En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 14
La primavera había florecido en Granada con la fuerza de los viejos himnos. Las fuentes de la Alhambra cantaban su canción cristalina, los naranjos estaban en flor, y el aroma de la azahar lo envolvía todo como una oración que subía hasta Allah. El palacio resplandecía entre el canto de los ruiseñores y los pasos suaves de sirvientes que abrían cortinas y limpiaban patios desde el alba. Pero entre tanta armonía, también se tejían las tensiones de un imperio que se tambaleaba por dentro.
En medio de los jardines, corría un niño de mejillas sonrosadas y ojos color almendra. Sus pies pequeños rozaban los pétalos caídos, y su risa, tan aguda como los pájaros, se escuchaba desde las torres. Era el hijo de Zoraida y Muley, el pequeño nacido de la discordia, del amor y del fuego. Tenía tres años apenas, pero ya caminaba con paso firme, como si conociera cada rincón de la Alhambra desde antes de nacer. Los criados lo llamaban con dulzura "el pequeño príncipe del alba", por la hora en que había nacido, cuando la luz del sol apenas acariciaba los tejados dorados de la ciudad.
Zoraida lo miraba desde un banco bajo una pérgola, sentada sobre cojines bordados por ella misma. Vestía una túnica de seda azul oscuro y un velo fino que dejaba ver sus labios y ojos. El cabello recogido, las manos sobre el regazo, el rostro sereno… pero sus sentidos, todos, estaban alerta. No confiaba en nadie más para cuidar al niño. Ni en criadas, ni en eunucos, ni siquiera en las doncellas que habían llegado desde Córdoba con recomendaciones. Ella misma lo bañaba, lo dormía, le cantaba, y dormía con él pegado a su pecho cuando tenía fiebre.
—Tú eres mi vida, mi luz, mi venganza, mi esperanza —le susurraba al oído—. Hijo mío, te juro por mi sangre y por la de mis muertos… nadie te quitará lo que es tuyo.
Pero fuera del jardín, el veneno se deslizaba como humo entre los arcos del palacio. Aixa, la madre de Muley, había comenzado una campaña más directa. Desde hacía semanas se dedicaba a hablar con visires, nobles del Albaicín, y mujeres del harén. Su voz, seca como cuero viejo, repetía siempre lo mismo:
—Esa mujer… esa cristiana disfrazada… quiere quitarle el trono a mi hijo Boabdil. Su bastardo no tiene derecho a sentarse donde se han sentado los descendientes de Muhammad.
Un día, Aixa apareció en la sala de las columnas sin haber sido anunciada. Llevaba un manto rojo, sus ojos eran fuego. Encontró a Zoraida dando instrucciones a los escribas. Entró sin pedir permiso, como si todavía fuera la señora indiscutible del harén.
—Hasta los visires murmuran, Zoraida. ¿Quién te ha dicho que puedes mandar más que yo?
Zoraida se giró con lentitud. El rostro tranquilo. Pero los ojos, afilados.
—No mando. Protejo. Lo que tú despreciaste, yo lo abracé. Este niño que tú llamas bastardo… es hijo legítimo del emir, y por tanto, príncipe de Granada. No tienes por qué temerme… a menos que aún creas que Boabdil será rey con un palacio dividido.
Aixa se acercó un paso.
—¿Y qué harás tú cuando llegue el momento? ¿Marcharás al frente con tu bastardo?
Zoraida respondió sin vacilar:
—Marcharé al frente con la verdad. Y si Allah me lo permite… te enterraré con ella.
Las palabras resonaron como cuchillos en los oídos de las damas presentes. Nadie más habló. La guerra no había comenzado en las murallas… sino entre dos mujeres que representaban futuros opuestos.
En las reuniones con los visires, Aixa intentó nombrar a uno de sus partidarios como nuevo jefe de seguridad, con la excusa de que había amenazas externas. Pero Zoraida ya se había adelantado. Había hecho revisar los antecedentes del propuesto y lo había desenmascarado como traidor, vinculado a nobles disidentes del norte.
—Ese hombre no servirá al emir —dijo ante todos—. Servirá a tus ambiciones. Y eso… no es lo que Granada necesita.
La propuesta de Aixa fue rechazada sin voto. Zoraida no levantó la voz, no golpeó la mesa. Solo habló con la calma de quien sabe que el poder, cuando es verdadero, no necesita adornos.
En los corredores, los sirvientes comentaban en voz baja:
—Hay dos sultanas en la Alhambra… pero solo una gobierna. Y no es la que tiene sangre real.
Esa noche, Zoraida se sentó junto a su hijo, que dormía abrazado a una almohada de plumas. En su diario personal escribió:
"Hoy vi la ira en el rostro de Aixa… pero también su miedo. El miedo de quien siente que el mundo se le escapa. El miedo de una madre que ve que el amor de su hijo ya no le pertenece. No busco el trono… solo quiero que mi hijo no sea devorado por las sombras de una corona maldita."
Y cuando la luna se alzó sobre los jardines, mientras las fuentes seguían murmurando, Zoraida se juró en silencio que no habría poder, ni amenaza, ni madre despechada… que pudiera robarle lo que había parido con sangre, sudor y amor.
El aire de Granada, cargado de azahar y secretos, se volvía más denso a medida que los días pasaban. Era primavera, pero las flores no podían disimular el peso de la tensión que se respiraba dentro de las murallas de la Alhambra.
Zoraida, vestida con una túnica de lino blanco bordado en hilos dorados, observaba a su hijo de apenas tres años correr descalzo por los jardines. El niño, con el cabello negro y los ojos verdosos como los suyos, reía mientras trataba de atrapar una mariposa. Lo llamaban “el príncipe del alba”, porque había nacido justo cuando el primer rayo de sol tocó los arcos del Patio de los Leones. Era vivaz, inteligente, y el corazón de su madre.
Ella no dejaba que nadie lo cuidara por la noche. Dormía a su lado o en una cuna adornada con símbolos del Corán, colocada al pie de su lecho. Las nodrizas se turnaban por el día, pero cuando caía la noche, era Zoraida quien velaba por él, quien le susurraba oraciones al oído y quien se despertaba al más leve suspiro. Para ella, aquel niño era más que un heredero: era la vida que había creado en medio del conflicto, el símbolo de su renacer.
Pero la armonía del jardín contrastaba con el envenenado ambiente del palacio.
Desde hacía semanas, Aixa —madre del sultán, rival implacable y celosa de su poder— había empezado a moverse con disimulo, pero sin pausa. Reunía a visires antiguos, regalaba dátiles y perfumes a quienes aún dudaban de Zoraida. Y, sobre todo, no dejaba de repetir que su hijo Boabdil, nacido en Granada, criado según las leyes del Islam desde la cuna, era el único príncipe legítimo.
En una de las reuniones del consejo, lo dijo sin decirlo.
—Algunas mujeres —comentó Aixa con voz aguda, bebiendo té de menta— se pintan como musulmanas, pero en su alma no llevan el nombre de Allah. Que no se nos olvide que hay quienes llegaron aquí por oro y no por fe.
El salón quedó en silencio. Solo se oía el goteo de una fuente cercana.
Zoraida, sentada con la cabeza cubierta por un velo azul oscuro, levantó los ojos sin perder la calma. Su voz fue baja, pero cortante como una daga:
—Y hay quienes nacen con la fe en los labios, pero la traicionan en el corazón. No basta rezar… también hay que ser justa. Mi hijo no necesita robar un trono, porque no ha venido a temblar frente a su abuela. Ha venido a caminar firme por los jardines que algún día serán suyos.
Las palabras quedaron flotando en el aire. Varios visires bajaron la mirada. Otros la alzaron con respeto.
Aixa frunció los labios, pero no respondió. En su interior, la rabia hervía.
Días después, una petición llegó al despacho del emir Muley. Aixa había solicitado el nombramiento de un nuevo jefe de seguridad para los corredores del harén. Un hombre leal a ella, uno que había servido cuando Boabdil era niño.
Zoraida fue la primera en enterarse.
—No se aprueba —dijo tajante al secretario del palacio—. No bajo mi vigilancia.
Ella misma convocó a los encargados de vigilancia. Hizo revisar los registros de entrada y salida. Inspeccionó cocinas, sótanos, estancias, incluso los jardines internos donde algunas concubinas se reunían al atardecer. Exigió control, silencio, obediencia.
Esa noche, ordenó que se sellaran las puertas internas del ala este. Aixa, al descubrirlo, montó en cólera.
—¿Te atreves a cerrar mis corredores? —le gritó entre columnas.
Zoraida no perdió la calma.
—No son tuyos, Aixa. Son del palacio. Y mientras yo respire, no dejaré que conviertas esta casa en un nido de víboras.
Las dos mujeres se miraron como dos leonas. Una, vieja y orgullosa. Otra, joven, pero endurecida por el dolor y la pérdida. No hacía falta más.
El pequeño príncipe dormía aquella noche abrazado a un oso de peluche tallado en madera. Zoraida lo miraba desde su sillón. Tenía los ojos húmedos, pero no por miedo: por la carga que llevaba. Cerró su diario y se acercó al balcón.
Desde allí, la ciudad brillaba con lámparas de aceite. La Alhambra, vista desde arriba, parecía un dragón dormido, pero ella sabía que sus entrañas estaban en guerra.
En el silencio, pensó:
“No deseo tronos, no deseo poder. Pero si debo convertir mi corazón en hierro para protegerlo, lo haré. No por mí. Por él.”
En las cocinas, en los establos, en los patios del palacio, los rumores volaban: “Aixa está furiosa”, “Zoraida bloqueó su jugada”, “El emir escucha más a su nueva esposa que a su propia madre.”
Algunos la maldecían, otros la veneraban. Pero todos sabían una cosa: Zoraida no era ya la extranjera, ni la esclava convertida en sultana. Era la voluntad que gobernaba desde las sombras, mientras el trono temblaba entre dos mundos.
Los primeros rayos del sol acariciaban los jardines de la Alhambra, encendiendo de oro las hojas húmedas del mirto y los naranjos. El aire estaba perfumado de jazmín y azahar, y las fuentes cantaban con su murmullo constante, como si la tierra susurrara oraciones antiguas.
Allí, entre mármoles y geranios, corría un niño de rizos oscuros y mejillas encendidas por la brisa de primavera. Su nombre resonaba entre los pasillos como un presagio dulce: el pequeño de la luna. Nadie sabía si aquel apodo venía por su rostro redondo y brillante, por su mirada serena o por haber nacido una noche estrellada que pareció detener el tiempo.
Era hijo de Zoraida. Hijo del emir Muley Hacén. Heredero del futuro, aunque muchos aún lo miraban con ojos cargados de dudas y veneno.
Zoraida lo observaba desde una de las galerías altas del palacio, con la túnica color esmeralda envolviendo su figura y el cabello recogido bajo un velo bordado con hilos de seda y plata. En sus manos tenía un pequeño cuaderno de piel donde escribía sus pensamientos, sus miedos, y las enseñanzas que algún día le entregaría a su hijo cuando pudiera entender.
—No corras tanto, luna mía —dijo cuando el niño, descalzo, se acercó con los brazos extendidos.
Lo alzó con delicadeza, lo sentó sobre su regazo y le limpió el sudor de la frente. Era suyo. Su hijo. Carne de su carne. Sangre bendita por la Alhambra… y vigilada por los ojos invisibles del odio.
Después de un rato de juegos, el niño fue llevado por la nodriza. Zoraida volvió a su rutina: supervisar a los tutores, organizar los libros que mandaban copiar, enviar cartas cifradas a ciertos aliados discretos de Fez y El Cairo. Desde hacía meses, se dedicaba a fortalecer la educación de su hijo. Le enseñaba a leer en voz baja los primeros versos del Corán, pero también le leía antiguos textos de su infancia: proverbios castellanos, fábulas en latín, versos dulces en mozárabe.
—Tú serás más que un sultán, pequeño —le decía mientras él dormía—. Serás puente entre mundos. Espada y pluma. Luna y sol.
Un día cualquiera, como todos los demás, la brisa trajo aroma a pan recién hecho desde las cocinas. Zoraida iba caminando junto a sus doncellas cuando un súbito mareo la detuvo. El olor cálido y denso del pan le provocó un nudo en el estómago. Se dobló levemente, llevó una mano a los labios y se apartó con rapidez, buscando sombra.
Las sirvientas se alarmaron. Ella, con la voz firme, pidió que llamaran a la curandera del harén.
La anciana llegó una hora más tarde. En los aposentos de Zoraida, con incienso ardiendo para purificar el aire, la examinó con cuidado. Después de oírla, tocar su vientre y mirar sus ojos, no dudó.
—Estáis bendecida de nuevo, mi señora. En vuestro vientre, late ya la semilla de otro hijo.
Zoraida quedó en silencio. Cerró los ojos.
El mundo pareció detenerse.
No supo si debía reír o llorar, si gritar o arrodillarse a rezar. Solo sintió que el viento de Granada volvía a soplar distinto, como la primera vez.
—No digáis nada, —ordenó al fin—. Ni a las criadas, ni al emir. Por ahora, este secreto será solo nuestro. Como un talismán escondido.
La curandera asintió y desapareció sin hacer ruido. Zoraida, sola en su alcoba, se recostó en los cojines, cerró las cortinas y miró al techo tallado con estrellas.
—¿Será una niña esta vez? ¿Una pequeña que herede mi voz, mi fuerza, mis dolores?
Esa noche escribió en su cuaderno, con letras finas y negras:
Hoy descubrí que la vida vuelve a buscarme. No la esperaba, y sin embargo, la recibo como quien abre la mano al agua fresca. Granada será testigo de un nuevo amanecer. Pero aún no lo sabrán. Ni él… ni el mundo.
Mientras el palacio dormía, Zoraida caminó sola por los patios. Las piedras, frescas bajo sus pies descalzos, le recordaban que seguía siendo humana. Que su corona era invisible, y su reino… interior. Miró al cielo, a la luna que bañaba las torres. En su vientre dormía una promesa.
Y en su alma, un fuego silencioso comenzaba a crecer otra vez.
El sol apenas comenzaba a alzarse cuando Muley Hacén entró en los jardines silenciosos, buscando a su esposa. Había pasado la noche en reunión con visires, debatiendo nuevas amenazas desde Castilla y reportes de saqueos en los caminos al sur de Loja. Pero su mente no podía apartarse de Zoraida. La había sentido distante, más silenciosa que de costumbre, como si algo nuevo palpitara detrás de sus ojos.
La encontró sentada en uno de los bancos de piedra, con un laúd entre sus brazos, tocando una melodía lenta, de aire andalusí. Vestía de blanco, el velo apenas sujetado en la nuca, y un resplandor especial brillaba en sus mejillas. Su hijo, el pequeño de la luna, dormía en un cojín a sus pies.
—Hace mucho no tocabas —le dijo Muley, acercándose con cautela—. Esa canción... la cantabas cuando estabas encinta de él.
Zoraida no levantó la vista. Solo respondió con suavidad:
—Hay cosas que el cuerpo recuerda antes que la mente.
Muley se sentó a su lado, rozando apenas su mano.
—¿Estás enferma? ¿Te duele algo? —preguntó, preocupado.
Ella negó con la cabeza. Tomó aire. La brisa jugaba con las hojas del ciprés y la luz del alba doraba el agua de la fuente más cercana.
—No. No estoy enferma... Estoy bendecida. Otra vez.
El silencio cayó como un velo sobre ellos. Muley la miró fijamente, los ojos anchos por la sorpresa. Luego, sin decir palabra, se arrodilló ante ella y puso su frente contra su vientre. Allí, aún plano, apenas latía un milagro nuevo.
—Alá es grande —murmuró—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque aún no era el momento. Quería asegurarme. Quería protegerlo... desde antes de que el mundo intentara juzgarlo como juzgan a su hermano.
Muley la miró con ternura. Pero también con algo de culpa.
—Te he pedido tanto... Te he metido en la corte, en la guerra, en las intrigas. Y aún así me das otro hijo.
Zoraida acarició su cabello.
—No es un regalo para ti. Ni para mí. Es para Granada. Cada vida que nace entre estas murallas es una antorcha contra la oscuridad.
En los días siguientes, Zoraida se volvió más activa que nunca. Supervisaba las tareas del harén, reorganizaba turnos en las cocinas, inspeccionaba los patios donde entrenaban los sirvientes, y daba instrucciones claras a los tutores del pequeño heredero.
Pero al mismo tiempo, las intrigas comenzaban a crecer como raíces podridas.
Aixa, enterada por una criada espía de los rumores del embarazo, no tardó en insinuarlo durante una cena en presencia de los visires.
—Dicen que las flores del jardín se marchitan cuando se riegan demasiado —dijo, bebiendo vino de granada—. Y hay quien pretende que un árbol nuevo crezca donde ya hay uno más antiguo… con raíces legítimas.
Zoraida no respondió al instante. Solo sonrió, se limpió la comisura de los labios con un paño fino, y miró a Aixa con esa calma que la desarmaba.
—Una flor no necesita permiso para nacer. Solo sol, agua... y ausencia de veneno.
El silencio se hizo pesado. Los visires bajaron la cabeza. Y Muley, que observaba desde la cabecera, no dijo nada. Pero al día siguiente, destituyó en secreto a dos guardias cercanos a Aixa y reforzó la seguridad en los aposentos de Zoraida.
Una tarde, Zoraida entró al cuarto de su hijo. Lo encontró jugando con piezas de madera tallada, formando torres y fortalezas.
—¿Sabes? —le susurró, mientras se agachaba junto a él—. Pronto no serás el único príncipe aquí.
Él la miró con sus ojos verdes, confundido.
—¿Vendrá un enemigo?
Ella rió.
—No, mi luna. Vendrá un aliado. Un hermanito… o una hermana que tendrá tu misma sangre. Y tú la cuidarás como si fuera parte de tu corazón.
Él asintió solemne, y le besó la mano.
Zoraida volvió a escribir en su cuaderno esa noche. A la luz de una vela, mientras el sonido lejano de los laúdes llenaba los pasillos del palacio.
No hay victoria sin amor, ni fortaleza sin raíces. Esta vida que llevo en mí será más fuerte que el hierro. Porque nacerá del conflicto… y de la esperanza.
Y mientras Granada dormía, una nueva semilla crecía en silencio… bajo el cielo que aún no sabía si amanecería en paz o en guerra.