aveces el amor no es lo uno espera
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Capítulo 14 – Silencio que grita**
La lluvia caía como un murmullo persistente contra los vidrios de la cabaña. Luna preparaba café en la cocina mientras Tomás alimentaba el fuego. Esa noche, después del entrenamiento, se habían quedado charlando en la galería, como tantas veces. Pero ahora no había palabras, solo una tranquilidad compartida que lo decía todo.
—¿Alguna vez pensaste que ibas a terminar en un lugar así? —preguntó Luna, con una taza humeante entre las manos.
Tomás la miró con una media sonrisa.
—¿Y vos? ¿Alguna vez pensaste que ibas a sobrevivir?
Ella bajó la mirada, pero no con vergüenza. Sino con una serenidad extraña, como si ya no se sintiera menos por haber caído.
—No. Pero me alegra estar equivocada.
Tomás la observó un instante. Cada día la veía un poco más fuerte. Ya no se escondía en la ropa holgada, ni evitaba los espejos. Ya no pedía perdón por ocupar espacio. Sonreía más, hablaba más, dormía mejor. Y eso le bastaba para saber que valía cada segundo quedarse.
—Hay algo que quiero darte —dijo él, y fue hasta su mochila.
Sacó una pequeña llave de bronce y se la puso en la palma.
—Es de un refugio en las montañas. Está a unos veinte minutos en camioneta. Lo usaba para acampar, pescar… Tiene provisiones, agua, lo básico. Si alguna vez… si alguna vez necesitás desaparecer otra vez. Este es tu plan B.
Luna lo miró sin parpadear. El silencio se volvió denso.
—¿Creés que me va a encontrar?
—Creo que tenemos que estar preparados. Solo por si acaso. —Tomás le tomó la mano—. Pero no estás sola.
Ella asintió. Guardó la llave en su bolsillo. Y por un rato, solo se quedaron ahí, en el murmullo de la lluvia, como si el mundo pudiera esperar.
***
Esa madrugada, Tomás se despertó inquieto. No sabía por qué. No había ningún ruido extraño, ningún golpe, ninguna luz. Pero algo no estaba bien. Se puso las botas y salió con linterna en mano a revisar los alrededores. Nada. Solo silencio húmedo y el crujido lejano de ramas por el viento.
Hasta que, cerca del borde del bosque, lo vio.
Una colilla de cigarrillo, aún tibia.
Tomás la aplastó con la bota y miró alrededor con más atención. No había señales de movimiento, pero supo que alguien había estado ahí. Observando. Esperando. Quizás desde antes.
Volvió a la cabaña sin decirle nada a Luna. No todavía. Quería confirmar antes de alterarla. Instaló una nueva cerradura esa mañana. Y durante el desayuno, le dijo que iría a la ciudad por unos días. Quería hablar con Mateo. Ver cámaras nuevas, sensores. Seguridad real.
—¿Pasa algo? —preguntó Luna, mientras revolvía el café.
—Nada que no pueda controlar. Pero prefiero estar un paso adelante.
Ella lo miró fijamente. Sabía que algo pasaba. Pero no insistió. Solo dijo:
—Volvé pronto.
***
Durante los días que Tomás estuvo en la ciudad, Luna se sintió nerviosa. No por estar sola —ya había aprendido a moverse, a defenderse, a confiar en su instinto— sino por esa sensación de que la paz estaba en pausa.
Emilia le había mandado un audio la noche anterior, diciéndole que un hombre había estado preguntando por ella en el barrio donde vivían antes. Alto, flaco, ojos claros. Había dicho ser “un primo” que la buscaba para un tema familiar urgente.
—Luna, por favor, cuídate. Vos sabés que es él. No lo dejes acercarse.
Esa noche durmió con el palo de entrenamiento debajo de la almohada. Y una oración entre los labios. Algo que no rezaba desde niña.
***
Cuando Tomás volvió, encontró a Luna revisando por tercera vez las ventanas. No lo abrazó, pero sus ojos decían que lo necesitaba más de lo que podía expresar.
—¿Te pasó algo?
Ella le mostró el celular. El mensaje de Emilia. La descripción. El miedo contenido detrás de cada palabra.
—Ya sabe que no estoy allá. Y si preguntó por mí, es porque me está buscando otra vez.
Tomás respiró hondo. No podía mentirle. No podía decirle que todo iba a estar bien sin tener un plan concreto.
—Entonces vamos a hacerlo bien. Más cámaras. Contactos en la comisaría del pueblo. Y el refugio, listo para ser usado. No te va a tocar un pelo. No mientras yo esté.
***
Los siguientes días se volvieron más intensos. Las prácticas físicas subieron de nivel. Luna aprendió a correr, esconderse, pelear en espacios reducidos. Tomás la entrenaba con paciencia, pero también con realismo. Sabía que no podía endulzarle la verdad: si Patrick aparecía, tendría que reaccionar.
Pero también se tomaban sus momentos. Un picnic improvisado a la orilla del lago. Una siesta bajo los árboles. Una cena simple con risas. Porque incluso cuando el pasado acecha, la vida insiste en colarse entre las grietas.
Una tarde, mientras Luna regaba las plantas del porche, notó algo nuevo: un sobre, cuidadosamente colocado bajo la maceta más grande. Sin dirección. Sin sello. Solo su nombre, escrito en tinta negra, con una letra que jamás podría olvidar.
Temblando, lo abrió.
Dentro, una nota escueta.
**“Sabés que siempre te encuentro. Te extraño, muñeca.”**
Sintió que el estómago se le encogía.
La noche llegó más temprano ese día. Y con ella, el silencio que grita.