La vida de Lucía era perfecta… hasta que invadieron el reino. Sus padres murieron, su hermano desapareció, y todo fue orquestado por su tío, quien organizó una revuelta para quedarse con el trono.
> Lo peor: lo hizo desde las sombras. Después del ataque al palacio, él supuestamente llegó para salvarlos, haciendo retroceder al enemigo y rescatando a la pequeña princesa, quedando así como un héroe ante todos.
> ¿Podrá Lucía descubrir la verdad y vengar a su familia?
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“Por voluntad, no por deuda”
Lucía esperaba en la Galería del Sol, vestida de azul perla, con el cabello recogido y el collar de su madre brillando suavemente. Las disculpas no serían públicas, pero sí necesarias.
Primero entró Liliana. Llevaba una carta en la mano. No habló, solo la extendió con la mirada baja. Lucía la aceptó sin abrirla.
—Gracias por venir —dijo con voz serena.
Liliana se inclinó y se retiró sin decir una palabra.
Luego llegó Mariana. No la acompañaba la marquesa. Apenas hizo una reverencia.
—No vine a justificarme —susurró—. Solo quiero pedirle perdón.
Lucía asintió. Mariana parecía más niña que noble. Y eso, curiosamente, la hizo más humana.
La tercera fue Sofía.
—Princesa... —comenzó, sin levantar del todo la mirada—. He pensado mucho en lo que dije aquel día. No tengo excusas. Solo… me dejé llevar por comentarios que oía constantemente. Quise repetir lo que parecía aceptado. Y, al hacerlo… olvidé que usted también escucha, también siente. Quiero pedirle perdón, princesa.
—El daño no se borra con disculpas —respondió Lucía con voz suave—, pero a veces… la intención de enmendar deja una huella diferente.
Sofía permaneció en silencio. No pidió perdón de nuevo. No replicó.
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Después de que las niñas vinieron a verme y se disculparon, fui al jardín. Sabía que mi tío estaría allí—los guardias me lo habían dicho. Cuando lo vi, le dije: “Buenos días, Majestad”, como corresponde. Él me sonrió y respondió con calidez: “Pequeña, ¿y ese milagro que vienes a verme?”
Me acerqué despacio, sin saber que él también pensaba venir a verme. Me ofreció dulces, mis favoritos.
—"Son para felicitarte—hoy es tu primer día de clases"—dijo.
Me sentí especial. Tomé los dulces y le agradecí con una sonrisa.
Después, el día transcurrió entre clases y clases.
- La Maestra Aurelia tiene una voz dulce, como si los libros pudieran respirar cuando ella habla. Me contó sobre los antiguos reyes, las guerras, y cómo nació nuestro reino. Me encanta cómo mueve las manos al explicar las leyendas—parecen mariposas flotando en el aire.
- El Capitán Elías, serio pero firme, me habló como si yo pudiera ser comandante algún día. Usó figuras de madera y mapas para mostrarme cómo se defienden los castillos. Me esforcé en no parecer distraída. Quiero aprender a proteger a quienes amo.
- El Canciller Rodrigo hablaba despacio, pero usaba muchas palabras largas. Me enseñó que gobernar no es simplemente dar órdenes, sino saber escuchar y elegir con justicia. Me hizo pensar en cómo cuidar la paz con decisiones sabias.
- La Doctora Mirela me mostró plantas medicinales y cómo aplicar un vendaje. Me dejó oler una hoja que alivia el dolor de cabeza y me enseñó a detectar fiebre. “Una princesa debe saber ayudar antes que ordenar”, me dijo.
Después me dirigí al campo de entrenamiento. Al llegar, saludé al comandante Saúl.
—Buenas tardes, maestro —dije con voz firme, con la espada bien ajustada entre mis manos.
Saúl respondió con una reverencia:
—Princesa, bienvenida. Hoy entrenará con la espada. El muñeco la espera.
Me posicioné sin que él tuviera que corregirme. La distancia entre mis pies, el ángulo de mis hombros, el peso de mi cuerpo: todo estaba donde debía. Saúl observó en silencio mientras lanzaba el primer golpe, limpio, directo.
—Así se comienza un día de victoria —dijo sin alzar la voz, pero en su tono había un rastro de orgullo.
Golpe tras golpe, mantuve el ritmo. La hoja cortaba el aire con decisión. No había temblores, ni duda.
Saúl se acercó solo una vez para ajustar la inclinación de mi muñeca. Después, se limitó a mirarme.
POV: SAÚL
Soler… ese lugar era un pozo negro de desesperación. El aire olía a sangre rancia, a sudor y a ese miedo tan particular que se aferra a la piel y no se va. Por fuera, los muros brillaban con un oro falso, un espejismo para los incautos. Pero por dentro, eran fauces hambrientas que devoraban almas sin piedad. Mi cuerpo se convirtió en un objeto, una mercancía para el espectáculo. Mi alma… mi alma se desvaneció, se volvió un recuerdo borroso, un susurro en el viento que nadie escuchaba.
Me obligaban a pelear. Sin nombre, sin causa, solo por el placer efímero de unos pocos. La única promesa era un mendrugo de pan si lograba no morir. Y yo era bueno con la espada, quizás demasiado. Esa habilidad, que debería haberme dado orgullo, solo me ataba más fuerte a ese infierno. Me hacía más valioso para mi dueño, y por lo tanto, más difícil de escapar.
Recuerdo una vez, gané tres combates seguidos. La gente gritaba, apostaba, se regocijaba en mi violencia. Al terminar, mi dueño, ese gusano, me arrastró a un rincón oscuro y me golpeó. Dijo que lo había hecho parecer fácil, que lo había humillado. La última vez, me rompió la boca contra el barro helado. Sentí la rodilla de ese bastardo aplastándome el cuello, el sabor metálico del barro y mi propia sangre inundando mi boca. Escupía amenazas en mi oído mientras el público se dispersaba, dejándome allí, solo, un amasijo de carne y huesos rotos, con el mundo girando en mi visión empañada.
Fue entonces, en ese instante de humillación total, que lo vi. Carlos.
Llevaba ropas que no pertenecían a ese lugar, impecables, ajenas a la mugre y al hedor. Pero sus ojos… sus ojos sí que veían. Me miró un segundo, luego otro. Y entonces, con una calma que desentonaba con todo, caminó hacia nosotros.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó, su voz resonando clara en medio del clamor.
Mi dueño soltó una risotada burlona. Pensó que era una broma, una más de las muchas que se hacían a costa de mi sufrimiento.
Carlos no se rió.
—Dije… ¿cuánto cuesta este hombre?
Un silencio espeso cayó. Yo seguía jadeando en el barro, con el sabor del hierro amargo en la boca, apenas consciente de lo que sucedía. Solo pude mirar cuando Carlos arrojó una bolsa al suelo. Pesada. Sonó a monedas de oro, a libertad.
—Te pago por su libertad —dijo Carlos, su mirada fija en mi dueño—. Y si te atreves a volver a tocarlo, te compraré a ti.
Mi dueño palideció, la avaricia luchando contra el miedo en sus ojos.
Lo siguiente que recuerdo… fue una carpa. Agua limpia, tibia, cayendo sobre mi piel sucia. El cielo, por primera vez en años, no tenía barro, no tenía sangre.
Carlos me entregó una bolsa con monedas de oro. Me la dio sin cadenas, sin condiciones. Solo me miró.
—Haz lo que quieras —me dijo.
Y yo, que no sabía qué era querer, que solo conocía la obediencia y el miedo, sentí una necesidad desesperada de aferrarme a algo, a alguien.
—¿Y si… y si quiero seguirte? —pregunté, mi voz apenas un graznido.
Me miró con esa expresión suya, esa que aún no logro descifrar, una mezcla de curiosidad y algo más profundo.
—Entonces que sea por voluntad —respondió—. No por deuda.
Yo no sabía si tenía voluntad. No sabía nada de eso. Pero tenía un talento innato para la espada, una habilidad para desangrar.
Le juré lealtad allí mismo. En voz baja, para que nadie más lo oyera, para que fuera solo nuestro secreto.
—¿Qué quieres? —le pregunté, mi voz un poco más firme ahora, aferrándose a la esperanza.
—El reino —respondió, sin titubear, con una determinación que me heló la sangre.
Y yo… yo lo volví real.
A veces, cuando entreno a la hija del rey, me acuerdo de todo. Recuerdo al propio rey Arturo, su respiración al romperse por el impacto, el grito que se le ahogó en la garganta cuando mi hoja atravesó su guardia. No fue un acto de odio. Fue una orden. Una posibilidad. Un deber.No lo exterminé, Carlos lo hizo. Pero si él me lo hubiera pedido… lo habría hecho. Sin temblar. Igual que hice con su esposa, la reina.
Ahora entreno a su hija. La niña que debería odiarme si supiera la verdad. La niña que cree que el dolor la acerca a la fuerza. Pero aún no entiende que fuerza y dolor no siempre van en la misma dirección. El dolor te rompe, la fuerza te levanta. Y yo… yo fui levantado por el dolor.
Cuando mira al espantapájaros, no ve paja. Ve monstruos. Ve sombras que la persiguen en la oscuridad. Y golpea con la espada como si pudiera cambiar el mundo con cada movimiento desesperado. Lo que aún no sabe es que dos de esos monstruos la observan cada día, y uno de ellos soy yo.
Cuando terminó su entrenamiento, temblando por el esfuerzo, dejó caer la espada. No por debilidad, sino porque lo había dado todo, cada gota de su ser. La recogí. Se la ofrecí. Ella la tomó sin dudar, sus ojos fijos en los míos.
—¿Algún día podré ganarle a alguien como tú? —preguntó, su voz cargada de anhelo y frustración.
El corazón me golpeó el pecho como un martillo. Sentí un nudo apretándome la garganta, un dolor antiguo que se revolvía.
—Si lo haces bien… —respondí, mi voz apenas un susurro, cargado de toda la resignación de mi vida—. No deberás hacerlo.