Doce hermosas princesas, nacidas del amor más grande, han sido hechizadas por crueles demonios para danzar todas las noches hasta la muerte. Su madre, una duquesa de gran poder, prometió hacer del hombre que pudiera liberarlas, futuro duque, siempre y cuando pudiera salvar las vidas de todas ellas.
El valiente deberá hacerlo para antes de la última campanada de media noche, del último día de invierno. Scott, mejor amigo del esposo de la duquesa, intentará ayudarlos de modo que la familia no pierda su título nobiliario y para eso deberá empezar con la mayor de las princesas, la cual estaba enamorada de él, pero que, con la maldición, un demonio la reclamará como su propiedad.
¿Podrá salvar a la princesa que una vez estuvo enamorada de él?
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CAPÍTULO 16
No obstante, una melena casi rojiza hizo que tanto el cómo Jeremy jr desviaran su atención. El joven mayordomo estaba sorprendido, puesto que Anastasia se estaba acercando.
Se suponía que, usando la barrera de sir Scott, el único que podría estar adentro era él. Ya que usando el primer círculo mágico que Scott le había enseñado, solo él estaría lo suficientemente cerca para sellar al demonio en la carta.
—¡Anastasia!—el demonio la llamó.
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El ser monstruoso se aferraba con sus largas garras a la tierra, con tal de no ser devorado por la carta que estaba siendo, sintió el aroma de Anastasia.
Al verla no solo observó que esta lo miraba con odio, sino que se acercaba con una daga hecha de plata bendita.
Anastasia, quien anhelaba que ya todo acabara, clavó la daga en la garra derecha del demonio. Dejándola enterrada unos segundos, lo observó con ira contenida.
—Antes muerta que volver contigo—le escupió en la cara.
Sacando de nuevo la daga, la clavó en su otra mano, haciendo que finalmente el demonio perdiera la fuerza y fuera absorbida para la carta carmesí hecha de la sangre de Jeremy Jr.
Observando cómo la daga volvía a ser el bastón de la abuela Baba, todo a su alrededor volvió a la normalidad y la marca de su cuello desapareció, para solo quedar las cicatrices de su herida.
—¿Ana?—preguntó asustado Scott.
Al verla tan pálida, corrió hasta ella; sin embargo, seguía manteniendo la mirada gacha, como si su propia existencia la avergonzara.
—Todo es mi culpa—susurró—me dejé engañar... y ni he podido proteger a mis hermanas...
—¿Ana?—extendió su mano para acariciarla, pero ella se apartó—¿Ana?
Anastasia cerró sus ojos, intentando contener el amor que sentía por Scott. Estaba segura de que moriría llevándose sus sentimientos a la tumba; sin embargo, la culpabilidad por lo ocurrido y la responsabilidad que sentía era mucho más grande.
Lo que había ocurrido en la habitación de Scott solo fue un momento de debilidad, pensaba que el hombre no la amaba. No solo sentía que la evitaba por su diferencia de edad, sino que también estaba un poco asqueado con ella debido a ya no ser virgen.
—Olvide todo lo que pasó entre nosotros—le dijo mientras se levantaba—ya no tendrá que soportarme más...
Scott se quedó en silencio, pálido, sin entender lo que estaba pasando. No obstante, no podía irse hasta finalizar el sello de la carta, que no solo estaba conteniendo al demonio, sino que también sería su tumba para toda la eternidad.
Anastasia, con ayuda de la silla de ruedas que trajeron sus doncellas, fue regresada al palacio de invierno. Se sentía tan mal, no tenía energías, y la culpabilidad la mataba. No obstante, se sentía por fin libre de aquel ser.
—¡Su excelencia!—gritó una de sus doncellas.
Ambas sirvientas tuvieron que detenerse, ya que Anastasia había caído sin conciencia en el césped del extenso jardín.
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Mientras tanto, en la oscuridad de la madrugada, un hombre encapuchado de blanco observaba a dos personas dormir en la misma cama.
Acariciando el cabello de la mujer, agradeció haber dormido a los dos allí presentes antes de que se le hubiera sido arrebatada su virginidad.
Gracias a su capa, podía hacerse invisible ante los ojos de los propios demonios, por eso observó la llegada de una mariposa demoníaca que buscaba llevarse a la chica.
—¿Qué crees que estás haciendo?—preguntó en un susurro.
Tomando en su mano a la mariposa, la encerró en su puño y la acercó a su rostro.
“La princesa Diana es mía...”
Una voz demoníaca emergió de la mariposa; no obstante, el misterioso hombro la quemó aún en su mano con fuego azul.
Suspirando con pesadez, era sorprendente de la que se liberó Diana en ese momento. No sabía cómo ella y el visir había acabados intoxicados con un afrodisíaco, pero si no hubiera sido él, entonces el demonio mancillaría a la jovencita.
Prometiendo averiguar lo que pasó realmente, tomando en brazos a Diana, la sacó de allí, provocando que ella también se volviera invisible por su capa, salió de la habitación del visir. Una vez asegurándose de que no hubiera otra amenaza, llegó finalmente al palacio de invierno.
Aprovechando que el lugar se encontraba solo, dejó a la cuarta princesa en su cama, no sin antes colocarle un anillo de protección en su dedo. Aquel anillo, que parecía más uno de compromiso, tenía curiosamente una piedra del mismo color de los ojos de Diana.
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Después de salir del palacio de invierno, el extraño llegó hasta la habitación de la abuela Baba, donde la anciana seguía durmiendo. Colocándose a su lado, comenzó a influir energía vital en la herida de ella, haciendo que poco a poco cerrara y el color volviera al rostro de ella.
—¿Arthur?—preguntó la abuela Baba.
Si bien era ciega y con su capa tampoco pudiera observar su energía vital, era imposible no reconocer el olor de su nieto. El hombre, quien debía ser quizá el más vigilado aparte del rey debido a su cargo como papa, tenía sus formas de escaparse sin ser visto.
Arthur, luego de asegurarse de que su abuela estuviera bien, llevó sus dos manos hasta las mejillas de la anciana y comenzó a apretarlas como si fuera un cangrejo. Aquello hizo que la anciana tuviera que disculparse para que el hombre la dejara en paz y liberara su rostro.
—¿Se puede saber por qué mi abuela sigue trabajando y no disfrutando su jubilación?—preguntó el papa—¿No se suponía que Scott te ayudaría a buscar una residencia?
Baba, avergonzada como una niña, hizo un mohín mirando con ternura a su nieto, esperando que este la perdonara; sin embargo, Arthur de nuevo volvió a apretar sus mejillas como un cangrejo.
—¡Perdón! ¡Perdón!—respondió la anciana—¡Es que yo quería ayudar a las princesas!...
No obstante, cuando iba a seguir hablando, un segundo aroma la distrajo. Tomando con suavidad la mano de su nieto, notó que era el aroma de Diana. Fue así que ató cabos, ya que cuando tenía una visión, entre más borrosa fuera, más probable era que cambiara.