Luna siempre fue la chica invisible: inteligente, solitaria y blanco constante de burlas tanto en la escuela como en su propio hogar. Cansada del rechazo y el maltrato, decide desaparecer sin dejar rastro y unirse a un programa secreto de entrenamiento militar para jóvenes con mentes brillantes. En un mundo donde la fuerza no lo es todo, Luna usará su inteligencia como su arma más poderosa. Nuevos lazos, rivalidades intensas y desafíos extremos la obligarán a transformarse en alguien que nadie vio venir. De nerd a militar… y de invisible a imparable.
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Punto sin retorno
El amanecer llegó con una calma engañosa. El cielo estaba cubierto por nubes densas que teñían todo de gris. El campamento aún dormía cuando nos presentamos frente al hangar. El silencio era absoluto. Ni bromas, ni palabras de aliento. Solo concentración. Sabíamos que, al subir a ese helicóptero, no habría vuelta atrás.
El capitán Falcón nos esperaba con una carpeta en la mano.
—La misión se activa en treinta minutos. Ingreso nocturno. Sin refuerzos, sin plan B —dijo, mirándonos a los ojos, uno por uno—. Si algo sale mal, será decisión del líder abortar o continuar.
Sus ojos se posaron en mí. Sentí su peso. Su confianza… y su advertencia.
—Cadete Luna, su equipo está bajo su mando. Confío en su criterio.
Asentí con firmeza.
—No los defraudaré.
—Espero que no. Pero recuerda… salvar el archivo es importante. Pero salvar vidas lo es aún más.
Subimos al helicóptero. Los motores rugieron, y el suelo se volvió un recuerdo. Desde arriba, el mundo parecía pequeño, casi inofensivo. Pero sabíamos lo que nos esperaba. Las coordenadas nos llevaban al viejo búnker del norte, enterrado bajo la roca y el silencio de un bosque olvidado.
Durante el vuelo, nadie hablaba. Maya afilaba su cuchillo con paciencia inquietante. Dalia revisaba su dron miniatura, asegurándose de que respondiera al control remoto. Eliza me lanzó una mirada, como preguntando si estaba bien. Le sonreí apenas. Estaba tan preparada como podía estarlo… pero el miedo era real. Y necesario. Me mantenía alerta.
Aterrizamos a 2 kilómetros del objetivo. El piloto nos deseó suerte y desapareció en la oscuridad, dejándonos solos con el sonido del viento y las hojas.
Avanzamos por el bosque en formación. Maya iba al frente con visión térmica. Dalia cubría la retaguardia. Yo y Eliza en el centro. A cada paso, el aire se volvía más denso. Como si el propio bosque supiera lo que íbamos a hacer.
—Contacto visual con la estructura —susurró Maya por el comunicador.
Nos detuvimos detrás de una formación rocosa. Desde allí se veía una torre oxidada y una entrada semienterrada. Había luces. Dos guardias. Armados.
—Dalia, rodea por el oeste. Desactiva la energía secundaria —ordené.
Ella se deslizó entre las sombras como un susurro. Minutos después, las luces exteriores parpadearon y se apagaron por completo.
—Listo —dijo ella.
—Eliza, elimina a los dos guardias. Silencioso.
Dos disparos suaves. Dos cuerpos que cayeron sin ruido. Avanzamos.
La entrada al búnker era un túnel metálico con escaleras que descendían por lo menos tres niveles. El olor a humedad y óxido llenaba el aire.
—Cambiamos formación. Maya adelante. Yo voy detrás. Eliza y Dalia cubren atrás.
El túnel nos llevó a un pasillo amplio, iluminado solo por luces de emergencia. El ambiente era opresivo, cargado de electricidad estática. Sabíamos que el enemigo estaba dentro… pero no sabíamos cuántos.
Llegamos a la sala de servidores. Allí estaba el objetivo: un dispositivo central conectado al sistema de datos. La terminal brillaba con luz azul.
—Cubran la puerta —ordené—. Necesito cinco minutos para extraer el archivo.
Me senté frente a la consola. Tecleé con rapidez. El sistema estaba más protegido de lo que esperaba.
—Tiempo estimado: 4 minutos y 50 segundos —murmuré.
—¡Movimiento! —gritó Maya desde el pasillo—. Dos enemigos aproximándose.
Eliza disparó. Un cuerpo cayó. Otro escapó.
—Acaban de alertar al sistema —dijo Dalia—. ¡Nos están rastreando!
—¡Aguanten! —grité, sudando sobre el teclado—. ¡Casi tengo el archivo!
La consola vibró. Apareció una barra de progreso. 85%... 90%... 96%...
Una explosión sacudió el búnker. El techo tembló. Eliza cayó de rodillas.
—¡Nos están bombardeando desde fuera!
—¡Terminé! ¡Tengo el archivo! —grité, desconectando el dispositivo.
—¡Ruta de escape! ¡Ahora! —ordené.
Corrimos por el pasillo. Las luces parpadeaban. Alarmas sonaban por todo el lugar. Giramos una esquina y nos encontramos con tres enemigos armados.
Maya no lo dudó. Se lanzó sobre uno, lo desarmó y lo dejó inconsciente en segundos. Eliza y Dalia dispararon a los otros dos.
Pero entonces…
Un disparo atravesó el aire.
Y Dalia cayó.
—¡No! —grité.
Corrí hacia ella. Tenía sangre en el abdomen. Respiraba, pero estaba pálida.
—No me dejen… —susurró.
—Jamás —dije, tomándola en brazos.
—¡Luna, tenemos que irnos! —gritó Eliza—. ¡Ya!
Maya cubría la salida. Yo cargaba a Dalia con dificultad. El túnel se derrumbaba. Fragmentos de concreto caían del techo.
Salimos justo cuando otra explosión arrasó la entrada. Una nube de humo nos cubrió. Corrimos, jadeando, entre árboles y sombras. El helicóptero nos esperaba a lo lejos, con las hélices ya girando.
Subimos.
—¡Herida en el abdomen! ¡Necesita atención médica! —grité al piloto.
Dalia apenas abría los ojos. La tomé de la mano mientras le hablaba.
—Aguanta. Ya casi.
Eliza estaba temblando. Maya tenía una herida leve en el brazo. Yo… no sabía si quería llorar o gritar.
El piloto despegó.
Habíamos escapado.
Pero no ilesos.
—
En la base médica, Dalia fue llevada al quirófano. Estuvimos horas esperando noticias. Al fin, un médico salió.
—Perdió mucha sangre. Pero sobrevivirá.
Suspiramos aliviadas. Me dejé caer en una silla. No recordaba la última vez que me había sentido tan… vacía. Como si todo el aire se hubiera ido.
Maya se sentó a mi lado.
—Tomaste las decisiones correctas —dijo—. Fuiste una líder de verdad.
—Pero la herí. Fallé.
—No. Tomaste el archivo. Nos sacaste vivas. Eso no es fallar. Eso es sobrevivir.
No respondí. Solo apreté los labios. No quería sentir orgullo. Solo gratitud.
Horas después, el general nos llamó.
—Misión cumplida. Felicitaciones.
—Pero una de las nuestras resultó herida… —dije.
—Y gracias a ti, no está muerta. Luna, lo hiciste bien. Demostraste más que inteligencia. Demostraste corazón.
Me dieron una medalla. Una hoja de reconocimiento. Pero lo que más valió fue ver a Dalia abrir los ojos en su cama, y decir:
—¿Lo conseguimos?
—Sí —respondí, sonriendo—. Lo conseguimos.