Tras la traición de su padre y la ruptura de su familia, Rose se muda a la ciudad buscando un nuevo comienzo.
En el exclusivo colegio Goldline, todo podría ir bien… si no fuera por Malory, su prima, que la odia y está dispuesta a convertir su vida en un infierno.
Pero Rose no es tan frágil como parece.
Hay algo en ella que despierta cuando está en peligro… algo que no se detendrá ante nada.
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Máscaras
El coche de Matías se detuvo frente a un edificio que parecía más una obra de arte que un restaurante. La fachada era minimalista, casi discreta, pero el logo dorado sobre la entrada hablaba por sí solo: lujo. Un valet uniformado se apresuró a abrir la puerta de Rose, quien titubeó antes de salir.
Matías caminó con la calma de quien no necesita mirar a su alrededor para sentirse dueño del espacio. Rose, en cambio, no sabía dónde poner la vista: las lámparas de cristal, la alfombra mullida, la música de piano en vivo. Todo era demasiado.
—¿Seguro que no nos van a echar por pisar esto? —bromeó nerviosa.
Él le dedicó una mirada cómplice, como si supiera algo que ella no.
—Créeme, aquí nadie echa a un Clark.
Ya en la mesa, la sensación de incomodidad creció. El mantel blanco impecable, los cubiertos que parecían sacados de un museo, la vela que brillaba en el centro… todo parecía diseñado para recordarles lo caros que eran los segundos en ese lugar.
Rose tomó el menú y al ver los precios se le heló la sangre.
—¡Esto es muy caro! —susurró, cerrando de golpe las hojas como si temiera romperlas—. No puedo pedir nada de aquí.
Matías no se inmutó.
—No lo es —contestó, relajado—. Nada es demasiado caro. Pide lo que quieras.
Rose se mordió el labio. Parte de ella quería discutir, pero en lugar de eso cambió de tema.
—Entonces dime… ¿qué debería hacer para ganarle a Mabel?
Matías soltó una risa breve, casi divertida, aunque sus ojos brillaron con un dejo de sombra.
—¿Mabel? —repitió—. A Mabel la odian por todo. Por el simple hecho de existir.
Rose parpadeó, sorprendida por la ligereza con la que lo dijo.
—Entonces… ¿por qué la consideran la mayor competencia?
Él apoyó un codo sobre la mesa y giró lentamente la copa entre los dedos.
—Principalmente por su persona —respondió, pero su voz bajó un tono—. Es el mismísimo diablo.
Rose apretó el mantel entre los dedos.
—¿Principalmente? —repitió, nerviosa—. Ahora le tengo pánico.
El miedo empezó a apoderarse de su voz. Y fue entonces cuando algo en su interior se quebró.
—¿Miedo a ella? ¿Eres idiota? —soltó sin titubeos—. Yo me encargo.
Un parpadeo. Un cambio de postura. La sonrisa temerosa desapareció. Los ojos se endurecieron, la voz adquirió filo.
Emily estaba al mando.
Matías arqueó las cejas. La persona frente a él ya no parecía la misma que había entrado asombrada por las lámparas. Algo había cambiado en cuestión de segundos.
—Tienes valor, ni siquiera yo puedo hacerle frente —dijo finalmente, bajando la vista a la vela que parpadeaba—. Y a su padre, ni ella puede verle a los ojos por más de tres segundos.
Emily apoyó el codo sobre la mesa, divertida.
—Me interesa tan poco la gente rica que, si me dices quién es su padre, me va a dar completamente igual.
Un silencio denso llenó el aire. Matías la examinó, esperando la grieta que delatara debilidad. No apareció.
Y en el fondo, atrapada como espectadora, Rose se mordía los labios invisibles de su conciencia. Quería gritar, detenerla, pedirle que bajara el tono. Pero no podía. Solo podía mirar.
—¿Qué estás haciendo? —Rose fue completamente ignorada.
—Vaya… —susurró Matías, intrigado—. No te interesa el dinero.
Emily sonrió, coqueta; una carta que Rose jamás habría jugado—. Por supuesto que me gusta el dinero —dijo con seguridad—. Me gusta el dinero, no la gente con dinero.
Él entrecerró los ojos.
—Explícate.
Emily jugó con la copa, girando el líquido como si llevara años practicando el gesto.
—Quiero dinero. Las personas que tienen dinero no son de mi interés. Si ese dinero no es mío, me da igual.
Matías la observó un largo rato. Había algo fascinante en esa frialdad.
—Vaya que eres doble cara —dijo al fin, con media sonrisa.
Emily arqueó las cejas—. ¿Perdón?
—Pareciera que hace unos momentos hablaba con una persona completamente diferente...
Rose sintió un escalofrío. Emily, en cambio, no pestañeó.
—Uno sabe qué cara le da a cada quien, ¿no?
La vela proyectó sombras caprichosas en el rostro de ambos.
—Dime algo, Rose…
—Emily.
Matías la miró con cautela—. Dime, Emily… ¿qué tienes en mente exactamente para que te elijan a ti y no a ella?
Emily entrelazó los dedos sobre la mesa, con la determinación de quien dicta sentencia.
—Mabel es odiada por existir, ¿cierto?
—Así es.
—Yo ganaré con mi sola existencia.
La seguridad de sus palabras lo hizo sonreír, breve pero sincero.
—Soy una buena líder —añadió Emily, bebiendo un sorbo de agua con naturalidad—. Y no se necesita mucho para ganarle a esa mujer.
Matías se quedó mirándola. Esa chispa en su voz, esa confianza que a veces rozaba la arrogancia… lo intrigaba. Y lo irritaba. Y, al mismo tiempo, lo atraía.
En el fondo, Rose se revolvía. Emily hablaba como si el mundo entero le perteneciera, como si las reglas no aplicaran para ella. Y lo peor era que Matías parecía estar cayendo en el hechizo.
Rose deseaba gritar, hacer algo, recuperar el control, pero sabía que no era así como funcionaba. Emily solo salía cuando era necesario. Y hasta que no decidiera retirarse, ella seguiría allí, atrapada.
Y en el pecho de Rose crecía un presentimiento oscuro: que Matías, con esa sonrisa contenida, empezaba a mirarla con otros ojos.
Matías levantó su copa lentamente. La flama de la vela se reflejó en el cristal.
—Por los que saben usar la máscara correcta —dijo, con voz grave.
Emily sonrió y chocó su copa con la de él, sin apartar la mirada.
Rose, en la penumbra de su conciencia, solo pudo observar con preocupación todo lo que Emily estaba provocando.
Algo había cambiado. Matías ya no la veía solo como una jugada en el tablero. Y Emily, lejos de incomodarse, parecía disfrutarlo.
Rose, en cambio, sintió que acababa de abrirse una puerta que jamás podría volver a cerrar.
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Lyn 🥀