El Corazón Del Dragón

Elliot estaba sumido en la preocupación; su hermana no había llegado aún. Decidido, montó su caballo y partió hacia la residencia del Duque Blackwood en su búsqueda.

En el trayecto, se topó con el carruaje hecho añicos y los cuerpos sin vida. Al acercarse a Lilit, descubrió que estaba inconsciente. La levantó con cuidado, la colocó en su caballo y juntos regresaron a la mansión Thorne.

Sin perder un instante, informó a sus padres de la situación. El señor Atticus redactó una carta al Duque, exigiendo una explicación por lo ocurrido.

El caos se desató en la mansión Thorne. El señor Thorne organizó a todos sus caballeros para emprender la búsqueda de su hija, dispuestos a peinar cada rincón del reino si era necesario.

El Duque, aún sin conocimiento de la tragedia que se había desplegado, se encontraba sumergido en la espesura del bosque. Persiguiendo las pistas del escurridizo líder de los magos oscuros, una sensación perturbadora lo envolvía, como si una sombra acechara cada uno de sus pasos.

Ante él yacía una cabaña, cuyas paredes desgastadas susurraban historias de abandono. Al cruzar el umbral, se topó con un caos de papeles esparcidos y muebles cubiertos de polvo. Entre los documentos descoloridos, encontró registros de conjuros prohibidos y planes nefastos, testimonios del mal que se había gestado allí.

Con un gesto de su mano, el Duque invocó su magia: “Luz, acude a mi llamado”. Una esfera incandescente de fuego brotó de la nada, flotando a su lado y desvaneciendo las sombras con su resplandor cálido.

Profundizando en la exploración de la cabaña, sus ojos se posaron sobre un pergamino que parecía distinto a los demás. Un sello estaba impreso en él, recogió cuidadosamente el pergamino junto con otros documentos que su intuición le indicaba valiosos y emprendió el camino de regreso a su mansión.

A su llegada, el Duque fue recibido por Sebastián, su más leal consejero. Este último le extendió la misiva enviada por el Duque Thorne. Tras leerla, el Duque frunció el ceño y apretó la carta en su puño con frustración. “Sebastián, informame de todo lo que sabes”, exigió con una voz cargada de urgencia.

Sebastián proporcionó los detalles al Duque. “Ya he enviado hombres a inspeccionar el carruaje”. Reportó Sebastián al Duque Blackwood.

“Llévame al lugar del ataque”, exigió el Duque con determinación.

Al llegar, encontraron el carruaje abandonado pero sorprendentemente intacto.

El Duque examinó meticulosamente los alrededores y, con su aguda percepción, comenzó a reconstruir los eventos. “Fueron emboscados”, concluyó mientras inspeccionaba las marcas en el suelo. “Primero cayó el cochero”, narró, siguiendo las huellas con la mirada. “Luego, los caballeros de retaguardia y finalmente los del frente”, dedujo, al notar un residuo morado en la tierra. “Utilizaron bombas de humo envenenadas para ocultarse”.

Con un tono firme, ordenó a Sebastián: “Reúne a nuestros hombres. La buscaremos inmediatamente”.

“Sebastián, hay otro asunto que requiere tu atención”, dijo el Duque mientras le entregaba los pergaminos hallados. “Investiga todo lo que puedas sobre este sello y reporta cualquier hallazgo de inmediato”.

“Como ordene, mi señor”, respondió Sebastián con una reverencia.

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Aurora yacía en un estado de inconsciencia, sus muñecas atadas firmemente. Se encontraba en un calabozo sombrío y lúgubre, donde la única luz provenía de una vela solitaria que parpadeaba a lo lejos, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de piedra fría y húmeda. El aire estaba impregnado de un olor a moho y metal oxidado.

Un goteo constante caía sobre su rostro, arrancándola poco a poco del velo del desmayo. Confundida, intentó discernir si sus ojos estaban vendados o si la oscuridad era tan absoluta que devoraba toda visión.

Luchó contra las cadenas que la retenían, pero sus esfuerzos eran fútiles. De las sombras emergió una voz masculina, cargada de una confianza siniestra. “No te esfuerces”, advirtió con frialdad. “Están encantadas; nada puede romperlas”.

Aurora intentó invocar un hechizo para liberarse de las cadenas, pero no ocurrió nada. El hombre estalló en una risa burlona. “Es inútil”, dijo con desdén. “Estás bajo el efecto del hechizo Silencium Arcanum!”.

Paralizada, Aurora recordó haber leído sobre ese hechizo; era capaz de anular cualquier magia en su proximidad.

“¿Quién eres?”, preguntó Aurora, cesando su lucha. Sabía que debía conservar su energía si quería encontrar una forma de escapar de aquel lugar.

“Eso es irrelevante”, replicó el hombre con tono burlón. “Deberías preocuparte más por lo que te espera. Has enfurecido a las personas equivocadas, niña”. Su risa se tornó más siniestra con cada palabra, y sus pasos resonaron alejándose, dejando a Aurora sumida en la soledad y el silencio de aquel lúgubre calabozo.

Aurora se siente confundida y vulnerable tras despertar en un lugar desconocido y sombrío. La frustración y el miedo la invaden al darse cuenta de que está atada y su magia ha sido anulada por un hechizo poderoso. A pesar de esto, hay una chispa de determinación en ella; está conservando su energía y buscando una manera de escapar, lo que indica su resiliencia y su fuerte voluntad de sobrevivir y superar la situación adversa.

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Aurora no podía determinar cuánto tiempo había pasado desde su captura; la ausencia total de luz natural hacía imposible distinguir el día de la noche. La escasez de comida y agua era apenas suficiente para mantenerla consciente.

Intentando mantener su cordura, Aurora preguntó: “¿Puedes decirme quién te contrató, Sombra?”. Buscaba desesperadamente entablar una conversación, cualquier conexión humana en la oscuridad.

“Sombra”, repitió el hombre con una pausa reflexiva. “No estás aquí para hacer amistades, niña. Y no obtendrás ninguna información de mí”. Su voz se tornó más fría y distante. “Y deja los apodos; esto no es una reunión social”.

Pasos resonaron en la estancia, y Aurora pensó que Sombra se retiraba una vez más, pero una voz femenina rompió el silencio. “Aurora Thorne, qué irónico es el destino que nos reúne de esta manera”, dijo la mujer con un tono que destilaba sarcasmo.

Aurora, cegada por la oscuridad, preguntó con urgencia: “¿Quién eres?”, mientras sus ojos se movían frenéticamente en busca del origen de la voz.

La mujer soltó una carcajada fría. “No es momento para revelaciones. Ten paciencia, el verdadero acto está por comenzar y, créeme, lamentarás haberme arrebatado lo que era mío”. Su voz se endureció, y el veneno del rencor impregnó cada palabra.

“No te saldrás con la tuya, alguien debe estar buscándome”, afirmó Aurora con una mezcla de desafío y esperanza.

“¿Estás segura de eso?” replicó la mujer con una falsa curiosidad. “El duque Blackwood está demasiado ocupado preparando su gran fiesta de compromiso”. La mentira era descarada y calculada.

“¿Compromiso?” La palabra salió de los labios de Aurora como un susurro traicionado. La esperanza que había albergado se desvanecía, dejando un vacío doloroso en su pecho. “Mi familia… ellos me buscarán”, añadió, intentando en vano esconder la fractura en su voz.

La risa de la mujer resonó nuevamente, cruel y despiadada. “Oh, ellos tienen sus propias preocupaciones. Les dejé un ‘regalito’ para mantenerlos ocupados”. Otra mentira tejida para desmoronar a Aurora.

Con cada palabra, la fortaleza de Aurora se erosionaba. La tortura psicológica, combinada con la privación sensorial y física, estaba llevándola al límite de su resistencia.