Jasmim y Jade son gemelas idénticas, pero separadas desde su nacimiento por un oscuro acuerdo entre sus padres: cada una crecería con uno de ellos en mundos opuestos. Mientras Jasmim fue criada con sencillez en un barrio modesto de Belo Horizonte, Jade creció rodeada de lujo en Italia, mimada por su padre, Alessandro Moretti, un hombre poderoso y temido.
A pesar de la distancia, Jasmim siempre supo quiénes eran su hermana y su padre, pero el contacto limitado a videollamadas frías y esporádicas dejó claro que nunca sería realmente aceptada. Jade, por su parte, siente vergüenza de su madre y su hermana, considerándolas bastardas ignorantes y un recordatorio de sus humildes orígenes que tanto desea borrar.
Cuando Marlene, la madre de las gemelas, muere repentinamente, Jasmim debe viajar a Italia para vivir con el padre que nunca conoció en persona. Es entonces cuando Jade ve la oportunidad perfecta para librarse de un matrimonio arreglado con Dimitri Volkov, el pakhan de la mafia rusa: obligar a Jasmim a casarse en su lugar.
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Capítulo 16
📖 **Capítulo 16 – La Capilla de los Destinos**
El aire de aquella mañana de invierno en Milán tenía la claridad pálida de un sueño que se transforma en pesadilla. El cielo, nublado como el alma de quien carga un fardo, se cernía sobre la pequeña iglesia escogida por la familia Moretti para sellar el matrimonio que cambiaría para siempre el destino de Jasmim —o mejor, de quien todos creían que era Jade.
El coche negro la dejó frente al portón de hierro forjado, decorado con cintas blancas ondeantes que se balanceaban como fantasmas al viento. Jasmim descendió del asiento trasero, se ajustó el borde del abrigo gris claro e inspiró hondo. Sus manos temblaban discretamente mientras sostenía el bolso; el corazón latía tan fuerte en sus oídos que apenas escuchaba los pasos del conductor alejándose para darle privacidad.
Siguió sola por el camino de piedras, pasando bajo arcos adornados con rosas blancas y amarillas que subían como enredaderas, perfumando el ambiente con una dulzura casi sofocante. Las flores estaban impecables, pero el conjunto transmitía una simplicidad que desentonaba con el lujo que todos esperaban de un evento de aquel porte —y que, a los ojos de Jasmim, era lo único que podría mantener viva su cordura en medio de tanto miedo.
Antes de entrar en la capilla propiamente dicha, pasó por el área donde se serviría el banquete. Mesas largas cubiertas por manteles de lino blanco impecable se extendían bajo gazebos iluminados por lámparas de cristal colgantes. Chefs andaban de un lado a otro, ajustando detalles en los menús previamente definidos por ella: una fusión de platos rusos —en homenaje a la familia del novio— e italianos tradicionales, para honrar su propio origen. Habría stroganoff, caviar, pirozhki, pero también pastas artesanales, ossobuco, polenta cremosa y risottos de champiñones. Ella misma había degustado cada plato, deseando que, al menos en la comida, hubiera un consuelo para la pesadilla que sería aquella ceremonia.
La tarta estaba en un rincón protegido por toldos: veinte pisos de masa mantecosa, rellenos finos y flores de azúcar esculpidas con perfección. Blanca, inmaculada, inmensa. Una obra de arte que más parecía un castillo de cuento de hadas, pero que, para ella, simbolizaba la cárcel donde su alma sería aprisionada.
Suspirando, Jasmim recorrió el corredor principal que llevaba hasta la entrada de la capilla. El piso de mármol claro reflejaba la luz suave de las vidrieras, que proyectaban tonos de azul y dorado en el suelo. Al cruzar las puertas de roble macizo, sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal: allí dentro, la decoración parecía salida de un sueño —o de un funeral.
Rosarios blancos y lazos de satén descendían de los bancos, mientras que las paredes estaban adornadas con arreglos de rosas blancas y amarillas, escogidas cuidadosamente por ella. El tono neutro del blanco hielo predominaba, evitando colores vibrantes que pudieran agredir los ojos o desentonar con la serenidad sagrada del lugar. Todo allí parecía calmo, pero esa misma calma hacía que el pánico subiera en su pecho.
Caminó hasta el altar, tocando las puntas de los bancos de madera oscura, sintiéndose pequeña en medio de la grandeza del espacio. Cuando llegó al escalón principal, se arrodilló con dificultad —como si cada centímetro que la acercaba al suelo le recordara el peso insoportable que cargaba. Cerró los ojos, apoyó las manos unidas sobre el regazo y comenzó a orar con fervor.
—Dios mío… Santísima mía… —susurró, la voz quebrada, reverberando en la acústica silenciosa del lugar— dame fuerza. No sé si voy a aguantar… no sé si puedo… pero no quiero decepcionar a mi padre… no quiero que él pague por los errores que no son suyos… protégelo, protégeme, y si es Tu voluntad, dame coraje para soportar todo lo que está por venir.
Las lágrimas descendieron calientes, manchando el rostro pálido. Se quedó así por largos minutos, hasta que el sonido de pasos resonó por el mármol a sus espaldas, fuerte, decidido, casi como un trueno anunciando tempestad.
Cuando se levantó, sintiendo las rodillas adormecidas, se giró para dar de cara con Dimitri Volkov. Él estaba parado a pocos metros de ella, vistiendo un sobretodo negro que realzaba aún más su imponencia. Sus cabellos oscuros estaban alineados hacia atrás, el rostro inexpresivo —pero la mirada, oh, aquella mirada era una lámina de hielo.
Él la analizó de arriba abajo con calma cruel. Su mandíbula estaba tan tensa que las venas del cuello saltaban bajo la piel. Los ojos grises chispearon de irritación.
—Eres… pésima en decoración —dijo él, la voz baja como un trueno contenido—. Esto está horrible, querida novia. Ni parece que tu padre es el puto consejero de la mafia. Además de frívola, eres inútil. —Dio un paso adelante, inclinándose en su dirección, como quien inspecciona un insecto— Cassandra resolverá todo en mi casa. Porque tú, veo claramente que no sirves para nada.
Jasmim sintió la rabia subir del estómago como fuego. El miedo se disolvió en odio ferviente, quemando cada célula de su cuerpo. Inspiró hondo, enderezó los hombros y alzó la barbilla, enfrentándolo con un coraje que ni ella sabía poseer.
—Tal vez… —comenzó, la voz afilada como navaja— …si el señor se quitara esa maldita arrogancia de su trasero y mirara mejor, vería que la simplicidad es un acto de humildad, no de frivolidad. Que lo importante en un matrimonio no es ostentar, sino celebrar el amor. Ah, olvidé… amor es algo que un monstruo como usted jamás conocerá.
Dimitri arqueó una ceja, sorprendido con la osadía de ella. El silencio entre los dos se tornó tan denso que parecía comprimir el aire de la capilla. Entonces él se acercó más, tan cerca que ella pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo, incluso en la frialdad de aquel invierno.
—Te… vas a arrepentir —dijo en tono bajo, pero tan cargado de veneno que cada sílaba latió en sus sienes—. Tus palabras tienen consecuencias, mi querida novia. Consecuencias que ni en tus peores pesadillas podrías imaginar.
Ella sujetó el bolso con fuerza, las uñas casi rasgando el cuero, y pasó por él con pasos rápidos, ignorando el espectro sombrío que era Dimitri. Sus tacones resonaron como látigos en el corredor de la capilla. No miró hacia atrás ni cuando él gritó, con la voz estruendosa y salvaje, que aquello no saldría barato.
—¡ESTO GENERA CONSECUENCIAS, TU LENGUA VENENOSA! —resonó su voz, golpeando las paredes de piedra y haciendo temblar hasta los ángeles esculpidos en las vidrieras.
Pero Jasmim no paró. Salió por la puerta del frente, respirando el aire helado del jardín como si fuera la primera bocanada de vida que recibía en días. Bajó las escaleras corriendo, sintiendo el pecho desgarrarse con cada latido del corazón. El conductor la esperaba con la puerta abierta. Entró en el coche sin dudarlo.
El vehículo arrancó, dejando atrás la capilla adornada para el matrimonio más sombrío que Milán testimoniaría en años. En el camino a casa, Jasmim temblaba. Su rostro alternaba entre palidez y manchas rojas de rabia, mientras lágrimas calientes corrían en silencio.
Cuando llegó a la mansión, entró sola, cruzando el inmenso vestíbulo que parecía más frío que nunca. El eco de sus pasos sonaba como las campanas de un funeral. Al subir las escaleras, sintió la soledad pesar como cadenas. Jade ya estaba en París hacía tres días, libre, feliz, comprando ropa y soñando con una vida nueva —mientras ella permanecía allí, presa en una trampa que no había creado.
Jasmim se encerró en su cuarto, se deslizó por la puerta hasta el suelo y abrazó las rodillas. El llanto, contenido hasta allí, explotó en sollozos que llenaban cada rincón del aposento. La vulnerabilidad, como un animal hambriento, la devoraba. Su corazón parecía querer saltar del pecho de tanto miedo —miedo del mañana, miedo de Dimitri, miedo de todo.
Aquella noche, no consiguió dormir. Permaneció sentada en la oscuridad, oyendo las agujas del reloj avanzar como cuenta regresiva para el propio sacrificio.