EL DRAGÓN OLVIDADO QUE VUELVE A NACER

Drayce la había conocido en su primera vida, y los recuerdos que tenía de ella eran pesadillas que ni el tiempo ni la muerte lograban borrar. Su sola presencia le recordaba el sabor metálico del miedo y la impotencia.

—Haces que me duela la cabeza, joven príncipe —gruñó Vhagar con fastidio.

—Lo siento, es que… no entiendo cómo en tan poco tiempo Freya ha dejado de ser quien era —respondió Drayce, con el ceño fruncido.

La había visto de lejos unos días atrás, caminando por los pasillos del ala norte. Su andar, que antes era majestuoso y elegante, ahora era torpe y errático. Su piel pálida se tornaba grisácea, y un aura oscura la envolvía como una neblina viva.

—Eso se debe a que su alma, su espíritu y su magia han sido absorbidos por el impuro —explicó Vhagar con tono grave.

—¿Ese impuro… puede habitar otros cuerpos además del de Freya? —preguntó Drayce con creciente inquietud.

Sabía que si la dejaba tal y como estaba, moriría pronto. Pero si intentaba liberarla, su magia podría quedar atrapada en ella, alimentando al impuro y volviéndolo más fuerte.

Estaba acorralado por las consecuencias de cualquier decisión.

—Tu preocupación es evidente, Drayce— respondió el dragón con voz más suave —pero no. El impuro solo puede tomar el cuerpo de alguien que posea la marca de la luna negra.

—¿Y si intenta crear una nueva marca?

—No podría. A menos que encuentre un cuerpo lo suficientemente débil y con magia pura para resistirlo… —la voz de Vhagar se volvió tensa— aunque…

—¿Aunque qué? ¡Habla! —exigió Drayce.

el dragón le respondió —Existe una posibilidad de que logre materializarse. Un cuerpo físico.

Drayce palideció. Su respiración se aceleró.

—Eso significaría que… podría tomar a alguien vivo.

—Exacto. Alguien con magia… o alguien demasiado joven para defenderse.

El corazón de Drayce se detuvo por un segundo.

—¡Dereck! —susurró, y salió corriendo sin esperar más explicación.

El eco de sus pasos resonó por los pasillos de mármol, golpeando las paredes como un presagio.

Solo tres personas podían ser objetivos: Christian, aún débil tras el parto; Drarius, cuyo poder dormía en su interior; y Dereck, el alma pura recién nacida.

Al llegar a los aposentos donde descansaban Christian y el bebé, vio a su padre a su lado.

El alfa los vigilaba con ojos serios, protectores.

Drayce respiró con alivio por un instante, antes de decir con voz tensa:

—Padre… Drarius está en peligro.

Vladimir lo miró con sorpresa, pero no hubo tiempo para explicaciones.

Drayce corrió una vez más, invocando parte de su magia. El suelo vibraba a su paso, las antorchas se apagaban y volvían a encenderse con su energía.

Drarius acababa de salir del baño, su cabello aún goteaba cuando la puerta se abrió de golpe.

Freya estaba allí.

Pero no era su madre.

Su piel parecía hecha de ceniza y sombras; sus ojos, dos pozos oscuros con un brillo carmesí en el centro.

—¿Cómo pudiste traicionarme? —susurró, tomándolo del cuello con fuerza, levantándolo del suelo.

—M-madre… suéltame… —balbuceó, intentando respirar.

—¡Calla! —gritó, arrojándolo contra el mueble más cercano—. ¡Todo era para ti! ¡Para nosotros! ¡Y tú lo arruinaste por ese bastardo de luz!

La risa que escapó de sus labios no era humana.

Era un sonido quebrado, hueco, que helaba la sangre.

—Eres un tonto, Drarius. Si no quieres morir, harás lo que te ordeno —dijo mientras alzaba la mano derecha, la misma con la que castigaba a los sirvientes.

El joven príncipe la miró aterrado.

—¿Qué… qué quieres que haga?

—Mata al niño. Al hijo de ese falso… hazlo delante de su madre.

Drarius tembló. Recordó las palabras amables de Christian, las risas compartidas, la paciencia que siempre le había mostrado.

—No… no lo haré.

—¿Qué dijiste? —su voz se volvió venenosa.

—¡No lo haré! —gritó, pero el golpe vino antes de que terminara la frase.

El impacto lo arrojó al suelo, el anillo de Freya le cortó el pómulo y la sangre comenzó a correrle por el rostro.

Ella levantó la mano para golpearlo otra vez, pero no alcanzó a hacerlo.

—¡Suficiente! —rugió Drayce desde la puerta.

La habitación se iluminó con un destello dorado.

El viento se levantó dentro del cuarto, arremolinando los velos y las cortinas. Freya giró hacia él, y por primera vez, sonrió con locura.

—Así que al fin te atreves a enfrentarme, pequeño dragón.

—No te atrevas a llamarme así —gruñó Drayce, y Vhagar rugió dentro de su pecho—. Te di demasiadas oportunidades para irte.

Freya levantó las manos y las sombras del suelo se alzaron como tentáculos.

Drayce respondió con fuego puro.

El choque fue brutal: magia negra contra fuego ancestral. Las paredes temblaron, el aire se volvió denso, y los cristales de las ventanas estallaron en mil fragmentos.

—¡Tu poder no me asusta! —gritó Freya, lanzando una ráfaga oscura que casi lo golpea.

—No lo necesito para destruirte —respondió Drayce con frialdad.

Sus ojos se tornaron dorados, la marca del dragón brilló en su frente.

Vhagar canalizó su energía y, con un rugido ensordecedor, rompió el vínculo entre el impuro y Freya.

Un grito desgarrador llenó el lugar.

El cuerpo de la concubina se arqueó, convulsionando mientras una sombra oscura salía de ella, girando en el aire como humo vivo antes de desaparecer en un destello de fuego.

Freya cayó al suelo, jadeante, sus ojos vacíos.

Drayce la observó con una mezcla de furia y compasión.

—Ya no eres una amenaza… pero tampoco volverás a ser libre.

Selló sus poderes con una marca de fuego en su pecho.

Freya gritó de dolor.

—¡Guardias! —bramó Vladimir al entrar en la habitación, con Christian detrás de él—. ¡Llévenla a las mazmorras! ¡Ahora!

Los soldados obedecieron sin titubear.

La arrastraron fuera, mientras ella reía entre sollozos, murmurando cosas sin sentido.

El eco de su locura se fue perdiendo entre los pasillos del castillo.

Al caer la tarde, el consejo imperial se reunió.

El veredicto fue unánime: ejecución pública por traición y brujería.

Las campanas sonaron al amanecer, y el pueblo se reunió en la plaza.

Freya, vestida con un traje gris, con los ojos vacíos pero aún altiva, fue llevada hasta la guillotina.

Drayce la miraba desde el balcón superior.

No sentía alegría, ni alivio. Solo una paz amarga.

—Sabes algo, Freya… —dijo en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que ella lo escuchara—. Te devuelvo los años que me maltrataste con la guillotina.

Ella lo miró, con una sonrisa quebrada, y trató de responder, pero ya no tenía voz.

—Ahora nadie te recordará. Serás la vergüenza del imperio. Un nombre que dará asco pronunciar.

Un silencio helado cubrió la plaza.

El verdugo levantó la mano.

El filo descendió con un silbido.

Freya cayó.

Y con ella, terminó una era de miedo.

El pueblo rugió con júbilo, pero Drayce solo cerró los ojos.

—Que los dioses te juzguen… —susurró—. Porque yo ya no tengo nada más que darte.

El viento sopló fuerte, llevándose consigo el último rastro de la oscuridad que alguna vez reinó sobre el imperio.