Dayana, una loba nómada, se ve involucrada con un Alfa peligroso. Sin embargo un pequeño bribón hace temblar a la manadas del mundo. Daya desconcertada quiere huir, pero termina en... situaciones interesantes...
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Cap. 18 ¿Notas la gran diferencia?
La puerta se abrió de nuevo. Antonio, su Beta y amigo, entró. Al ver la expresión pensativa y severa de Lycas, levantó una ceja.
—¿Qué pasa? ¿Creo que algo más te preocupa, aparte de todo lo que ya te preocupa? —preguntó con ironía, pero su tono se serenó al notar la profundidad de la concentración de Lycas.
—El doctor acaba de venir —comenzó Lycas, sin preámbulos.
—Dayana se cura en mucho menos tiempo que cualquier otro lobo. Dice que está prácticamente como nueva —hizo una pausa deliberada, dejando que el dato se asimilara.
—Sin embargo, también se reportó el estado de la Delta. Esa loba está en malas condiciones y por lo menos va a tardar tres días en reponerse. —alzó la vista, y sus ojos grises capturaron los de Antonio.
—¿Notas la gran diferencia?
Antonio abrió la boca en una perfecta “o” de asombro. Se dejó caer pesadamente en la silla frente al escritorio, claramente afectado.
—Esto… esto es revelador —murmuró, pasándose una mano por el rostro.
—Eso quiere decir que Dayana no es cualquier loba. Tenemos que tener cuidado.
—Ya le dije al doctor que no se lo diga a nadie. De momento, primero averiguamos qué está pasando —declaró Lycas, su tono era el de un estratega trazando un plan.
Luego, añadió con una calma que resultaba aterradora:
—Bueno, más tarde le daré su castigo a esa irreverente. No voy a permitir que haga semejantes actos de desobediencia.
Se reclinó en su sillón, adoptando una pose de aparente tranquilidad, como si acabara de decidir el menú de la cena y no el destino de la madre de su hijo.
Pero Antonio lo miraba, intrigadísimo. Conocía a Lycas demasiado bien. Sabía que ese “castigo” no sería el destierro o la ejecución que cualquier otro lobo habría merecido por semejante desafío. Aunque no lo diga explícitamente, ella es su luna. Y punto. Y el castigo de un Alfa a su Luna nunca era simple. Era complejo, personal y, a menudo, estaba entrelazado con una posesión tan feroz que podía confundirse con obsesión.
El misterio de Dayana se había profundizado, y con él, la obsesión de Lycas. Antonio solo podía preguntarse qué forma tomaría el “castigo” de su Alfa, y si Dayana, con su velocidad de curación y su espíritu indómito, estaría preparada para lo que se avecinaba.
*_*
La noche había pasado con una calma tensa y antinatural. Dayana y Óscar habían cenado en la habitación, la quietud solo rota por los sonidos suaves de los cubiertos y la respiración tranquila del niño finalmente dormido. Dayana, sin embargo, no pudo descansar. Cada crujido del piso, cada susurro lejano en el pasillo, la hacía estremecer. Sabía que era solo una tregua.
La cuenta pendiente llegaría.
Y al día siguiente, con la primera luz filtrándose por las cortinas, la expectativa se convirtió en un nudo de nervios en su estómago. Se vistió con ropas sencillas, preparándose mentalmente para lo peor. ¿Destierro? ¿Muerte? Su lógica de nómada y las leyes de cualquier manada decían que sí, que ese podría ser su final después de desafiar tan abiertamente a una Alpha de la familia reinante y herir a una Beta.
Pero su instinto, ese sexto sentido que siempre la había mantenido con vida, le susurraba algo distinto. Él no la mataría. No aún. No con Óscar en medio. Pero jamás, jamás, podría haber imaginado la forma que tomaría su castigo.
La puerta de su habitación se abrió sin ceremonia. No era un sirviente. Era Lycas mismo. Vestido con ropa de cuidador, jeans gastados y una camisa simple que no podía ocultar su envergadura ni su aura de autoridad. Su expresión era impasible, pero sus ojos grises ardían con una intensidad que le secó la boca a Dayana.
—Dayana —dijo su nombre, y era una orden en sí mismo.
—Ven conmigo.
—¿Y Óscar? —preguntó ella de inmediato, protegiendo instintivamente al niño que jugaba en la alfombra.
—Queda con la nana. No lo necesitarás —fue su respuesta cortante, sin espacio para réplica.
Hizo un gesto con la cabeza, indicándole que lo siguiera. Con el corazón latiéndole con fuerza, Dayana obedeció. Caminaron en silencio por los pasillos, bajaron escaleras y salieron por una puerta trasera que ella no conocía, dirigiéndose no hacia el pueblo o los límites del territorio, sino hacia los establos y corrales de la manada.
El olor a tierra, heno y animal llenó sus pulmones. Era un olor terrenal, primitivo. Lycas se detuvo frente a un cobertizo que almacenaba herramientas de labranza, palas, picos y carretillas.
—Tu desafío a mi autoridad, tu violencia contra un miembro de esta manada y tu falta de respeto a las jerarquías no pueden quedar sin respuesta —declaró, su voz era clara y fría, como el acero de una pala.
—La expulsión o la muerte serían… fáciles. Un final rápido. Pero no enseñan humildad. No enseñan el valor del trabajo y el orden que sostienen esta manada.
Señaló con la barbilla hacia las herramientas.
—Tu castigo es trabajar. Aquí. Con los Omegas que mantienen estas tierras. Barriendo, limpiando los establos, ayudando en la labranza. Trabajo físico. Humilde. Durante el tiempo que yo considere necesario.
Dayana lo miró, atónita. ¿Trabajar? ¿Barrendera? No era la muerte, no era el destierro, pero de alguna manera, para una loba feroz y orgullosa como ella, era infinitamente más humillante. Rebajarla al rango de una Omega de servicio. Hacerla sudar y ensuciarse bajo el sol mientras los demás, incluida su hermana, la verían… la verían siendo exactamente lo que ellos creían que era, una Omega inferior.
—No… no puedes ser serio —logró balbucear, el rostro encendido por la indignación.
—Lo soy totalmente —replicó él, y por primera vez, una chispa de algo oscuro y satisfecho brilló en sus ojos.
—Aquí aprenderás el lugar que ocupas. No por encima de los demás. No como una princesa. Si no como parte de un todo. Un todo del que dependes. —se inclinó ligeramente.
—Y si te rehúsas, o si fallas en tus tareas, las consecuencias no serán para ti. Serán para tu amiga, la Omega Caterina. O para el humano. ¿Entendido?
La amenaza fue directa y brutal. No le dejaba escapatoria. Usaba su lealtad como grillete.
Lycas le entregó una escoba vieja y desgastada.
—Empieza por el patio central. No quiero ver una sola hoja cuando termine la mañana.
Y luego, se dio la vuelta y se fue, dejándola plantada allí, con la escoba en la mano, sintiendo el peso de cien miradas curiosas y burlonas que comenzaban a asomarse desde las ventanas y las puertas. No era un castigo de muerte. Era un castigo de sumisión. Y para Dayana, la loba nómada que valoraba su libertad por encima de todo, era la tortura perfecta.