su padre—. Pero tampoco lo estoy deteniendo. Porque, aunque no nos guste, él es quien ha hecho el trabajo sucio que mantiene a esta familia donde está.
—¿Y creés que va a quedarse ahí? —preguntó Alessandro, serio—. ¿O estás esperando que lo inevitable ocurra y tengamos otra guerra en las calles?
Enzo se inclinó hacia adelante.
—Lo que creo es que, por ahora, Alfonso mantuvo el equilibrio. Pero también sé que cuando uno mueve las piezas del tablero, otros no se quedan quietos.
Guardó silencio unos segundos, luego miró a cada uno, como si hablara no solo como padre, sino como estratega.
—Así que escuchen bien: por ahora, las cosas están en paz. Pero eso no significa que no puedan complicarse. Quiero que cada uno de ustedes esté preparado. No para una crisis… sino para una reacción. Porque en este mundo, cuando se toca el orgullo de los viejos imperios, la respuesta no tarda en llegar.
Valentina asintió lentamente, como si ya lo hubiera previsto.
Alessandro se mantuvo en silencio, pero la tensión en su mandíbula lo delataba.
Luca, en cambio, se sentó por primera vez desde que había llegado. Apoyó los codos sobre las rodillas y se frotó el rostro con las manos.
—Todo esto... —murmuró—. Adriano, Alfonso, las familias del sur... El club va a quedar en medio, ¿verdad?
Enzo lo miró con dureza, pero sin frialdad.
—Todo Moretti queda en medio, Luca. Siempre.
Enzo se apoyó en su bastón. No lo necesitaba realmente, pero lo usaba como símbolo. Cuando se puso de pie, el ambiente se volvió más denso. Todos sabían que iba a decir algo importante.
—Hay algo más —murmuró, dejando que su voz llenara la estancia—. Algo que no podía dejar pasar.
Luca alzó la mirada. Valentina se mantuvo quieta, pero bajó sutilmente los brazos, como quien se prepara para una bofetada verbal.
Enzo caminó hasta quedar frente a su hija.
—Valentina… quiero que escuches esto con atención.
Ella asintió, en silencio.
—Hace unos días, me reuní con tu esposo. —Sus palabras fueron tan suaves como una brisa, pero el peso que llevaban era de plomo—. Salvatore está metido en algo que puede poner a toda esta familia en la mira.
Valentina frunció el ceño, conteniendo el impulso de hablar.
—Dice que no sabía nada —continuó Enzo—, pero eso no me tranquiliza. Porque si no lo sabía, entonces alguien en su entorno está actuando por su cuenta. Y si lo sabía… bueno, entonces eso lo convierte en una amenaza.
El silencio se volvió incómodo. Solo se oía el leve tic-tac del reloj de la sala.
—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó Alessandro, más frío que incrédulo.
—A una investigación en curso, encabezada por una fiscal ambiciosa —respondió Enzo—. Beatrice Costa. Parece que un congresista la está empujando a hurgar en nuestros negocios. Y Salvatore... no ha hecho lo suficiente para detenerlo.
Valentina reaccionó por fin.
—Papá… no creo que él...
—No me interesa lo que creas —interrumpió Enzo, sin levantar la voz—. Me interesa lo que hace. Y hasta ahora lo que ha hecho es permitir que alguien busque escándalos donde no los hay, para levantar su imagen política.
Valentina agachó la cabeza. No por culpa, sino por prudencia. Sabía que su padre no estaba improvisando ni hablando desde la sospecha. Si decía algo, era porque ya tenía todo verificado.
—Salvatore me aseguró que va a detenerlo —añadió Enzo—. Pero a ti te digo esto, Valentina: vigílalo. Porque si él sigue jugando con fuego… tú te vas a quemar con él.
Ella respiró hondo. Asintió. No con sumisión, sino con la claridad de quien entiende que el poder… nunca viene sin consecuencias.
Enzo se giró hacia todos.
—Por eso mismo —añadió, pausado— estoy considerando una última jugada. Si las cosas se complican, quiero blindar Italia. O al menos, Milán. Quiero volver a hacer de esta ciudad un terreno intocable.
—¿Volver? —preguntó Marco, sorprendido.
Enzo lo miró, y en sus ojos no había amenaza, pero sí una determinación vieja, curtida por años de guerras que todos daban por superadas.
—Si hay que volver al juego… entonces lo haré. Pero esta vez, lo haré a mi manera. Y quien quiera arrastrar a los Moretti al escándalo, se va a encontrar con algo que ya creía extinto.
Valentina levantó lentamente la mirada, sintiendo que lo que acababa de oír no era solo una advertencia. Era una sentencia.
Enzo se giró y comenzó a caminar hacia la biblioteca.
—A partir de hoy… nadie se mueve sin que yo lo sepa. Nadie hace alianzas sin mi bendición. Y nadie —hizo una pausa, deteniéndose solo para mirar a su hija—… nadie juega a dos bandos.
La puerta se cerró tras él con un suave clic.
El viejo león volvía al campo de batalla.
Y esta vez, no dejaría sobrevivientes.
El silencio que dejó Enzo tras cerrar la puerta se instaló como una losa pesada. Nadie habló. Nadie se movió. Las palabras retumbaron más fuerte que cualquier grito.
Luca permanecía sentado, con los codos sobre las rodillas, la mirada clavada en el suelo. La tensión le crispaba la mandíbula. No entendía cómo todo se había salido de su control tan rápido. Su hermano fuera, su tío metiendo las manos en la familia, su padre volviendo al “juego”, y ahora, la amenaza de una investigación que podía arrastrarlos a todos.
Respiró hondo. Luego se incorporó bruscamente.
—Me largo.
La frase cayó con peso, y todos lo miraron.
—¿Qué estás diciendo? —soltó Marco, sorprendido.
—Digo que me voy —repitió Luca, ya de pie—. No quiero estar metido en esto. Si van a volver a lo mismo de siempre, con amenazas, silencios y trajes manchados de sangre, no cuenten conmigo.
Valentina no dijo nada. No lo miró. Cecilia frunció el ceño, pero no intervino.
Luca ya iba rumbo a la salida cuando una voz serena lo alcanzó:
—Luca, esperá. —Era Alessandro.
El hermano mayor dejó los documentos a un lado y lo siguió con paso firme. Lo alcanzó antes de que cruzara el vestíbulo.
—No hagas una escena —dijo con voz baja, sin dureza, pero sí con peso—. No ahora.
—¿Una escena? —Luca se giró con los ojos cargados de rabia—. ¿Vos sabías todo esto y no dijiste nada?
—Sabía lo justo —respondió Alessandro—. Y sabía que si lo decía, iba a arder todo antes de tiempo.
—Esto no es una familia, Ale. Es una bomba de tiempo.
Alessandro lo miró en silencio. Luego habló más suave, más como hermano que como el CEO frío de siempre.
—No te estoy pidiendo que apruebes nada, Luca. Pero vos también sos un Moretti. Y cuando las cosas se complican, los Moretti no huyen.
Luca bajó la mirada, frustrado.
—Yo solo quería manejar el club. Alejarme de todo esto. Hacer algo limpio, algo real...
—Lo has hecho —dijo Alessandro, apoyando una mano en su hombro—. Pero nada en esta familia es completamente limpio. Vos lo sabés.
Luca no respondió. Su silencio era un grito contenido.
—Lo sé. Pero no todo se trata de vos… —hizo una pausa—. ¿Has pensado en Leo?
El nombre cayó como un golpe seco.
Luca frunció el ceño.
—¿Qué tiene que ver Leo?
—Es mi hijo, Luca —dijo con suavidad, pero firmeza—. Y lleva tu apellido en la espalda más fuerte que nunca desde que lo sacaste de aquel desastre.
Luca bajó la mirada, recordando el escándalo, la presión, la forma en la que lo metió a trabajar como recoge pelotas. Leo había aceptado, sí, pero también había cambiado. Había crecido. Y él lo había visto.
—Él te sigue —continuó Alessandro—. Tal vez no te lo diga. Tal vez aún no sepa cómo hacerlo. Pero quiere demostrarte que puede ser más que el chico rico que desperdiciaba todo. Y si vos te vas ahora, Luca… lo vas a dejar a mitad de camino.
Luca inspiró hondo.
—No quiero que lo arrastren a esto. Él todavía puede salvarse.
—¿Y creés que se salva solo? —Alessandro frunció el ceño, dolido—. No. Se salva si vos te quedás, si lo guiás. Si estás ahí para empujarlo cuando se pierda. Porque si no lo hacés vos… no lo va a hacer nadie.
El silencio volvió.
Luca apoyó la espalda en la puerta, dejando que la tensión se le escurriera de a poco por los hombros. Cerró los ojos un segundo.
—No lo estoy haciendo tan bien —murmuró.
—Ninguno de nosotros lo hace bien —dijo Alessandro, más humano que nunca—. Pero lo seguimos intentando.
Luca asintió en silencio. Y por primera vez desde que había entrado a la mansión esa mañana, no se sintió solo.
—Vamos adentro —dijo Alessandro, con un gesto hacia el salón—. Todavía hay cosas que resolver. Y créeme… si papá está pensando en volver al juego, más vale que estemos todos atentos.
Y así, sin necesidad de más palabras, Luca entendió que no podía irse.
No por Enzo, no por Alfonso.
Por Leo.
Club AS Vittoria – Instalaciones Técnicas | Tarde nublada
Leo Morettillevaba más de media hora encerrado en una de las salas de análisis táctico. El proyector seguía encendido, pero el partido que revisaba ya no le decía nada. Las imágenes pasaban delante de él como si fueran de otro equipo, de otra realidad. Ni siquiera había tomado notas. Solo miraba, con la mandíbula tensa y la cabeza en otra parte.
Afuera, los entrenadores hablaban entre ellos. Las jugadoras ya habían terminado su jornada. Camila se había ido sin decir una sola palabra. Desde que ella puso fin a lo que tenían, Leo no encontraba su lugar.
La distancia con ella no era lo que más le dolía. Era la forma en que lo miraba ahora… como si nunca hubiera importado.
Y luego estaba Valentina. Fría, venenosa, silenciosa, y aún así, presente en cada rincón del vestuario. Leo ya no era bienvenido. Lo toleraban, lo mantenían cerca porque era “el sobrino del presidente”. Pero todos sabían que algo había cambiado.
Apretó los puños sobre la mesa, cerró los ojos un instante, y los abrió con una respiración honda.
—No te derrumbes —murmuró para sí.
Tocaron la puerta. Era Daniel Carter, como siempre puntual, como siempre metido en todo.
—¿Molesto?
—Ya estoy molesto desde antes, así que no —respondió Leo, con un intento de ironía cansada.
Daniel entró y se sentó sin pedir permiso.
—¿Estás bien?
Leo levantó una ceja, sin responder.
—Mirá, sé que no soy tu confidente ni nada por el estilo, pero… te he visto decaído. Y eso se nota.
—¿Decaído? —Leo se echó hacia atrás—. Estoy haciendo mi trabajo. ¿Qué más quieren?
—Queremos que no te encierres —dijo Daniel con calma—. Que no actúes como si todo el mundo estuviera en tu contra. Porque no lo está. No del todo, al menos.
Leo bajó la mirada.
—Desde que pasó lo de Camila… no puedo ni mirar a la mitad del equipo a los ojos. Valentina me odia. La entrenadora me quiere fuera. ¿Y ahora me ven como una especie de carga?
—¿Te creés el centro del universo, no? —soltó Daniel con una media sonrisa—. No, Leo. Nadie te odia. Pero todos están esperando que reacciones. Que demuestres que podés ser más que el apellido que llevás.
Silencio.
Leo miró el proyector apagado.
—Y si no puedo…
—Entonces te vas a perder en el ruido. Como muchos antes que vos —dijo Daniel, sin dulzura—. Pero todavía tienes tiempo. El apellido te abre puertas, sí. Pero también te pone la soga al cuello. Y si quieres sobrevivir en este mundo, vas a tener que pelear por tu propio nombre.
Leo asintió despacio.
—¿Luca te pidió que vinieras a hablar conmigo?
—No —respondió Daniel—. De hecho, Luca tiene suficientes problemas en la cabeza. No tiene tiempo para andar cuidando de vos todo el día.
Eso dolió más de lo que esperaba.
—¿Algo pasó?
Daniel lo miró un segundo, luego se levantó.
—Cuando pase, te vas a enterar. Por ahora, concéntrate en vos. En ser el tipo que quieres ser, no el que todos creen que sos.
Y sin más, salió.
Leo se quedó solo.
Y por primera vez en mucho tiempo, entendió que nadie lo iba a rescatar.
Si quería hacerse un nombre, iba a tener que pelearlo. Solo.
Y si quería a Camila de vuelta, si quería respeto…
tenía que empezar por respetarse a sí mismo.