Lo secuestró.
Lo odia.
Y, aun así, no puede dejar de pensar en él.
¿Qué tan lejos puede llegar una obsesión disfrazada de deseo?
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Capitulo 11: sin limites
[POV Nathan]
El auto quedó apagado frente a la mansión, y lo primero que pensé fue que Dylan no iba a bajar por sí mismo. El cabrón se quedó medio dormido después de ese beso, con la cabeza recostada contra el vidrio, la boca entreabierta y ese olor a whisky pegado en su piel.
—Un desastre —murmuré, abriendo su puerta.
Lo cargué como si fuera un niño grande, echándolo sobre mi espalda. No pesaba tanto, pero sí se movía como un gato malcriado, medio consciente, murmurando cosas sin sentido. Subí las escaleras despacio, con él resbalándose de vez en cuando, obligándome a apretarlo más contra mí.
La casa estaba en silencio, apenas la luz tenue de los pasillos. Al llegar a la habitación, lo dejé caer sobre la cama. Rebotó como si nada, soltando un gemido bajo y girándose de lado, todavía medio dormido.
Me quedé de pie, mirándolo. La corbata torcida, el pelo revuelto, los labios aún rojos de lo que le había hecho en el coche. Parecía un jodido ángel caído en el sitio equivocado.
Entonces se movió. Lento, inconsciente. Levantó el suéter, dejando al descubierto un tramo de piel tersa en el abdomen. Y justo en ese momento sentí el tirón abajo. Ese instinto primitivo que no pide permiso.
Mi miembro reaccionó sin demora, endureciéndose como si tuviera vida propia.
Me pasé la lengua por los labios, sin apartar la vista de esa piel.
—Mírate, gatito… ni cuenta te das y ya me estás volviendo loco.
Me senté en la orilla de la cama, inclinándome sobre él. Podía sentir su respiración cálida contra mi brazo. Estaba rendido, vulnerable, completamente a mi merced. Y ahí estaba yo, con el cuerpo respondiendo sin filtros, como si él me perteneciera desde siempre.
—Jodido alcohol… —susurré, con una sonrisa torcida—. Lo único que me hace falta es que te des cuenta de lo que provocas cuando me miras, cuando sonríes, cuando te pones rebelde…
Me acomodé, presionando un poco más contra la tela de mi pantalón. El calor me estaba quemando vivo.
Me mordí el labio, intentando no reírme solo.
—Joder, mocoso… me vas a volver loco.
El calor en mis pantalones era insoportable. Cada vez que cerraba los ojos, lo veía levantándose el suéter, el abdomen al aire, la boca entreabierta en la cama.
Tuve que apartar la vista, respirar hondo.
“Concéntrate, Nathan. Piensa en cosas cero pecaminosas.”
Sí, claro. Como si fuera tan fácil.
—Ovejas… —murmuré en voz baja, casi riendo. Unas ovejas saltando una valla. Una, dos, tres… mierda, en la cuarta ya lo estaba imaginando a él montando la valla.
“Ok, no ovejas. Piensa en otra cosa.”
Angelitos. Esos gorditos de iglesia con alitas.
Los visualicé flotando en el techo… hasta que uno de ellos tenía los labios rojos de Dylan.
—La puta madre… —bufé, llevándome una mano a la cara.
Me pasé la lengua por los dientes, frustrado, y terminé soltando una carcajada seca.
—No hay salida…
Me levanté con una maldición y salí de la habitación, cerrando la puerta despacio. Crucé hasta la mía, tirando la chaqueta y la camisa al suelo de un golpe. El espejo me devolvió la imagen de un hombre con la respiración agitada, el pantalón marcando demasiado.
Ya no había angelitos ni ovejas que valieran.
Me apoyé contra la cómoda, cerré los ojos y dejé que la mano hiciera lo que tenía que hacer. Cada imagen de él en mi cama se mezclaba con el calor en mi cuerpo, con el recuerdo de cómo gemía contra mi boca en el coche. Su piel, sus labios, esa rabia que escondía algo más.
Cuando terminé, jadeando, con la frente apoyada en el espejo, solté una risa ronca.
—Sí, definitivamente no podré aguantar por mucho.
Me limpié, me abotoné la camisa de nuevo y volví a su cuarto. Dylan seguía ahí, muerto en la cama, con la respiración lenta, el cabello hecho un desastre.
Le limpié la cara con un paño húmedo, le quité la corbata, el suéter. Quedó en camiseta, como un niño dormido.
Lo cubrí con la sábana y me quedé un rato sentado en la orilla, mirándolo.
—No tienes idea de lo que haces conmigo —susurré.
El sol apenas se filtraba por las cortinas cuando Dylan se movió entre las sábanas. La cabeza le pesaba como si hubiera bebido gasolina en vez de whisky. Con un quejido, buscó la almohada para acomodarse mejor… y frunció el ceño.
Estaba dura. Demasiado.
Con los ojos cerrados, pasó la mano por encima, tanteando. No era tela ni relleno. Era piel.
Abrió los ojos de golpe.
—¡La madre que…! —se incorporó de golpe, el corazón casi saliéndole por la boca.
Nathan lo miró desde la cama, con una calma que rayaba en descaro, apoyado en un brazo y con una media sonrisa. Solo llevaba puesto un pantalón, el torso descubierto.
—Buenos días, gatito.
—¡¿Qué carajos haces en mi cama?! —Dylan estaba rojo, entre el susto y la resaca.
Nathan se estiró, dejando ver cada músculo de su abdomen como si lo hiciera a propósito.
—Tu cama no. Mi cama. Y anoche parecías muy cómodo.
Dylan se pasó las manos por el pelo, desesperado.
—No, no, no… esto no puede estar pasando.
Antes de que pudiera seguir maldiciendo, la puerta se abrió suavemente. Doña Rosa, con una bandeja de desayuno, asomó la cabeza.
—Joven Dylan, pensé que… —se detuvo de golpe.
Sus ojos recorrieron la escena: Dylan en el suelo, con la sábana enrollada en la cintura, y Nathan tranquilo en la cama, medio desnudo, sonriéndole como si nada.
Doña Rosa abrió mucho los ojos y retrocedió al instante.
—Ay, lo siento, no quería molestar. —Dejó la bandeja en una mesita y salió rápido, cerrando la puerta tras de sí.
Dylan sintió que la cara le ardía.
—¡No, señora Rosa! ¡No es lo que piensa! —gritó desesperado, pero ya era tarde.
Nathan soltó una carcajada baja, disfrutando cada segundo del espectáculo.
—Relájate, Dylan. Ahora sí que no hay forma de que se lo saque de la cabeza.
Dylan lo fulminó con la mirada desde el suelo, enredado en la sábana, desorientado y con la resaca clavándole un cuchillo en la sien.
—Eres un desgraciado.
Nathan, con esa sonrisa cínica, apoyó la cabeza en la almohada como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—Y tú eres adorable cuando intentas negar lo evidente.
Dylan bajó a la cocina arrastrando los pies, con el cabello hecho un desastre y la cara roja todavía. Se sentía como un niño cazado en falta, con el estómago apretado nada más de pensar en Doña Rosa.
Ella estaba sirviendo café como si nada hubiera pasado, sonriendo con esa calma maternal que lo desarmaba.
—Buenos días, joven Dylan. ¿Durmió bien?
Dylan se atragantó con su propio aire.
—Yo… sí, claro. Perfecto. —Se dejó caer en la silla, hundiendo la cara en la taza de café para no mirarla directo.
Nathan entró unos segundos después, impecable como siempre, camisa blanca, el reloj ajustado en la muñeca. Se sentó a su lado con esa sonrisa torcida que Dylan ya conocía demasiado bien.
—¿Y, dormilón? —preguntó, sirviéndose café como si nada—. Espero que no hayas pasado frío anoche.
Dylan lo fulminó con la mirada por encima del borde de la taza.
—Cállate.
—¿Por qué? Si mamá Rosa ya lo vio todo… —Nathan bebió un sorbo, disfrutando el sonrojo de Dylan—. A estas alturas negarlo es perder el tiempo.
Doña Rosa carraspeó, dándoles la espalda mientras acomodaba los platos, pero Dylan juraba que estaba sonriendo.
—¡Señora Rosa, no es lo que piensa! —soltó, desesperado.
Ella levantó las manos sin voltearse.
—Yo no pienso nada, joven. Yo solo sirvo el desayuno.
Nathan soltó una carcajada baja, y Dylan quiso enterrarse bajo la mesa.
El celular de Nathan vibró sobre la mesa. Contestó con calma.
—Liu.
Era Alex, su asistente y mejor amigo. Su voz sonaba animada.
—Nathan, hoy vamos a probar el nuevo prototipo. El equipo lo tiene listo en la pista. Creo que te va a gustar.
Nathan arqueó una ceja, mirando de reojo a Dylan, que seguía escondido detrás de la taza.
—Bien. Estaré allí en una hora.
Colgó y dejó el móvil a un lado.
—Cambia de ropa, gatito. Quiero mostrarte algo interesante.
Dylan levantó la cabeza, confundido.
—¿Qué? ¿Yo también?
—Sí —respondió Nathan, como si fuera lo más normal—. No pienso dejarte encerrado aquí todo el día.
Dylan abrió la boca para protestar, pero Nathan ya se había puesto de pie, ajustándose la chaqueta.
—Y no tardes —añadió, lanzándole una mirada que no admitía réplica—. O te llevo en pijama.
Dylan soltó un quejido, exasperado, mientras Nathan salía de la cocina con esa seguridad que lo sacaba de quicio.
Doña Rosa dejó un plato de panecillos frente a él y le acarició el hombro con ternura.
—Coma algo, joven. No deje que lo saquen con el estómago vacío.
Dylan suspiró, hundiendo la cara en las manos.
—¿Por qué siempre tengo que ser yo el que queda en ridículo?
La risa de Nathan todavía se escuchaba a lo lejos.