En una ciudad donde las apariencias son engañosas, Helena era la mujer perfecta: empresaria y una fiscal exitosa, amiga leal y esposa ejemplar. Pero su trágica muerte despierta un torbellino de secretos ocultos y traiciones. Cuando la policía inicia la investigación, se revela que Helena no era quien decía ser. Bajo su sonrisa impecable, ocultaba amores prohibidos, enemistades en cada esquina y un oscuro plan para desmantelar la empresa familiar de su esposo,o eso parecía.
A medida que el círculo de sospechosos y los investigadores comienzan a armar piezas clave en un juego de intrigas donde las lealtades son puestas a prueba
En un mundo donde nadie dice toda la verdad y todos tienen algo que ocultar, todo lo que parecía una investigación de un asesinato termina desatando una ola de secretos bien guardado que va descubriendo poco a poco.Descubrir quién mató a Helena podría ser más difícil de lo que pensaban.
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Capítulo 18: Secretos en la Ciudad Eterna
Roma resplandecía bajo el sol de la tarde cuando el equipo aterrizó en Fiumicino. Los recibió un agente italiano de nombre Ricci —sin relación con la profesora Isabella— quien los trasladó rápidamente a un discreto piso franco en el Trastevere.
—Santiago Vázquez se hospeda en el Hotel de Russie —informó mientras conducía por las caóticas calles romanas—. Ha mantenido dos reuniones desde su llegada: una con un representante del Vaticano y otra con un ejecutivo de GlobaTech Defense.
Velasco asintió, intercambiando una mirada significativa con Carlos.
—¿Algún patrón identificable en sus movimientos? —preguntó Montero, estudiando el perfil de la ciudad desde la ventanilla.
—Visita diaria a la Biblioteca Apostólica Vaticana —respondió Ricci—. Siempre a las 10:00, permanece exactamente dos horas.
El apartamento resultó ser un antiguo ático con vistas al Tíber. Mientras el equipo instalaba su equipo de vigilancia, Montero encontró entre los documentos traídos desde Madrid una carpeta que había pasado desapercibida: "Operación Florencia 2004 - Personal".
Dentro halló fotografías informales de Helena y Alejandro: abrazados frente el David de Miguel Ángel, compartiendo un helado en Piazza della Signoria, besándose sobre el Ponte Vecchio. La felicidad genuina en sus rostros contrastaba dolorosamente con el trágico destino que les aguardaba.
Entre las imágenes encontró un detalle revelador: Helena, fotografiada junto a una joven de cabello rojizo y expresión vivaz frente a la Biblioteca Laurenciana. Al reverso, con la elegante caligrafía de Helena: "Con Isa, mi mejor descubrimiento en Florencia. Más brillante y peligrosa de lo que aparenta.
Isabella Ricci, años antes de convertirse en profesora. El contacto que Sara había mencionado.
—Necesitaré separarme del grupo en algún momento —murmuró Montero a Campos, mostrándole discretamente la fotografía—. Tengo una pista personal que seguir.
—Te cubriré —prometió ella—. Pero ten cuidado. Carlos no te quita los ojos de encima.
Esa noche, mientras establecían el plan de vigilancia para Vázquez, Montero encontró en su bolsillo una tarjeta que no recordaba haber guardado: "Galleria Borghese, mañana, 14:00. Pregunta por la restauradora Vittoria Conti."
La mañana siguiente transcurrió lentamente. El equipo estableció turnos para vigilar a Vázquez en el Vaticano. Cuando llegó la hora, Montero alegó necesitar verificar una posible conexión en la Galleria Borghese.
—Iré contigo —propuso Carlos inmediatamente.
—No es necesario —intervino Campos—. Necesito que revises conmigo estos registros telefónicos. Montero puede manejarlo solo.
La mirada que Carlos le dirigió estuvo cargada de suspicacia, pero asintió.
La Galleria Borghese resplandecía bajo el sol primaveral cuando Montero atravesó sus jardines. En recepción, preguntó por Vittoria Conti.
—En la sala de restauración, señor —indicó el empleado—. Está esperándole.
La habitación pequeña en el sótano olía a solventes y antigüedad. Entre bastidores y herramientas de precisión, una mujer de unos cincuenta años trabajaba sobre un lienzo.
—Inspector Montero —saludó sin volverse—. Reconocería en cualquier parte ese modo cauteloso de entrar en una habitación. Helena lo describía perfectamente.
—¿Vittoria Conti? —preguntó él, sorprendido.
La mujer se dio vuelta, revelando rasgos elegantes y ojos intensamente verdes.
—En realidad, soy Isabella Ricci —sonrió—. La identidad de restauradora me permite acceso a documentos que, como profesora, me serían vetados.
—Sara me envió.
Isabella asintió.
—Laura y yo mantenemos contacto desde la muerte de Alejandro. Era mi hermano mayor.
La revelación golpeó a Montero como una descarga eléctrica.
—¿Su hermano? Pero tienen apellidos diferentes...
—Media hermana, técnicamente —aclaró ella—.
Misma madre, diferentes padres. Crecí usando el apellido de mi padre italiano.
Isabella extrajo de un cajón una carpeta.
—Helena descubrió algo extraordinario en Florencia en 2004 —explicó, desplegando fotografías antiguas sobre la mesa—. No viajó a Italia por casualidad romántica con mi hermano. Estaba siguiendo una pista específica.
Las imágenes mostraban páginas del manuscrito Pluteo 39.40, el trabajo criptográfico de Alberti.
—Lo que nadie sabía entonces —continuó Isabella— era que Alberti había dejado un mensaje encriptado dentro de sus propios métodos de encriptación. Un mensaje que permaneció indescifrable durante siglos.
—Hasta Helena —completó Montero.
—Hasta Helena —asintió Isabella—. Ella tenía una capacidad única para los patrones matemáticos. Donde otros veían aleatoriedades, ella distinguía estructuras precisas.
—¿Qué encontró exactamente?
—La prueba de que El Ingeniero no es una creación moderna —respondió Isabella—. Sus algoritmos básicos fueron concebidos durante el Renacimiento por un grupo secreto denominado 'Los Custodios de Venus'.
Isabella deslizó hacia él un antiguo dibujo: un diagrama mecánico sorprendentemente avanzado para su época.
—Una máquina de cálculo cifrado, diseñada por Alberti pero nunca construida oficialmente. Excepto que sí lo fue, en secreto, y su diseño evolucionó a través de los siglos.
—¿Cómo se conecta esto con Vázquez?
—Santiago Vázquez es descendiente directo de uno de los Custodios originales —explicó Isabella—. Durante generaciones, su familia ha protegido y desarrollado el concepto inicial de Alberti.
Isabella extrajo entonces un pequeño diario.
—Este es el verdadero tesoro —dijo, entregándoselo—. El diario personal de Helena durante su estancia en Florencia. Lo dejó conmigo para protegerlo.
Montero lo abrió con manos temblorosas, reconociendo inmediatamente la caligrafía de Helena:
"12 de julio, 2004. Florencia nos ha revelado secretos que alteran toda la historia de la informática. El manuscrito contiene instrucciones para una máquina pensante, siglos antes de que Turing la soñara. Pero lo más inquietante es encontrar mi propio nombre cifrado en un texto del siglo XV. Como si Alberti hubiera previsto mi llegada, mi búsqueda. A. dice que es coincidencia, pero no puedo ignorar el escalofrío que me produce.
Hoy conocí a una estudiante brillante, Isabella. Tiene los mismos ojos penetrantes de su hermano. Me ha mostrado documentos familiares que confirman nuestras sospechas sobre los Custodios. Alejandro nunca me contó que su familia estaba vinculada a ellos desde el principio."
Varias páginas después, un fragmento captó particularmente su atención:
"20 de julio, 2004. En la cafetería de la universidad, reconocí a Santiago. No lo veía desde Budapest, desde aquella noche que nunca mencionamos. Sé que me reconoció también, pero fingió no verme. Después de todo lo que compartimos hace años, hoy somos perfectos desconocidos.
A. nota mi inquietud pero no pregunta. ¿Cómo explicarle que el hombre que observamos, el hombre que investigamos, fue en otra vida mi amante? ¿Cómo explicarle que la pasión que compartimos en nuestra juventud era tan intensa como peligrosa? Éramos dos estudiantes brillantes, dos mentes complementarias que soñaban con cambiar el mundo tecnológico. Yo aún lo creía posible; Santiago ya había elegido las sombras..."
Montero sintió una punzada inesperada. ¿Celos? La idea de Helena y Vázquez como amantes arrojaba una nueva luz sobre todo el caso.
—Helena y Vázquez tuvieron una relación —murmuró, intentando procesar la información.
—Más que una relación —precisó Isabella—.
Fueron prometidos brevemente. Compartían una brillantez matemática excepcional. Se conocieron cuando ambos tenían veintidós años en una conferencia de criptografía en Cambridge. Su romance fue intenso y destructivo.
Isabella señaló una fecha posterior en el diario:
"25 de julio, 2004. Esta noche, mientras A. dormía, recibí una nota deslizada bajo nuestra puerta. 'Terraza del Palazzo Vecchio, medianoche'. No debería ir. Sería imprudente, peligroso. Pero necesito respuestas. Necesito entender por qué Santiago traicionó todo en lo que creíamos."
Montero pasó rápidamente a la entrada siguiente:
"26 de julio, 2004. El encuentro con Santiago ha cambiado todo. Me confesó que nunca dejó de amarme, que su trabajo con los Custodios siempre tuvo como objetivo protegerme. 'Hay fuerzas más allá de nuestra comprensión', dijo. 'El Ingeniero no es solo un sistema; es una evolución inevitable del pensamiento humano'.
Cuando le mostré las pruebas de las operaciones criminales, se limitó a sonreír tristemente. 'El orden emerge del caos', respondió. 'Todo sigue un patrón mayor'.
Lo más perturbador fue su advertencia final: 'Alejandro no es quien crees. Los Montes han sido guardianes del secreto durante siglos. Te está utilizando para llegar al núcleo'.
¿Debo confiar en el hombre que una vez traicionó mi corazón? ¿O en el hombre que ahora lo posee? Las matemáticas siempre me ofrecieron certezas; los sentimientos solo variables caóticas."
El tiempo se agotaba. Isabella recogió apresuradamente los documentos.
—Hay alguien más aquí en Roma que debes conocer —dijo urgentemente—. Alguien que puede ayudarte a activar Atenea cuando llegue el momento.
—¿Quién?
—Carmen Velasco.
Montero se quedó paralizado.
—¿Velasco? ¿Mi supervisora?
—Su hermana mayor —corrigió Isabella—. La verdadera creadora del algoritmo original de El Ingeniero, antes de que Vázquez lo robara y pervertiera su propósito.
Un mensaje en el teléfono de Montero interrumpió la conversación: "Vázquez en movimiento. Dirección: Florencia. Contacta urgente. —Campos"
—Debo irme —dijo, guardando el diario de Helena.
Isabella asintió, entregándole una pequeña llave antigua.
—Para la taquilla 39 en la estación Santa Maria Novella de Florencia. Helena dejó algo importante allí.
Mientras Montero salía apresuradamente de la Galleria Borghese, no podía dejar de pensar en las revelaciones del diario. Helena, la mujer que creía conocer tan bien, había estado unida románticamente al hombre que ahora perseguían. El pasado y el presente se entrelazaban en una danza peligrosa que los conducía inexorablemente hacia Florencia, donde todo había comenzado.
Y donde, quizás, todo terminaría.