POR AMARTE

SOLTANDO LAS CARGAS.

El cielo de Nueva York se desplegaba sobre Central Park en un hermoso azul, salpicado de nubes dispersas. La suave brisa de principios de otoño movía las hojas doradas que empezaban a caer, creando un manto crujiente en el suelo. Dona avanzaba con calma por los senderos del parque, fijándose en la gente que la rodeaba: niños jugando, parejas disfrutando de su tiempo juntos, ancianos sumidos en la reflexión. Era una escena de serenidad que contrastaba con la tormenta de sentimientos que llevaba dentro.

Al encontrar un banco bajo la sombra de un robusto roble, sintió que era un refugio natural que la esperaba. Se sentó y sacó una libreta y un bolígrafo de su bolso. Observó la página en blanco durante un momento, sintiendo el peso de los años en su corazón. Había acumulado tantos recuerdos, reprimido tantas emociones, que ahora abordarlas parecía como luchar contra sí misma. Pero esta vez no iba a esquivar la confrontación. Tomó una respiración profunda y permitió que su corazón se expresara:

Querido papá,

Nunca creí que llegaría el momento en que te escribiría. Durante años, desechando todo pensamiento sobre ti, obligado a enterrarte en mi mente como si nunca hubieras estado presente. Sin embargo, la realidad es que existe, y tu falta ha marcado mi vida profundamente más que cualquier otra cosa.

En mi infancia, eras mi héroe. Recuerdo cómo me alzabas en tus brazos y me hacías sentir como un ave en vuelo. Las noches en que me leías historias y decías que siempre estaríamos juntos son memorias que atesoré. Y luego. . . simplemente te fuiste. Saliste con una maleta y no regresaste. No hubo explicaciones, solo promesas incumplidas.

Te esperé. Cada fin de semana, anhelaba verte aparecer en la puerta con esa sonrisa que tanto amaba. Tenía lista mi pequeña maleta, esperando que volvieras. Pero nunca paso. Cada vez que mi madre me anunciaba que no vendrías, mi corazón se fragmentaba un poco más, hasta que dejó de sentir. Hasta que aprendí a similar que no me importaba.

Y después, un día, te vi en un periódico. Con tu nueva familia, tus otros hijos, y esa mujer que ocupó el lugar que antes era de mi madre y el mío. Sonreías en la imagen, parecías feliz. ¿Alguna vez me recordaste? ¿Alguna vez pensaste en tu hija, la niña a la que prometiste amar sin condiciones?

Durante años, sentí rencor. Experimente mucha ira, dolor y un vacío que el tiempo no ha logrado sanar. Pero hoy, aquí, bajo este árbol, comprendo algo: el rencor solo me ha mantenido anclada a una sombra. Tú ya no estás en este mundo, y, aún así, sigo permitiendo que tu abandono me defina.

Por esta razón, hoy elijo perdonarte. No lo hago por ti, sino porque eso es lo que necesito para mí misma. Suelto tu abandono, tus promesas vacías y la ausencia de tu amor. Dejo atrás el sufrimiento que me provoca, ya no deseo cargar con él. Hoy, al fin, te libero.

Donna, en silencio, leyó su carta, permitiendo que cada palabra penetre en lo más profundo de su ser. Sus manos temblaban levemente al arrancar la hoja de su cuaderno. La sostuvo un instante, sintiendo su peso intangible. Luego, con decisión, tomó un encendedor y quemo el papel. Observó cómo, poco a poco, las llamas consumían la hoja, reduciéndola a cenizas que el viento se llevó.

De repente, sintió una opresión en su garganta. Las lágrimas comenzaron a brotar de su rostro descontroladamente, liberando un torrente de dolor contenido durante años. No hizo esfuerzo por contenerlas. Por primera vez en mucho tiempo, se dio permiso para sentir. Lloró por la niña que una vez fue, por la hija que fue dejada atrás, y por los años de soledad.

Cuando el llanto disminuyó, una sensación diferente la invadió. Un leve alivio, como si una carga inmensa se hubiera desvanecido de sus hombros. Secó las lágrimas y dirigiéndo su mirada al cielo, respiro con calma. Su padre ya no tenía control sobre ella. Era libre, finalmente.

Se levantó, respiró profundamente y comenzó su camino de regreso a casa. Era un nuevo amanecer, y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que el pasado ya no la acechaba.