Cuando Légolas, un alma humilde del siglo XVII, muere tras ser brutalmente torturado, jamás imaginó despertar en el cuerpo de Rubí, un modelo famoso, rico, caprichoso… y recién suicidado. Con recuerdos fragmentados y un mundo moderno que le resulta ajeno, Légolas lucha por entender su nueva vida, marcada por escándalos, lujos y un pasado que no le pertenece.
Pero todo cambia cuando conoce a Leo Yueshen Sang, un letal y enigmático mafioso chino de cabello dorado y ojos verdes que lo observa como si pudiera ver más allá de su nueva piel. Herido tras un enfrentamiento, Leo se siente peligrosamente atraído por la belleza frágil y la dulzura que esconde Rubí bajo su máscara.
Entre balas, secretos, pasados rotos y deseo contenido, una historia de redención, amor prohibido y segundas oportunidades comienza a florecer. Porque a veces, para brillar
NovelToon tiene autorización de Mckasse para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Cayendo en tu corazón.
Algo tibio, algo pesado, algo maravilloso me mantenía anclado al colchón.
La primera cosa que sentí al despertar fue el olor: Leo.
Ese aroma cálido, un poco dulce, mezclado con la locura que habíamos compartido durante horas.
Sonreí, sin abrir los ojos. Era tan fácil, tan malditamente fácil, querer quedarme así para siempre.
Sentí su brazo alrededor de mi cintura, fuerte, posesivo, como si temiera que desapareciera si me soltaba. Lo tocó suavemente en la frente y ya no tenía rastro de fiebre.
Mi pecho se llenó de un calor nuevo, uno más profundo que el deseo, más peligroso que cualquier necesidad física: amor.
Sabía lo que era.
No podía seguir mintiéndome.
Lo amaba.
Respiré hondo, buscando memorizar el momento. El aire olía a nosotros, a piel caliente y besos malgastados en el mejor de los sentidos.
Me moví apenas, intentando incorporarme para ver la hora, pero subestimé brutalmente el estado en que había quedado.
Mis piernas, mis traicioneras piernas, no respondieron.
Era como si fueran de gelatina.
Como si todo el maratón de besos, caricias y horas sin control me hubiera dejado físicamente inútil.
No tuve ni un segundo para reaccionar.
En cuanto apoyé un pie fuera de la cama, mi rodilla tembló, mi tobillo flaqueó… y el resto fue historia.
—¡Agh! —exclamé mientras me deslizaba de la cama como una bolsa de papas, arrastrando parte de la sábana conmigo.
El golpe fue un sonoro "paf" que rompió la serenidad de la habitación.
Me quedé ahí, tumbado boca abajo en el suelo, lleno de vergüenza, medio cubierto, medio desnudo, maldiciendo mi suerte. Por suerte parece que él me había limpiado todo rastro de semen.
—¿Rubí? —la voz ronca de Leo sonó adormilada desde la cama—. ¿Qué demonios fue eso?
Alcé la cabeza apenas, como un cachorro derrotado, y lo vi asomarse. Dios mío que vergüenza. Me acabó de ver el trasero todo desnudo.
Su cabello revuelto, su torso desnudo, su expresión confundida... y esa sonrisa incipiente que luchaba por contener.
—¿Te caíste? —preguntó, divertido.
Bufé.
—Oh...no, solo quería ver tu alfombra de cerca. Mis piernas...mis piernas se negaron a trabajar, gracias a ti —gruñí, sin dignarme a moverme aún—. Abuso de confianza, eso es lo que fue.
Leo soltó una risa baja y sexy, esa risa que me hacía temblar más que cualquier caricia.
—¿Tan mal te dejé, eh? —bromeó, mirándome como si fuera el mejor espectáculo de su vida.
—¡Ni te atrevas a presumir! —protesté, pero la risa me ganó también.
Él extendió una mano hacia mí, con esa calma de quien sabía exactamente lo que hacía.
La tomé porque quería, porque siempre quería tocarlo, incluso cuando mi orgullo estaba herido.
Me levantó sin esfuerzo, envolviéndome en sus brazos.
Su pecho desnudo era un ancla, su calor, un refugio.
—Podrías haberte hecho daño —murmuró, besándome el cabello—si necesitabas algo solo debiste despertarme y pedirlo. Tu trasero se adaptó bastante bien a mi tamaño. Pero recuerda que es tu primera vez.
—Creo que ya me rompiste todo anoche —murmuré contra su piel.
Lo sentí tensarse.
Apartó un poco la cara para mirarme, con sus ojos más abiertos, más serios.
—Rubí… yo no quiero lastimarte —dijo, con su voz apenas un susurro, cargada de culpa y ternura.
—No me lastimaste —le aseguré enseguida, acariciando su nuca—. Me rompiste de la mejor manera. Me hiciste sentir vivo.
Leo cerró los ojos un instante, como si mis palabras fueran un bálsamo que no esperaba recibir.
Cuando los abrió de nuevo, supe, lo supe sin que dijera una palabra, que él también estaba roto.
Roto por mí.
Como yo por él.
—¿Te quedarás conmigo hoy? —preguntó, apenas audible—. Solo hoy…
Mi pecho dolió.
Porque quería quedarme todos los días.
Porque un día nunca sería suficiente.
—Solo si me haces café —bromeé, intentando aligerar el momento.
Él sonrió, esa sonrisa suya que me desarmaba.
—Hecho —prometió—. Pero te llevo cargando. No quiero más accidentes heroicos.
Antes de que pudiera responder, me alzó como un saco de plumas, envuelto aún en la sábana.
Me reí, dejándome llevar, apoyando mi frente en su hombro, oliendo su piel, sintiendo el latido de su corazón.
Él era mi casa.
Y por primera vez en mi vida, no tenía miedo de quedarme en esta era en este fragmento del tiempo.
—¿Lo prefiere con poca azúcar?
—Sí. Necesito bajarle al azúcar, los postres son deliciosos.
—Eres hermoso aunque te comas el ingenio de azúcar.
Me había prometido quedarme en el sofá con la taza de café.
Había jurado no mover un músculo más después de la caída olímpica de hace un rato.
Pero entonces Leo dijo:
—Voy a darme una ducha rápida. Hay más café en la máquina.
Y, claro, se fue caminando así.
Así como solo él sabe: con ese trasero arrogante, los músculos de la espalda en un desfile pecaminoso y la toalla colgando peligrosamente de su cadera.
Como si el universo se burlara de mi autocontrol. Me tragué el café muy rápido. Ni cuánta me di por estar mirando.
—Maldita sea —murmuré, abandonando mi taza vacia—. Esto no es justo.
Me arrastré —literalmente— hasta el baño como quien va a enfrentarse a su destino. No quería perderme nada de ese hombre.
Empujé la puerta entreabierta, y el vapor me recibió como una amante celosa.
Allí estaba él, bajo el chorro, con la cabeza hacia atrás y las gotas deslizándose por su piel como si tuviera una campaña de Calvin Klein en curso.
—¿Vienes a lavarme la espalda o a terminar de romperme? —preguntó sin mirarme, como si supiera que estaba ahí desde el primer segundo.
—Eso depende —respondí, entrando con descaro—. ¿Vas a seguir fingiendo que no tienes un monstruo mutante entre las piernas?
Leo se rió.
Esa risa que me calentaba más que el agua hirviendo.
—¿Te estás quejando, Rubí? Ayer eras tú el que me decía "más profundo" "más duro" "ahí, justo ahí"
—No me quejo, me asusto —gruñí nervioso y sonrojado —. Es antinatural. ¡Eso debería tener licencia de armas!
Él se giró lentamente, como en cámara lenta, y lo vi todo otra vez.
Cada centímetro. ¿algunos 20 centímetros?
Cada curva.
Cada gota maldita.
—Te vas a acostumbrar —dijo con esa voz ronca, segura, que no debería ser legal.
—¿Acostumbrar? ¡Leo! ¿Desde cuándo un hombre se adapta a eso? —Señalé entre sus piernas sin vergüenza—. ¡Esa cosa tiene personalidad propia! Podría tener pasaporte y trabajo.
Leo se acercó despacio, como si acechara a una presa divertida.
—No parecía molestarte anoche —susurró contra mi oído—. Gritabas mi nombre como si fueras un disco rayado. Cada vez que empujaba y te quedabas sin aire, te aferrabas más a mí.
—Yo… eso fue… me hackeaste el sistema nervioso —balbuceé, resbalando ligeramente al dar un paso atrás—. ¡Fue reflejo involuntario!
Él me atrapó de la cintura, pegándome contra su pecho húmedo.
—¿Reflejo? Rubí… perdiste la cuenta de cuántas veces llegaste antes que yo. No parabas.¿Quieres que te lo recuerde? Porque tengo buena memoria.
—¡Mentira! —me defendí, aunque sabía que no tenía escapatoria—. Fue trampa. Usaste todo el arsenal.
—¿Cuál arsenal? ¿Esto? —Y bajó una mano con descaro, acariciándome donde sabía que perdía la lógica.
Gemí.
Demonios.
—Te tengo dominado —dijo con una sonrisa arrogante.
—¿Dominado? —me burlé—. ¡Me caí de la cama, Leo! ¡No me podía ni poner de pie!
—Exacto. Dominado. —Me besó el cuello—. Rendido. Y adolorido, por lo visto.
—Eres un salvaje.
—Y tú un mentiroso —me murmuró al oído—. Dijiste que no podías más, pero mírate. Ya estás duro otra vez.
Lo empujé riendo, aunque claramente no tenía intenciones de irme.
—¡Quítate! Voy a terminar hospitalizado.
—Ya tienes cama —rió—. ¿Y si te hago terapia de recuperación aquí mismo?
—Me vas a dejar como espagueti cocido —intenté protestar, aunque mis piernas ya se abrían solas como portón eléctrico.
—Entonces relájate —susurró contra mis labios—. Y déjame hacer de este baño tu nueva zona de peligro. Debíamos hacer esto desde un principio y nos hubiéramos ahorrado el sufrimiento.
Me besó.
Y sí, otra vez, el monstruo reclamó su lugar.
Y yo… yo solo me aferré a su cuello y recé para que el seguro médico cubriera "exceso de placer con novio sobrehumano".