Sinopsis de Destrúyeme
Lucas Santori es un hombre marcado por el odio, moldeado por un pasado donde el dolor y la traición fueron sus únicos compañeros. Valeria Montalbán, una mujer igual de rota, encuentra en él un reflejo de su propia oscuridad. Unidos por una atracción enfermiza, su relación se convierte en un campo de batalla entre el amor y el deseo de destrucción. Juntos, navegan por un abismo de crímenes, secretos y obsesiones, donde la línea entre víctima y verdugo se desdibuja. En su mundo, amar significa destruir y ser destruido.
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CAPITULO 16
⚠️ Advertencia ⚠️
Este capítulo contiene escenas explícitas y temas sensibles que pueden herir la sensibilidad del lector. Se recomienda discreción.
⚠️ Todo lo narrado es completamente ficticio y no representa mis valores, creencias o posturas personales. Es solo parte del desarrollo de la historia y sus personajes. ⚠️
Lean bajo su propia responsabilidad.
...Valeria....
Acomodo mi ropa con movimientos lentos, sintiendo todavía su calor en mi piel. El silencio se extiende entre nosotros, pesado, denso. Pero no hace falta romperlo. No hay necesidad de palabras cuando los cuerpos ya lo dijeron todo. Cuando una mirada basta para entender lo que ninguno de los dos se atreve a admitir.
Un hombre entra al pequeño cuarto justo cuando termino de acomodarme la camisa.
—Dominic quiere verte —anuncia con voz neutra.
Santori se mueve al instante, colocándose entre él y yo, su postura imponente como una barrera infranqueable. Su mirada afilada se clava en el intruso, como si ya estuviera evaluando si merece salir de aquí caminando.
—¿Para qué? —pregunta con los músculos en tensión, listo para cualquier cosa.
—Para pagar su deuda.
Mis labios se curvan en una sonrisa fría. Claro, su deuda. Gané el enfrentamiento contra su luchadora, y ahora le toca cumplir. Qué bien que lo recuerde.
Paso junto a Santori, cuidando de no rozarlo siquiera, pero su mano se cierra alrededor de mi brazo en un agarre firme, una advertencia muda.
Levanto la vista y me encuentro con su mirada oscura, intensa, cargada de un mensaje que no necesita palabras.
—Quiero mi dinero y deshacerme de ti lo más pronto posible —escupo con frialdad, viendo cómo su mirada se ensombrece y la rabia endurece cada uno de sus rasgos.
—Te dije que esa decisión no está en tus manos —su agarre se vuelve más fuerte, como si intentara anclarme a él por la fuerza.
Aprieto la mandíbula y le sostengo la mirada con desafío.
—Que follemos no te hace especial —me sacudo con brusquedad, arrancando mi brazo de su agarre—. He follado con muchos, y ninguno ha sido relevante. Tú tampoco lo eres.
El silencio entre nosotros es un filo punzante, pero no me detengo a ver su reacción. Me giro y sigo adelante, sin darle la satisfacción de mirar atrás.
Camino detrás del mensajero de Dominic, manteniendo la cabeza en alto a pesar de la debilidad que todavía resiente mi cuerpo. No voy a darle el gusto a Santori de verme frágil, de notar cualquier rastro de vulnerabilidad en mí.
Me jode admitirlo, pero aún más me niego a reconocerlo: algo en él ha logrado tocar una parte de mí que creía enterrada. No. No voy a caer en ese juego. Esto es solo una lucha de poder, y no pienso ser yo quien termine perdiendo.
Puedo sentir la mirada de Santori clavarse en mi espalda como un puñal ardiente mientras cruzo la puerta. Es intensa, cargada de rabia contenida, de algo que no quiero descifrar.
Quiere matarme, lo se.
Y yo a él… por atreverse a alterar el control que siempre tuve sobre mi vida.
—Aquí estás… Toda una sorpresa tu triunfo —su mirada se desliza con burla hasta Santori, que permanece a mi espalda—. Lucas, veo que sigues aquí. ¿Cuánto porcentaje te toca de lo que ella ganó?
—Nada —respondo con frialdad, sin dudarlo—. Santori no es mi representante, no es nadie.
Santori suelta una carcajada seca, carente de humor.
—Sin representantes, sin ataduras… —su voz gotea veneno mientras me mira con arrogancia—Solo es una perra a la que me follo cuando se me antoja.
Aprieto los puños sintiendo la humillación de sus palabras. El tal Dominic deja escapar una carcajada lenta, arrastrada, mientras me recorre con la mirada como si fuera mercancía en exhibición.
—Si solo es eso… —inclina la cabeza, disfrutando cada palabra—. Quizás la próxima vez me toque a mí. Quién sabe, con lo dócil que se ve después de un buen polvo, tal vez hasta me deje sin pelear.
Lo miro con desdén, saboreando el momento.
—¿Quieren compartirme? —dejo escapar una carcajada baja, burlona— Qué patético. Ni juntándose los dos podrían siquiera satisfacerme.
La sonrisa en mi rostro es cruel, venenosa, y la dejo ahí, disfrutando el aura de furia que puedo sentir de Santori y la mueca de fastidio del otro imbécil.
—Pero entiendo por qué fantasean con eso —añado, con una sonrisa burlona—. Debe ser jodido saber que lo mejor que han tenido soy yo… y que, a pesar de eso, ninguno tuvo lo necesario para hacerme temblar como realmente quisiera.
El golpe es certero, dirigido sin titubeos a Santori detrás de mí. El silencio que se extiende tras mis palabras es la confirmación de que acerté donde duele.
—Pasemos a lo importante entonces —dice Dominic tras unos minutos de tensión—. Ochocientos mil, ¿no? Esa es tu paga.
—Así es —respondo, cruzándome de brazos mientras me acerco con calma al escritorio donde a decidido sentarse.
Firma uno de los cheques con la indiferencia de quien entrega una limosna, como si fuera una cifra insignificante, apenas digna de su atención.
Un grito irrumpe desde un costado del lugar, desesperado y agónico, rasgando el silencio con brutalidad.
Mis ojos viajan de inmediato hacia la fuente del sonido, expectantes, intentando descifrar qué se oculta tras la puerta entreabierta.
—¿Te da curiosidad, muñequita? —su voz es un arrastre burlón, impregnado de veneno—. Supongo que te encantaría conocer mi patio de juegos.
Giro la cabeza para enfrentarlo, pero lo que encuentro en su mirada me hiela la sangre. No hay vestigios de humanidad en esos ojos. Son fríos, vacíos… los de alguien que ha presenciado tantas atrocidades que ya nada le conmueve.
Me tiende el cheque sin prisa, como si fuera un simple trámite. Luego camina hacia la puerta, y yo lo sigo de cerca.
De pronto, una presión firme en mi mano me obliga a detenerme. Es Santori. Su agarre es un claro aviso, sus ojos oscuros me atraviesan con una advertencia muda, como si supiera que lo que hay detrás de esa puerta es algo que no debería ver.
Pero me suelto. Me niego a detenerme.
Bajamos por las escaleras viejas y desgastadas. Cada paso resuena en el silencio denso del lugar. El aire está cargado de un hedor nauseabundo: humedad, sangre podrida, mierda. Se pega a la piel, a la garganta. Es asqueroso. Es insoportable.
Un hombre cuelga de una viga, su cuerpo es un amasijo de carne perforada, apuñalado tantas veces que parece un colador. La sangre gotea en un charco oscuro bajo sus pies descalzos, temblorosos por el dolor insoportable.
Pero no ha terminado.
Un palo grueso atraviesa su parte trasera, arrancándole un grito ahogado, una súplica inútil. Los hombres a su alrededor no se detienen. Siguen torturándolo con una precisión casi mecánica, arrancándole lo poco de vida que le queda, despojándolo de cualquier rastro de humanidad.
Y mientras tanto, otro observa a través de la lente de una cámara, inmortalizando cada segundo de la agonía.
—Mis seguidores de la red oscura... solo digamos que son bastante exigentes, con gustos muy peculiares.
Su tono es casi casual, como si hablara del clima y no de la atrocidad que tiene lugar frente a nosotros.
El asco me revuelve el estómago. Dominic me repugna. Es la clase de ser que no merece respirar, una aberración que se alimenta del sufrimiento ajeno.
Lo miro y ya no veo a un hombre, solo a otro monstruo más. Uno que nunca debería haber existido.
Mi mirada se desvía hacia una diminuta sombra que se desliza entre la penumbra. Un escalofrío me recorre la espalda. Sé que Dominic también lo nota, porque su risa baja y burlona resuena a mi costado.
—¿Tú también tienes gustos peculiares, pequeña? —su tono es suave, casi divertido, pero la malicia que lo impregna me revuelve el estómago.
Me hace una seña con la mano, indicándome que lo siga.
Mi cuerpo se tensa con anticipación. Cada vello de mi piel se eriza, como si mi instinto intentara advertirme del infierno al que estoy a punto de entrar.
Otra puerta se abre con un rechinido.
Lo que veo al otro lado me destroza el alma.
Niñas que no sobrepasan la edad de mi hermanita Sofía posan ante la cámara, completamente desnudas. Sus rostros infantiles están cubiertos de maquillaje, una grotesca máscara que no logra ocultar la tristeza en sus ojos. Son pequeñas marionetas con hilos invisibles, obligadas a jugar un papel en un espectáculo repulsivo.
El estómago se me revuelve. Siento un nudo apretarse en mi garganta, pero la rabia es más fuerte. Las imágenes frente a mí se mezclan con los fantasmas de mi propio pasado, encendiendo un fuego visceral dentro de mi pecho. La bestia que yace en mí despierta.
—Este es el cimiento de mi fortuna. Te sorprendería saber lo bien que pagan por esto —su voz resuena con una tranquilidad enfermiza, como si estuviera hablando de un simple negocio.
Es la última gota. La ira me consume, oscurece mi visión y late con fuerza en mis venas. Mi mente se nubla, dejando espacio solo para el deseo de destruirlo.
—¡¡¡Maldito hijo de puta!!! —Mi puño impacta con fuerza en su pómulo, el golpe resuena en la habitación. Siento el ardor en mis nudillos, pero el dolor es insignificante comparado con la rabia que me consume.
—¡¡Voy a matarte, maldito enfermo!! ¡¡Eres la peor escoria que ha pisado esta tierra!! ¡¡Un enfermo repugnante, una maldita alimaña que ni siquiera merece respirar!!
La furia me quema por dentro. No pienso, no razono, solo quiero arrancarle la garganta a Dominic con mis propias manos. El asco, la rabia, todo se mezcla en mi pecho hasta que explota en una necesidad primitiva de destruirlo.
El golpe retumba en mis nudillos, pero no es suficiente. No después de lo que vi. No después de sentir este veneno corriendo por mis venas. Dominic tambalea, sorprendido, pero no cae. Maldita sea, quiero que caiga.
Mi mano vuela a mi cinturón, sacando la navaja sin pensarlo. No me importa nada. No me importa quién esté mirando o qué consecuencias pueda traer esto. Solo quiero abrirle la garganta de un tajo, ver su sangre correr como pago por lo que hace.
- Controla a tu perra- dice el infeliz haciendo que me hierva más la sangre.
Me tiro de nuevo hacia él pero antes de que la hoja alcance su objetivo, un brazo fuerte me atrapa por detrás.
—¡Déjame, Santori! ¡Suéltame, hijo de puta! —gruño, retorciéndome con toda mi fuerza.
La presión en mi cintura es implacable, pero eso no me detiene. Choco mi codo contra su torso, pateo, araño, pero no sirve de nada. Un segundo después, una presión certera en mi cuello hace que todo se tambalee.
No es dolor, no es brutalidad, es algo peor. Es control.
Mi respiración se entrecorta, mis músculos pierden fuerza, mi visión se nubla. La rabia sigue ardiendo en mi interior, pero mi cuerpo me traiciona. Me aferro a la ira, intento sostenerme de ella… pero es inútil.
—Tranquila… —su voz grave se filtra en mi mente, como una sombra envolviéndome.
No. No quiero tranquilizarme.
Mis dedos se aflojan, la navaja resbala de mi mano. Maldición. Lo último que siento es su agarre firme evitando que me desplome.
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El rugido del motor me arranca de la inconsciencia. Me cuesta abrir los ojos, como si mis párpados pesaran toneladas, pero cuando finalmente lo logro, descubro que el sol ha desaparecido. La noche ha caído, implacable y fría, envolviendo todo en una oscuridad que se siente demasiado densa.
—Debiste dejar que lo matara —murmuro con la voz ronca, aún con las imágenes de aquellos rostros inocentes grabadas en mi mente. Ningún niño debería vivir algo así.
—Eso solo te convertiría en una imbécil —responde con frialdad, como si nada de lo ocurrido le afectara en lo más mínimo.
—¿A eso también vas a ese lugar? —espetó, con la rabia aún hirviendo en mi interior—. ¿Eres otro maldito enfermo como él? Porque está claro que te conoce bien. ¿También eres uno de sus clientes?
La mandíbula de Santori se tensa al punto de que parece que sus dientes podrían romperse entre sí. Sus ojos oscuros, cargados de furia, se clavan en mí como dagas.
—No vuelvas a decir una mierda así —su voz es baja, pero el veneno en ella es más letal que cualquier grito—. ¿Crees que podría siquiera mirarme al espejo si fuera como él? ¿Que podría tocarte después de haber estado cerca de algo tan asqueroso?
Su agarre en el volante se vuelve aún más feroz, los nudillos marcando su piel como si quisiera arrancarlo de su lugar.
—Jamás pondría un pie en ese sitio para algo más que volarlo al infierno. Y si vuelves a compararme con ese malnacido, Valeria, te juro que me voy a encargar de que te tragues cada una de tus palabras.
La rabia me consume, me quema la garganta y aprieta mi pecho con una fuerza sofocante. Lo miro con desprecio, con el odio hirviendo en mi sangre.
—¿Por qué me detuviste? —mi voz es un gruñido, tembloroso de furia contenida—. ¡Pude haberlo hecho! Pude haberle rebanado el cuello como el maldito cerdo que es y tú… tú me lo impediste.
Santori sigue con la mandíbula tensa, su mirada impenetrable, pero no me basta. No quiero su silencio, quiero una maldita razón.
—¿Qué? ¿Ahora te da lástima? ¿Te crees mejor que yo porque no le metiste una bala en la cabeza? —escupo las palabras con veneno—. ¡Ese asqueroso no merece seguir respirando! ¡No después de lo que hace, de lo que vi!
Aprieto los puños con tanta fuerza que me duelen los dedos.
—Pero claro, ¿no? Tú decides cuándo hay que usar la fuerza y cuándo no. Tú pones las reglas, tú controlas lo que se debe y lo que no se debe hacer.
Lo fulmino con la mirada, el pecho subiéndome y bajándome por la rabia.
—No eres diferente de él, Santori. También juegas con lo que te conviene.
Sus ojos, oscuros y calculadores, no reflejan nada. Solo una frialdad absoluta. Pero cuando abre la boca, su voz es firme, controlada, como si toda esta escena no lo afectara en absoluto.
—No vuelvas a compararme con esa escoria. —Su tono es grave, cortante, como una advertencia velada.
—¿Te ofende? —ladro con burla—. ¿Te repugna que te ponga en el mismo lugar que él? Pues adivina qué, Santori… cuando guardas silencio ante la mierda, terminas oliendo igual.
Su mandíbula se tensa. Sus nudillos se vuelven blancos alrededor del volante. Pero no dice nada.
No necesita hacerlo.
El asco que me provoca ya lo dice todo.