Víctor, un escritor fracasado, sigue un mapa hacia una ciudad imposible. En su camino, enfrenta espejos rotos, bibliotecas de hueso y circos delirantes, descubriendo que su peor enemigo es él mismo. Un viaje oscuro entre la locura, la creación y el vacío.
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Capítulo XV: El Laberinto de los Espejos Rotos
Las raíces de vidrio de la semilla le atravesaban la garganta, convirtiendo cada respiro en una caricia de navajas. Víctor entró al laberinto arrastrando su cadena (Culpable, Autor, Silencio, Fábrica, Banquete, Relojero, Teatro, Mercado), cuyos eslabones resonaban como dientes chocando en una calavera. El laberinto no tenía paredes de piedra, sino de espejos rotos clavados en lodo negro. Cada fragmento reflejaba una versión de él, pero ninguna completa: un ojo aquí, una cicatriz allá, una sonrisa torcida que nunca fue suya.
El primer reflejo lo esperaba en una esquina. Mostraba a un Víctor niño, sentado en un aula vacía, escribiendo "Quiero ser invisible" en un cuaderno manchado de lágrimas. Al acercarse, el espejo estalló, lanzando esquirlas que se clavaron en sus brazos. Las heridas rezumaban tinta en lugar de sangre, formando versos en su piel: "El miedo también es un refugio".
—No corras —susurró una voz desde un espejo cercano. Era Lilith, o su eco, con el vestido negro hecho de sombras líquidas—. Los espejos rompen más que la luz. Rompen lo que fingías ser.
Víctor siguió adelante, las raíces de vidrio de la semilla creciendo hacia el suelo, arañando los espejos con un chirrido que atrajo a las criaturas del laberinto. Sombras con rostros de él mismo emergieron de los reflejos, arrastrándose como arañas de tinta. Una, con su cara deformada por el tiempo, le mostró un futuro posible:
Un hombre viejo en un asilo, repitiendo versos a las paredes mientras enfermeras sin rostro le inyectaban olvido.
—¡Eso no soy yo! —gritó Víctor, aplastando el espejo con la lámpara de aceite negro. La llama azul devoró la imagen, dejando un charco de mercurio que mostraba a Lilith riendo en otro espejo.
El laberinto se retorcía, cambiando de ruta cada vez que parpadeaba. En un cruce, un espejo intacto lo esperaba. Dentro, el Autor —una versión de Víctor con traje impecable y ojos vacíos— escribía en un libro cuyas páginas eran piel humana.
—¿Te gusta lo que he hecho contigo? —preguntó el Autor sin alzar la vista—. Eres mi obra favorita: el poeta que huye de sus propias palabras.
Víctor golpeó el espejo, pero sus manos quedaron atrapadas en el cristal. El Autor lo tomó de la muñeca, fría como mármol en invierno.
—Cada espejo roto es una mentira que contaste —dijo, señalando el laberinto infinito—. Y mentiste tanto que ya ni recuerdas dónde empieza la verdad.
Las raíces de vidrio en la garganta de Víctor se enroscaron en el brazo del Autor, quebrando su piel perfecta. El espejo se hizo añicos, liberándolo.
Siguió corriendo, tropezando con fragmentos que mostraban:
Un amante: Abrazando a Clara bajo la lluvia, su cabello rojo teñido de tinta negra.
Un asesino: Estrangulando a Lilith con las páginas de su propio diario.
Un fantasma: Flotando sobre su tumba, donde la lápida decía "Aquí yace nadie".
En el centro del laberinto, encontró un espejo circular. No estaba roto. Reflejaba a Víctor tal como era: cicatrices brillantes, ojos vacíos, cadena monstruosa. Pero cuando se acercó, el reflejo habló:
—Yo soy el que quedó cuando te fuiste —dijo, tocando el cristal desde dentro—. El que escribe, el que arde, el que nunca escapará.
Víctor alzó la lámpara para destruirlo, pero el reflejo hizo lo mismo. Las llamas chocaron, creando un portal de humo y luz donde aparecieron todas sus versiones: el niño, el borracho, el asesino, el fantasma.
—Elige —rugieron en coro—. O nos llevamos un pedazo de ti, o te quedas aquí para siempre.
Víctor arrancó la semilla de su garganta, ahora convertida en un cristal con forma de corazón. La estrelló contra el espejo. El laberinto estalló en un grito de vidrio, y las versiones de él mismo se desvanecieron en polvo de estrellas muertas.
Cuando el humo se disipó, estaba en un desierto de sal, la cadena en su tobillo ahora marcada con Laberinto. En su mano, sostenía un fragmento del espejo central, donde el reflejo susurraba:
—Siempre estaré aquí.